sábado, 24 de mayo de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO TIENE TOLERANCIA
Querida Mariana: ahora todo mundo pide tolerancia, a pesar de que hay situaciones que son ¡intolerantes! ¿Hay que ser tolerantes ante el abuso sexual contra los niños? ¡Por supuesto que no! ¿Hay que ser tolerantes ante la homosexualidad? ¡Por supuesto que sí! Parece que el principio de la tolerancia radica en el respeto al otro. Si dos muchachas bonitas están enamoradas ¿qué daño provocan a un tercero? ¡Ninguno! El otro debe ser tolerante. Mi tía Enriqueta decía, mientras regaba las plantas en el jardín: “que cada quien haga de su culo un papalote para que vuele por donde quiera”. Si esas dos muchachas bonitas están de acuerdo en colgar sus nubes en el colgadero tierno de sus pechos ¡qué bueno que lo hagan a la luz del sol y con el viento de frente! Lo que sí es inadmisible es que un viejo asqueroso, valiéndose de chantajes, atente contra la dignidad de un niño de once años. Todo es válido, siempre y cuando el otro esté de acuerdo. Y la elección sólo aparece en el instante en que el ser humano tiene la capacidad de razonamiento y de decisión.
La tolerancia tiene límites bien establecidos. La tolerancia exige respeto al otro. Ahora, el sistema educativo pide (sin decirlo así) tolerancia ante la irresponsabilidad de los alumnos. Va más allá, pide tolerancia ante la grosería. ¿Es justo? No lo creo.
Siempre llama mi atención cómo hasta el tiempo (en México) se vuelve materia de tolerancia. En las escuelas y trabajos hay una figura simpática pero dramática: “los minutos de tolerancia”. ¿A quién se le ocurrió tal “genialidad”?
Mi tío Samuel me platica que, en su primer viaje a Alemania, un guía lo acompañó hasta un andén y le dijo que a tales horas con tantos minutos el tren eléctrico se detendría justo ahí para que abordara. Mi tío no salía de su asombro cuando vio que la puerta del tren se abrió a la hora indicada, ni un minuto menos ni un minuto más. ¡Dios mío, qué diferencia con nuestros arcaicos y deshonestos sistemas de transporte!
Acá en Comitán nunca sabemos a qué hora pasarán los autobuses urbanos. Acá los choferes son tan “simpáticos” que alteran las rutas. De pronto, el chofer pregunta: “¿alguien va al panteón?”, y si nadie dice “¡yo!”, el compa altera la ruta y ya no pasa por el panteón. Mi Paty, el otro día, preguntó qué pasa con el pasajero que está esperando el autobús en el panteón. Ahí se puede estar minutos y minutos y minutos sin que uno de los famosos camiones aparezca. ¿Cómo ser tolerante ante tal irresponsabilidad?
Ahora que escribí lo del panteón veo que también es gracioso lo que el chofer pregunta: “¿alguien va al panteón?”. Podría ser el inicio de un cuento. Un personaje podría levantar la mano y decir “yo, yo voy al panteón”. El conductor se detendría ante la puerta principal y el hombre, con la piel ceniza, bajaría y caminaría por en medio de las capillas hasta llegar a su tumba (ya sé, es una historia mamila, pero es un mero jueguito).
Dicen que ahora en la ciudad de Tuxtla, por el arreglo de calles, la gente pierde mucho tiempo en el traslado. El gobierno determinó “treinta minutos de tolerancia en la entrada al trabajo en oficinas gubernamentales”. Se entiende la necesidad de la medida. ¿De veras? En el Facebook alguien señaló que quienes llegan tarde ¡son los mismos! Los mismos quienes, sin arreglo de calles, de por sí llegan tarde. Sí, esto es práctica común. Los alumnos que en las escuelas llegan tarde ¡son los flojos de siempre! Los alumnos que reprueban ¡son los flojos de siempre! Los que, siempre, ¡Dios mío!, exigen tolerancia. ¡Ay, qué país tan tolerante es nuestro país!
Me gustan los trabajos que son intolerantes con el tiempo. Me gusta la radio, por ejemplo, que exige puntualidad. Los programas empiezan siempre a la hora, porque existe algo que se llama respeto a la audiencia. Los escuchas de radio IMER-Comitán saben que el día jueves, a las 3 de la tarde, comienza el programa “Salud sin fronteras”, con el doctor Joaquín Ramírez. En punto de la hora inicia el programa.
