jueves, 16 de julio de 2009

EL HOMBRE INVISIBLE (I)


Me da por ratos. No sé si a alguien más le suceda. No creo que sea una enfermedad, pero sí creo que es algo como alergia.
La primera vez fue en un restaurante. Me senté ante la mesa con mantel blanco y florero con clavel rojo. Revisé el local: sombrío, con diez o doce mesas, de las cuales sólo dos estaban ocupadas. En el fondo estaba una pareja de viejos sopeando un pan en algo líquido y, al lado de la puerta, una mujer muy bella fumaba. El mesero, muy solícito y con uniforme verde, me saludó, me dio la carta y se retiró. Tomé la carta y, justo en el momento que iba a comenzar a leerla, sentí el escozor en todo mi cuerpo: "¡la alergia a los precios altos, que siempre me da!", pensé, pero no, los precios eran muy razonables.
Creo que el problema no es tanto la invisibilidad sino la afonía. Cada vez que me hago invisible pierdo el habla.
El día, más bien la tarde, en que me sucedió por primera vez, el mesero llegó para pedirme la orden pero ¡no me vio! Revisó todo el salón y cuando se dio cuenta que la mesa estaba vacía levantó la carta. Por más que intenté decirle algo la voz no me salió. Así que no me quedó más que hacer lo contrario de mi voz: salir del restaurante. Cuando pasé al lado de la mujer recordé lo que había visto en una película, me acerqué a su cabello y soplé. La mujer se enchinó todita, llevó sus brazos a su pecho como si quisiera evitar una corriente de viento helado, volteó y, por supuesto, halló la nada.
Esa tarde supe que esa especie de alergia me convertía en La Nada. Por lo tanto, eso de que la nada era el vacío ya no cupo más en mi pensamiento.
Sólo el perro del callejón donde vivo se dio cuenta de "mi regreso". Yo caminaba con rumbo a la casa cuando sentí que mi cuerpo "regresaba". El perro, que se quitaba las pulgas frente a la puerta de mi casa, comenzó a ladrar. Imagino el impacto que recibió cuando me aparecí ante él de manera súbita (yo creía que los perros podían ver a los fantasmas, pero ese día comprobé que "El Nike" no poseía esa facultad). El perro huyó y terminó al lado de los basureros, temblando, con las manitas sobre su pecho.
Contabilicé el tiempo que duré invisible: diez minutos ¡exactos! Debía tener más cuidado para la próxima vez. Pensé que en cuanto apareciera "el mal" aprovecharía algunos minutos para hacer alguna travesura y "desaparecería" para que el regreso a la normalidad fuera en un espacio desierto y no provocara yo en algún humano ese terror del perro.