sábado, 3 de mayo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL CHINCULGUAJ Y DEL CHENCULGUAJ





Querida Mariana: Raúl Espinosa dijo el otro día que los tres más grandes anecdotistas de Comitán, de los tiempos más recientes, son: Óscar Bonifaz, doña Lolita Albores y Armando Alfonzo. La semana pasada acudieron anecdotistas de la región. En el Teatro Junchavín se efectuó el acto cultural llamado “Los más mero lek” (es decir, los más fregones dentro de los más fregones). El teatro estuvo lleno de personas que disfrutaron de las ocurrencias de contadores de anécdotas de La Trinitaria (contadas por Lucrecia Guillén Alvarado, Raúl Gordillo y Francisco Javier López Hernández, el famoso “gorrión”, de la radio Brisas de Montebello); de Las Margaritas (Armando Pérez López, Rodolfo Salazar García, Rodolfo Salazar García y Absalón Hernández Gordillo, el famoso “Nolaska”); y de Comitán (contadas por Julio César Robles Solís, José Antonio Alfonzo Pinto, Héctor Castellanos, Anita Castellanos de Baca, Raúl Espinosa Mijangos y Eduardo Tovar Avendaño). ¿Mirás? Puro mero lek. Un compa preguntó qué significaba mero lek. Los estudiosos explican que es una voz tojolabal que significa “bueno, bien”, por eso cuando alguien hace algo fregón se dice: “quedó mero lek”.
En nuestro pueblo usamos muchas palabras que vienen del tojolabal. El nombre de la gaceta oficial de la Dirección de Cultura del Ayuntamiento de Comitán, “kujchil”, es una palabra tojolabal y se usa para nombrar el rebozo con el que las mamás cargan a sus criaturitas. Otra palabra que es muy conocida es “chinculgüaj” con la que denominamos esas sabrosas tortillas rellenas de frijol. Aunque, Rodolfo Salazar García, quien es Cronista de la Ciudad de Las Margaritas, dijo que la forma correcta es decir “chenculgüaj”, a lo que Chusito, técnico del Teatro, comentó: “Pucha, entonces a partir de hoy diré chengada”.
En Comitán la anécdota picaresca tiene un sitial de honor. La gente disfruta creándolas y recreándolas. La anécdota brinca a la hora de la reunión. Basta que dos amigos se sienten en la sala o ante la mesa de una cantina para que aparezca la anécdota. Por lo regular la anécdota tiene su clímax al final. Todas las palabras se bordan para llegar a un final de fuego artificial que, a su vez, detona la carcajada en el escucha. El otro día, la Licenciada Andrea Coronel, compañera de trabajo, subió al Facebook el siguiente cerillito que alumbra el rostro de medio mundo de Comitán:
-¡Mamá, el pan ya no sirve!
-Pues componelo.
…y así, amiguitos, es como se inventó el pan compuesto.
¿Mirás qué sencillo y qué genial? Al final terminás con una sonrisa pegada en el rostro y con un hilo de luz untado al corazón.
Los contadores de anécdotas tienen, entre otros atributos, el mismo don que poseen los escritores: el don de observar más allá del horizonte. Además, un contador de anécdotas debe tener una gran memoria. Los que tienen memoria García Márquez no sirven para contar anécdotas. Y digo memoria García Márquez porque ahora, ahora que murió el gran escritor, se sabe que en los últimos años de su vida le dio el Mal del olvido. Como si fuese personaje de su novela Cien años de soledad su memoria entró en un remolino de niebla. ¡Qué friega! ¿Podés imaginar qué siente un hombre que radica mucho de su fuerza en la memoria cuando se percata que ella se va al albañal? No puedo imaginar cómo un hombre comienza a darse cuenta de la pérdida de la memoria. Vos sabés que yo siempre he tenido muy mala memoria, así que si algún día me ocurre lo que le ocurrió a don Gabo no extrañaré mucho. Apenas hace dos o tres días me ocurrió algo que hacía tiempo no me ocurría. ¡Olvidé dónde dejé el auto! Hace muchos años, en la ciudad de México, olvidé dónde había estacionado mi auto. ¡Dios mío, en la ciudad de México! Llegué apurado a la colonia Roma, estacioné el carro y, corriendo, fui a la Universidad del Valle de México, universidad donde estudiaba Arquitectura. Recibí mis clases, desayuné en la cafetería, platiqué con los amigos y, al salir a la calle, me di cuenta que no sabía dónde había estacionado el carro. ¡Ya lo imaginarás! Me pasé más de media hora dando vueltas y vueltas por las cercanías. Llegó el momento que pensé que me lo habían robado (era un Renault que me regaló mi papá, azul, tipo flecha, bien bonito). A punto de ir a la Delegación para levantar un Acta de Hechos (con la esperanza de que la grúa de vialidad lo hubiese llevado) miré mi “azulito”. Pues hace dos o tres días iba a comenzar con tal calvario. Claro, Comitán no es el monstruo aquél y pensé que me sería más fácil hallarlo. Así fue. Lo dejé en el estacionamiento del Súper del Centro, sólo que, como llevaba prisa, no recibí el “tiquet”. Por lo regular coloco el “tiquet” en mi cartera, así sé que dejé el auto en el estacionamiento. ¿Es principio de Alzheimer? No lo creo. Siempre he sido desmemoriado. Ya nací con esta grieta. Por esto (siempre lo he dicho) admiro a quienes tienen memoria prodigiosa. Doña Lolita Albores, por ejemplo. En una ocasión que estuve con la escritora Carmen Boullosa, en las oficinas del periódico Reforma, ella me dijo que Carlos Monsiváis tenía una memoria sorprendente. Yo le dije que en nuestro pueblo, doña Lolita era igual de prodigiosa. Admiro la memoria del Maestro Jorge Gordillo Mandujano. Cuando se topa con un ex alumno lo saluda y le dice su nombre al estilo del pase de lista: apellido paterno, apellido materno y nombres. ¡Ay, prenda! Si me topo con un ex alumno el peor tormento que puede hacerme es preguntar la clásica: “¿Se acuerda de mí? A ver, cómo me llamo”.