Me gustan los bancos, porque a las ocho y media comienzan a laborar. A veces camino por la banqueta de Banamex y veo una fila de cuentahabientes. A las ocho con treinta, en punto, se abren las puertas del banco. La gente hace fila frente a las ventanillas que ya están abiertas. ¿Minutos de tolerancia? ¡Ninguno! El personal del banco (lo he visto) llega, mínimo, con treinta minutos de anticipación. El personal dedica esos minutos a prender la computadora, a arreglar los papeles y a “abrir” la ventanilla.
Estas dos instituciones (solo como ejemplo) están comprometidas a funcionar como funciona el Sistema de Transporte Público Alemán que conoció mi tío Samuel.
Acá, Dios mío, ya nos malacostumbramos a dar “tiempo de tolerancia” a todo. Ya te conté que un día recibí la invitación de un amigo para asistir al guateque que organizó con motivo a su cumpleaños. La tarjeta decía: “2 de la tarde”. Llegué a las dos a un salón de fiestas, por el rumbo del Club Campestre. ¡Dios mío! Nadie había. Ni siquiera el del cumpleaños para atender a sus invitados. Y no estaba mi amigo porque sabía, perfectamente, que nadie llegaría a esa hora (bueno, bueno, sólo el despistado de Molinari). Entré y me puse a platicar con un marimbista. Ya te conté que ese retraso lo convertí en un prodigio, porque le pregunté al marimbista cómo era el contrato. “Por hora”, me dijo él. Los habían contratado para que tocaran a partir de las dos. “¿Y luego? -le dije- por qué no tocan. Ya son más de las dos”. ¿Qué creés lo que me dijo? Lo que diría cualquier persona: “No hay nadie”. Y entonces fue cuando Dios me envió una chispita de luz y dije: “¿Y yo quién soy?”. Entonces, ¡oh, prodigio de Santa Cecilia!, le dijo a sus compañeros que se reventaran la primera. Fui a la mesa de bebidas, me serví un poco de agua, me senté en una mesa redonda, debajo de una gran sombrilla, di gracias a Dios y oí cómo somataban la marimba de manera bella y cachondona. Mis pies, debajo de la mesa, se movían como sapitos contentos.
Los actos culturales siempre comienzan tarde. Se da “tolerancia” para que llegue la gente. Y la gente llega treinta minutos después de la hora convocada (cuando llegan).
Uno tendría que ser intolerante ante la impuntualidad.
Me gustan los aeropuertos porque veo gente que corre, como venado en redada, por alcanzar su vuelo. Las aerolíneas, por esto, exigen estar en el aeropuerto una o dos horas antes para documentar el equipaje. Ya luego de documentar las maletas, el viajero puede leer el periódico o un libro mientras toma una taza de café o una cerveza. Mientras llega la hora de abordar, el viajero puede curiosear en las tiendas de regalos o ir al sanitario o caminar de un lado a otro de las salas viendo cómo el mundo de los viajeros es diferente al del mundo de afuera. En los aeropuertos todo tiene una cara de mayor intensidad. Ya dije que están los que llegan tarde (los mismos que llegaban tarde a la escuela) y están los que (benditos) llegan con todo el tiempo del mundo a su favor y dejan que el mismo tiempo se deslice lento, a paso de ardilla, hasta en tanto llega la hora de que su avión se deslice como avestruz sobre la pista.
En los años setenta, Romeo Torres Ventura laboraba en la primera emisora de radio que hubo en Comitán: la mítica XEUI. Él acostumbraba decir una cita acerca de la puntualidad que, más o menos, iba por esta liana: “la puntualidad es cortesía de reyes, obligación de caballeros y costumbre de personas de buena educación”. Ahora, ¡qué pena!, muchas personas son impuntuales. Entiendo que en nuestro pueblo carecemos de reyes y de sapos que se convierten en príncipes, por lo que lo primero nunca correspondió a Comitán. Pero, lo segundo y tercero sí tenían cabida. Hubo un tiempo (aunque ahora ustedes, niñas bonitas, no lo creen), hubo un tiempo en que los hombres eran caballerosos (ahora son simples osos). Hubo un tiempo en que los hombres acudían puntualmente a una cita. ¿Ahora? ¡Qué risa! Ni son puntuales los hombres ni puntuales las mujeres. He visto en el parque central cómo las muchachas bonitas se entretienen en bobear en sus celulares mientras el galán aparece. ¡Cómo permiten que los chavos sean impuntuales! ¿También en el amor existe eso de “minutos de tolerancia”? Y hubo un tiempo, ¡de veras!, en que la gente tuvo buena educación y tenía a la puntualidad como costumbre. ¿En qué momento se desbarrancó la puntualidad? No lo sé. Pero fue en algún momento en que el maestro pensó que era bueno dar “diez minutos de tolerancia” al pobre alumno que caminaba desde El Cenicero para llegar a la escuela. Cuando todos los alumnos se enteraron de que existía ese cachito de tiempo en el que la zona del retardo ya no existía, también el alumno que vivía en el centro de la ciudad lo aprovechó y, ¡el colmo!, también lo aprovechó el alumno que tenía su casa al lado de la escuela. Desde entonces la costumbre de la puntualidad se fue al albañal y todo mundo comenzó a llegar tarde.
