sábado, 19 de julio de 2008

Para pasar la vida (IV)

Yo también me hice para atrás. Ojalá haya un abismo (pensé) y caiga en el vacío y no salga nunca. Un grueso pilar de madera me detuvo. Llegó el maestro Víctor con un libro pequeño en la mano derecha.

-Buenos días, maestro- dijimos los del grupo. Apenas me salió la voz.

-Buenos días, muchachos. ¿Entramos a clase?- dijo él.

Lo vi avanzar directamente hacia mí, yo esperaba la amonestación severa. Se acercó a mí, me abrazó y así entramos al salón. No me dijo nada, el silencio fue su manera sabia de perdonarme. Mientras caminábamos los escasos dos o tres metros que separaban el corredor del salón yo quería hincarme ante él para pedirle perdón, para decirle que había sido una estupidez de borracho, pero no me salieron las palabras. Mi silencio fue la piedra del cobarde.

No sé cuántos alumnos han entrado a clases completamente borrachos. Sé que soy de los pocos. No es muy grato disputar este record.

Las cantinas siempre me atrajeron. Poco a poco me fui dando cuenta que eran engañosas. Mostraban una cara simpática, pero en su interior eran perversas. Tenían la particularidad de formar pequeños mundos donde el azar es el pan de todos los días. En el cine o en el templo todos los asistentes intervienen en un mismo rito, en la cantina no sucede eso. En la cantina son pequeños grupos que forman sus propias islas. Cada mesa es un mundo y eso provoca una vecindad peligrosa e incómoda. El que está en una mesa con su grupo, de una o de otra manera, no quiere ser alterado. “¿Qué me ves, cabrón?”, es un grito constante.

Las cantinas de Comitán, con todo y su grado de perversión, eran cantinas luminosas, por eso mismo: hipócritas. Me gustaba tomar la cerveza en “El Camino Secreto” porque nos sentábamos en una mesa debajo de los árboles de aguacate. Las cantinas que frecuenté en la ciudad de México (ya siendo estudiante universitario) eran cantinas lúgubres. Espacios cerrados, con una iluminación artificial que creaba penumbras. Las cantinas del defe eran horribles, pero ¡más honestas!, mostraban desde el principio su cara nauseabunda y dolorosa. En el defe con Miguel, Roge, Quique, Rodolfo, César y Jorge visitamos también muchas cantinas. Íbamos a una que se llamaba “Don Cuco” que era una cantina muy frecuentada por estudiantes comitecos en la colonia Del Valle.

Así como algunos periodistas dicen que la Plaza México es la cantina más grande del mundo, nosotros convertimos al máximo templo del béisbol: el Parque del Seguro Social, en una cantina abierta. Íbamos a los encuentros de Los Tigres en contra de Los Diablos y nos dedicábamos, aparte de gozar las barridas y los batazos de los profesionales, a chupar cuanta cerveza se nos ponía enfrente. Terminábamos tirando los botes vacíos a la cancha, aventándoselos a los jugadores del equipo al que no le íbamos. Yo siempre trataba de cubrirme de las cámaras de televisión. Mi papá era muy aficionado a ver el béisbol en la televisión. Yo pensaba que en una de esas mi papá se iba a llevar el susto de su vida cuando viera por la pantalla a su querido hijo aventando botes a media cancha.

Podría llenar hojas y hojas con las miles de anécdotas surgidas de mi paso por las cantinas. Únicamente agregaré dos.

(Continuará)