domingo, 19 de julio de 2009

EL HOMBRE INVISIBLE (Última parte)



A mitad de la misa, con iglesia llena, a la hora en que todo mundo “se da la paz” sentí el escozor y me volví invisible, por tercera ocasión. La señora que estaba a mi lado tuvo cierto titubeo, pero luego vio hacia el techo y tal vez pensó que era una prueba de la existencia del Espíritu Santo porque cerró los ojos y siguió rezando el “Yo pecador”.
Sólo por travesura alargué la mano y tomé dos o tres monedas de la cesta de limosnas. Los fieles que estaban cerca vieron cómo las monedas flotaron dos o tres segundos en el pasillo central y luego cayeron al suelo. No se oyó nada, porque justo en ese instante el monaguillo tocó la campana para que todos se postraran mientras el padre elevaba la hostia.
Fue en el momento en que la campana sonó por tercera ocasión cuando, al prodigio de la invisibilidad y al don de la elasticidad, se unió la súper visión. Como si fuese Superman y estuviese a mitad de una sala nudista pude ver a todos los fieles en cueros. Estuve tentado a cerrar los ojos pues me pareció incorrecto ver esa muestra de traseros como si fuese un mercado de melones o sandías. Pero luego pensé que estaba en una sucursal de El Paraíso y si esto me había sucedido ahí precisamente es porque un poder supremo así lo había decidido. Frente a mí tenía culos de todos los tamaños, sabores y olores (también contraje alguna cualidad olfativa porque cada par de nalgas que enfocaba llegaba a mí con su correspondiente olor, algunos delicados y otros francamente repugnantes, primos hermanos de los hedores de la boca desdentada de tío Emilio).
Chequé mi reloj y vi que me quedaba un minuto para volver a mi estado original. No corrí como en las veces anteriores. Había decidido “reaparecer” en medio de la multitud y esta era la oportunidad. Me dediqué a gozar de los culitos femeninos que estaban frente a mí. El de una muchacha bonita de dieciocho años que era un durazno terso; el de doña María que era como el corazón de un árbol de más de cien años; y el de una mujer de cierta edad que era como una ciruela pasa sin color.
Cuando el sacerdote dijo que podíamos ir en paz porque la misa había terminado mi tiempo estaba agotado. Sentí el zarpazo y mi cuerpo regresó a mí.
Desde entonces, hace más de diez años, he esperado con ansia volver a poseer la gracia de la invisibilidad pero nunca ha vuelto.
La vez de la tercera ocasión salí del templo y en el atrio me topé con doña María, quien me presentó al culito de durazno como su sobrina Mary, estudiante de la Universidad de Texas. Al despedirnos, doña María me dijo: “¿Qué te hiciste? Parece que estuvieras rejuveneciendo”. Yo bromeé, pero cuando llegué a casa, entré al baño y me vi ante el espejo. Mi rostro era el de un niño de doce años. Esto tiene más de diez años. Anoche mi mamá se molestó pero, con mi llanto, la forcé a que me diera una mamila con leche nido, tibia.