Me gusta el cine, porque la función inicia a las cuatro en punto.
Me gustan las instituciones donde se respeta el tiempo del otro.
Yo, mi niña, vengo de otro “tiempo”, vengo de un tiempo en que había respeto por el tiempo del otro. De un tiempo en que se sabía que el “tiempo es oro” y uno no debe desperdiciarlo. Mi papá decía: “el tiempo perdido, los santos lo lloran”. Ahora creo que no sólo los santos lo lloran, también los blue demons y los mascaritas sagradas (sí, lo sé, me paso de mamila). El tiempo se diluye como granizo expuesto al sol. El tiempo se nos va. Y ahora, qué tonto, se nos va en tolerancias. No acudir a tiempo al compromiso laboral es una grave falta. A veces he visto en las oficinas gubernamentales que los empleados acuden con retraso hasta de media hora. Ah, pero eso sí, a la hora de salida, desde media hora comienzan a “cerrar” el changarro, para preparar sus cosas. La hora de salida no tiene tolerancia. Todo mundo “vuela”.
¿Qué sucede con los pocos hombres y mujeres que aún tienen la educación de ser puntuales? Los impuntuales les hacen perder su tiempo. Esto es una grave ofensa. Quienes acuden puntualmente a un acto cultural, por ejemplo, pierden minutos valiosos de su vida, porque “hay que dar tolerancia a los impuntuales”. ¡Esto es un absurdo! Sería maravilloso que todo comenzara a la hora programada, pero acá en Comitán no es posible. Ya nos acostumbramos a la impuntualidad y, en intento estéril, pensamos que el tiempo es como un reloj de Salvador Dalí que puede estirarse como una melcocha. Idea inútil, mi niña bonita. El tiempo es como una piedra, absurda, pesada. El tiempo no regresa.
Pero, ¿de veras el mundo pierde siendo tolerante con los flojos? En el aula, tolero el retraso de alguien que, por algún motivo extraordinario, acude tarde a una clase, pero soy intolerante ante el flojo consuetudinario. Ya dije, por lo regular, quien llega tarde ¡siempre es el mismo, el güevoncito! El mundo pierde porque soy un convencido de que un minuto en la vida puede hacer la diferencia. Si leo un poema en voz alta al inicio de clase, puede ser (así ha sido, así es y así será) que un alumno sea tocado con la luz de la poesía y a partir de ese instante cambie su vida para bien. Un minuto es la diferencia en todo.
Ya imagino al sol pidiendo sus diez minutos de tolerancia para salir cada mañana; ya imagino a la tierra pidiendo tolerancia ante la vuelta al sol. ¿Imaginás el desmadre que se haría en el Universo? Bueno, pues esto es lo que sucede en nuestra vida cotidiana. No lo apreciamos en toda su complejidad, pero el güevón provoca que se altere el ritmo de la vida y que la sociedad sufra “atrancones”. Todo porque alguien, algún día, exigió su derecho a “diez minutos de tolerancia”.
Posdata: para no perder el tiempo comparto una doble alegría. El Maestro Julio Avendaño Tovar recibió un reconocimiento, firmado por el Presidente de la República, por cuarenta años de servicio educativo; y el Maestro Alejandro M. Utrilla Alvarado, el día 2 de junio, será aceptado como Académico de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, primera Sociedad Científica en América. Para expresar júbilo debemos ser intolerantes ante el regateo. Seamos generosos con estos dos paisanos y les manifestemos nuestra alegría por no desperdiciar el tiempo que Dios les concede. ¡Larga vida para ellos!