viernes, 10 de julio de 2009

POR SUPUESTO




Sus papás lo bautizaron con el nombre de Supuesto. Fue una mañana con un cielo limpio de nubes. El sacerdote, del templo de San Sebastián, vertió agua sobre la cabeza del niño y pronunció el nombre que llevaría durante toda su vida. Los padrinos estaban orgullosos de que su ahijado llevara ese nombre. El festejo se alargó hasta las dos de la madrugada. Las notas de la marimba y el trago corrieron con generosidad.
En la primaria fue motivo de burlas. “¿Dónde está Supu?”, gritaban sus compañeros cada vez que entraba al salón. Uno de los niños, de la fila de atrás, estaba entrenado para contestar: “¿Supu? Está con suputamá”. Todos reían. Supuesto se sentaba, abría su mochila, sacaba el libro de matemáticas y leía el papel que había pegado en la parte interna de la portada: “Su puta madre la de ellos, su puta madre la de ellos…”. En realidad no leía, cerraba los ojos y repetía la oración que sabía de memoria. La rezaba hasta que el maestro entraba y el chachalaquerío cesaba.
Pero Supuesto creció y logró una gran fortuna en su oficio de comerciante de abarrotes. Las burlas infantiles desaparecieron y todo mundo en el pueblo le llamó Don Supuesto. No faltó el clásico regalado que le decía Don Supuestito.
Tal vez como un reflejo condicionado, don Supuesto, cuando respondía de manera positiva a una pregunta, se acostumbró a decir: “Por supuesto”. Con ello la maledicencia del pueblo volvió a enconarse y medio mundo comenzó, siempre a escondidas del rico comerciante, a chotear el dicho: “¿Vamos a tomar una cerveza?”, preguntaba un compa en el billar y todos los que estaban ahí respondían a coro: “Por don Supuesto”.
Un día corrió el rumor de que don Supu se casaría con María, su novia eterna. María había aceptado ser su novia cuando ambos tenían diecisiete años de edad. Desde el primer día ella no lo llamó por su nombre, eligió decirle “mi amor”. Cuando en alguna fiesta, en medio del patio de la casa, debajo de un gran manteado, su grupo de amigas también la hacían el motivo principal de sus bromas (“¿María aún es virgen?” “¡Por don Supuesto!”), ella sonreía y también se refería a él como “mi amor”.
Por eso, cuando después de veintidós años de noviazgo aséptico, corrió la noticia de que el día de San Juan, Don Supuesto De la Fuente y María De la Vega se casarían, los maldosos de siempre comenzaron a fraguar un plan para embromarlos. A la hora que María debiera decir: Sí, acepto, todos gritarían “Mi amor”; cuando tocara el turno al comerciante, todo mundo gritaría: “Por supuesto”.
Pero los protagonistas no dieron gusto al pueblo. Don Supuesto rentó el papamóvil y en éste llegaron al templo. A través de los cristales blindados, todo mundo vio el vestido que María llevaba y que don Supu había encargado a París. María fue la novia más bella de todos los tiempos. Estaba luminosa. El sacerdote salió al atrio y todo mundo se sorprendió al ver que, en lugar de que los novios bajaran y entraran al templo que estaba adornado con cientos de ramos de nubes y alcatraces, fue el padre quien subió al papamóvil y ahí se efectuó la ceremonia. La gente calló, trató de oír, algunos grupos motivaron a la gente para que a la hora que vieran el movimiento de labios de la novia hicieran la novatada ensayada, pero el boticario del pueblo, levantó las manos y calló al pueblo diciendo: “¿Qué ganamos con esto?”.
Cuando el sacerdote abrió la puerta para bajar, las mujeres aventaron sus mantillas y los hombres hicieron lo mismo con sus sombreros y gritaron: “¡Vivan los novios!”, y los novios sonrieron. Don supuesto se paró en el pescante y dijo a la multitud: “Todos están invitados al convivio… por supuesto”.