miércoles, 4 de agosto de 2010

NUNCA LLEGARÁ




“El futuro ¡saber cuándo es!”, me dijo Francisco, así bien comiteco. Cinco minutos antes me había ofrecido un “raspado” (que en otros pueblos llaman “granizados”). Cuando me dijo lo del futuro pensé, de inmediato, que la frase ¡era genial!, y pensé también en el pasado de los cinco minutos previos, de cuando me había ofrecido el raspado. En el instante en que dijo lo que dijo, ¿nos había alcanzado el futuro o es que todo se mueve en una línea pasado-presente y el futuro, como dice él, quién sabe cuándo es?
Nuestra cultura occidental nos ha enseñado a pensar constantemente en el futuro, a planear el porvenir, pero, a veces, parece que el futuro no es más que una utopía, una sustancia inexistente. El futuro parece ser un término “futurista” que alude a lo intangible y poco probable. Si alguien se parara en este instante a mitad del parque, se quitara la camisa y gritara a todo pulmón: “¡El futuro no existe!”, yo no pensaría que el individuo es un desquiciado. No lo pensaría porque parece que en la vida todo es un presente infinito que, ¡eso sí!, un instante después se convierte en pasado. El futuro no llega, el presente es el que camina hacia adelante, como debe ser, puesto que el pasado es el que viaja hacia atrás.
El universo, tal vez, tiene su símil en la vida. El universo es un presente infinito sin futuro. Cuando abrimos un libro y leemos que el resplandor de la estrella que vemos, al lado de la muchacha bonita en la banca de un parque, se generó hace millones de años luz, entendemos que estamos viendo en el presente algo que tuvo su origen en el pasado, un pasado remotísimo. Entonces, ¿en dónde cabe eso que llaman futuro?
Cuando pensamos que dentro de dos años haremos tal o cual cosa, no hacemos más que proyectar una idea que germinará en el presente de ese instante. Nuestras proyecciones mentales juegan a inventar utopías que no tienen ningún sustento.
Francisco se levantó y descolgó una serigrafía firmada por Andrea, su sobrina. El cuadro tenía una firma del año dos mil ocho. Era una prueba innegable de que ¡el pasado existe! Francisco y yo lo revisamos con detenimiento, como queriendo demostrar que nuestro presente era una sustancia tangible. Lo único que no pudimos palpar es esa semilla que insisten en llamar futuro.
Cuánta razón tienen aquellos sabios que insisten en decir que la única piedra del camino es el presente. Ah, cuánta razón contiene aquella conseja latina del Carpe Diem.
“El futuro saber cuándo es”, dijo Francisco y yo pepené esa piedrita para conservarla de acá en adelante, de hoy para los posteriores presentes que Dios me permita vivir.
Antes de despedirme le dije que le aceptaba el “raspado”. Yo (mis lectores lo saben) no como raspados ni algo parecido, pero acepté el ofrecimiento como un intento de demostrarme que el pasado es posible volverlo presente y jugar con él en una mezcla divertida e insólita. Un poco como aquel maestro que regresó al aula después de haber estado años en la cárcel y comenzó su clase diciendo: “Como decíamos ayer”.
El pasado puede ser un poquito de azúcar o de sal y se puede llevar perfectamente en la bolsa del pantalón. ¿El futuro? El futuro es agua en un odre que tiene huecos, es un hoyo negro en un universo irreal.