miércoles, 22 de julio de 2009

PINOCHO



A Pinocho ¿por qué le crece la nariz?
Pinocho y Chucky son excepciones. Los muñecos son objetos inanimados. Yo los he visto sobre la cama de Marianita, en los aparadores, colgados en las tiendas de artesanías o en el cuarto de juguetes de mi sobrina Karen.
No obstante, los muñecos poseen alguna magia porque existe gente que los colecciona. La tía Elena, por ejemplo, tiene una vitrina en la sala de su casa, llena de muñecos de porcelana. Estos muñecos no pueden tocarse. En cambio, los que tiene Marianita son “apapachables”. Tal vez por esto la tía Elena es hosca y Marianita es una niña afectuosa.
Pinocho, Chucky y Yalí son excepciones. Yalí es el muñeco favorito de Marianita. Es de tela; su cara es redonda como si fuera una coliflor; sus ojos y boca están hechos con costuras sobresalidas; y no tiene nariz, por lo tanto no puede reconocerse si miente o no.
Marianita dice que Yalí no tiene vida pero le gusta mucho la vida. Por esto, mi afecto, todas las mañanas, abre la ventana de su cuarto y coloca el muñeco en el marco de madera. El papá de Marianita debió mandar a cortar la rama del árbol que está en la banqueta “porque no dejaba que el muñeco viera la calle”. Así pues, todos los días, desde su atalaya de segundo piso, Yalí mira fijamente la calle y lo que pasa en ésta.
Quienes caminan por la calle no saben que el oficio de Yalí es mirarlos. Cuando alguien mira la ventana y descubre a Yalí cree que él ve el muñeco y no al contrario.
Yalí ve a las mujeres que van a misa o al mercado; a las parejas que se esconden detrás del árbol; a los niños que corren detrás del perro, a los que trepan sobre las bardas, a los que patinan y hacen piruetas sobre sus patinetas; a los viejos que se recargan en las paredes. Pero Yalí, sobre todo, percibe los aromas: el de la hierba en madrugada; el de huevo con chorizo que sale de la cocina; el de las cloacas; el del viento que viene del rumbo del basurero; el de la entrepierna de la muchacha que está menstruando; el de la perra en brama.
Por las noches, o antes si es que amenaza lluvia, Marianita levanta el muñeco y lo coloca en su cama.
Mi afecto, antes de dormir, le reza a su Dios. Me cuenta que pide por todos sus afectos vivos y muertos. Remata la oración diciendo: “… y te pido que bendigas la mirada de Yalí”.
Marianita se sienta sobre la cama, se quita los zapatos, las calcetas y el pantalón; luego el suéter, la blusa y el sujetador; se pone de pie y se mira frente al espejo (uno o dos minutos). Se descubre bella. En el espejo ve, al fondo, al muñeco tirado sobre la cama. Mi afecto jura que, aunque lo coloque viendo hacia el otro lado, ella tiene la sensación de que el muñeco la observa y pone los ojos como de perrito fiel.
Cuando termina de verse al espejo, mi amiga se pone una holgada playera blanca y se acuesta. Jala a Yalí, apaga la luz y abraza a su muñeco.
Marianita me jura que apenas cierra los ojos comienza a ver todo lo que sucedió en la calle durante el día. El muñeco le convida todas las imágenes. “Es como si yo estuviera en el cine”, me dice. Y como a ella, igual que cualquier muchacha bonita de este pueblo, no le crece la nariz cada vez que dice una mentira, yo no sé qué pensar. Ella me cuenta todo con tal nitidez que siempre le creo, le creo tanto que me confundo y pienso que ella es la muñeca de mi ventana que me trasmite todo por ósmosis.