domingo, 22 de agosto de 2010

PORQUE NO TODOS SOMOS NIÑOS DE LA CALLE


Ramiro dice que en La Pila el viento azota con fuerza. Es así porque viene "desde" La Ciénega, desde El Río Grande.
Ramiro y yo sabemos que el viento viene de más allá. Así como, de más lejos, nos viene el afecto.
A veces me siento en el parque central y, de pronto, siento un viento que viene desde las épocas de la primaria y de la secundaria.
Nunca me sentí bien fuera de mi casa. Siempre me atemorizó lo que había en las calles, en los parques, en los mercados y en las otras casas con balcones de madera y cuartos que, desde fuera, se miraban oscuros. Las escuelas también me atemorizaron. Ya en secundaria odiaba que llegara el sábado porque era el día de Educación Física. Yo, ¡Dios mío!, no estaba hecho para hacer "lagartijas" ni para poner a prueba mi físico delicado. Si el maestro Temo nos hacía correr del parque de San Sebastián hasta el panteón, por la empinada calle, a mitad de ésta yo me sentaba en una piedra a llorar, porque no podía más. Veía con coraje y con impotencia cómo los compañeros y, oh, tragedia, las compañeras corrían como gacelas.
En casa me sentía a gusto. Ahí estaban mi papá y mi mamá, quienes siempre me cuidaban y me protegían.
Aún hoy, a mis cincuenta y tres años de vida, me causa cierto escozor todo lo que huele a exterior.
Disfruto cuando voy al parque o camino por las calles de mi pueblo, pero hay instantes en que regresan los fantasmas. Me molesta mucho cuando estoy sentado en una banca, leyendo o mirando a los niños que juegan tranquilos, y llega un borracho impertinente. Me causa desasociego mirar al mismo borracho cuando se acerca a interrumpir el diálogo de una pareja de enamorados que acudió al parque a bordar algo parecido al cielo.
Mi papá murió hace veinte años, pero yo lo sigo teniendo a mi lado. Lo siento más, sobre todo, cuando estoy en casa. El rebumbio de afuera altera un poco su presencia (en ocasiones casi casi la borra).
Soy feliz cuando estoy en el campo. Pero, a veces, cuando camino solo entre árboles y sonidos de pájaros y de bichos que reptan por las sendas o trepan a las ramas, escucho un aterrador silencio que me conmueve y me paraliza. En ese instante un destello de temor me alumbra y dejo de sentirme confiado. Pienso en que detrás de cualquier árbol puede estar uno de esos vándalos que, en siglos pasados, acostumbraba asaltar a los príncipes que se atrevían a salir sin sus guardias.
No obstante que las escuelas nunca me cayeron bien por su capacidad de reunir a mucha gente. Ahí fue donde conocí a algunos amigos que aún hoy me siguen dispensando su afecto.
Es en la calle donde se da la vida, pero yo siempre, al estilo del programa de Chabelo, ando catafixiando la vida por lo que sucede en mi cueva.
Es en casa donde me siento bien; es en la soledad donde siento más cerca el universo; donde puedo meditar.
Pero, como cualquier hombre, debo salir a la calle para buscar el pan de cada día. Cuando estaba vivo mi papá yo no me preocupé por algo más. Él llevaba el pan a la mesa.
El viento es juguetón y atrevido. Sin ningún empacho nos envuelve y como si fuese un viejo amigo nos abraza con su abrazo de oso. Es así porque el viento es un niño acostumbrado a andar por las plazas, por los patios de todas las escuelas, por todas las frondas y ramas de los árboles. A veces he intentado ser como el viento, pero apenas salgo a la calle me conmueve el mar de afuera y reculo.