En el número más reciente de la revista Proceso están publicados varios testimonios que giran en torno a lo mismo: la pérdida de memoria de Gabo. Por fortuna, a ninguno de nuestros escritores comitecos ni a los contadores de anécdotas les ha dado este mal, el mal que llaman “La peste del olvido”. Hay un testimonio de gran ternura. Cuenta el hermano de Gabo, Jaime García Márquez, que, ya con la memoria muy disminuida, el Premio Nobel se acercó a él y le dijo: “No sé quién eres, pero sé que te quiero mucho” y lo abrazó. ¡Ah, qué bendición! Fue como la última gota en un vaso de agua.
Los contadores de anécdotas deben tener una memoria prodigiosa. No obstante, he visto a varios que, en una presentación en público, llevan un “acordeón”.
Hay una anécdota que la he escuchado en varias partes, pero que acá se la atribuyen a varios comitecos. Una mañana, estaban reunidos varios intelectuales en el café de La Casa de la Cultura (café que ahora ya no existe). Entre ellos estaban Jorge Melgar, Neto Carboney, José Melgar y dos o tres más. Discutían acerca de la vida y de la muerte. De pronto se acercó Romeo (ya olvidé el apellido), se apoyó en el respaldo de una silla y, parado, escuchó la pregunta que lanzó Jorge Melgar: “¿Qué habrá después de la muerte?”. Romeo, como si nada, dijo: “¿después de la muerte? La chalupa, el valiente y ¡lotería!”. La anécdota le da una torcedura a lo plano. Siempre es el lado oscuro de la luna. Por esto, la gente suelta la carcajada, porque el final de una anécdota es lo inesperado. Guayito Tovar cuenta que en un viaje por la Colón a la ciudad de México (cuando los autobuses no llevaban clima ni baño) se sentó al lado de una mujer que se mareó. Ella comenzó a regurgitar, así que viendo que estaba a punto de vomitar le dio una bolsa vacía de pan Bimbo. La mujer tomó la bolsa y vomitó. Guayito abrió la ventana y le pidió la bolsa para tirarla. La mujer amarró la bolsa y dijo: “Ay, no, es la comida de mi cuchito”.
La anécdota es un valor cultural importante de la sociedad. Es casi casi como un guiso con muchas propiedades. Preserva la palabra y conserva los personajes. Acá en Comitán hay muchas anécdotas que cuentan hechos ocurridos a personajes famosos, tanto los encumbrados como los modestos. Se cuenta, por ejemplo, la anécdota “Del deley”, bolito que siempre decía que no era el trago sino la coca la que mataba y, como si fuese un personaje de García Márquez con capacidad de adivinar el futuro, una mañana corrió la noticia de que un camión repartidor de Coca Cola lo había atropellado. El Deley murió de ese atropellamiento, con ello se corroboró que “la coca es la que mata”.
Yo, lo sabés, soy el hombre más simple del mundo. Cuando debo ir (por obligación) a una fiesta me preocupo. ¿De qué voy a hablar con el compa que me toque al lado? Procuro llegar temprano a la cita, voy a la mesa donde está el agua, me sirvo, me acerco a los marimbistas, platico un rato con ellos y cuando ya llegaron dos o tres amigos busco al que cuenta anécdotas. Dicen que mucha gente hacía lo mismo cuando vivía doña Lolita. Esperaban que ella llegara y se sentaban en la misma mesa. Con esto garantizaban una tarde inolvidable, llena de anécdotas, plena de carcajadas. No hay peor cosa que sentarse al lado de un tipo que casi no habla; no hay peor cosa que sentarse al lado de Molinari. Pero, ya lo dije, caso soy tu mudo. Yo me siento al lado de hablantines y así mi carro rueda a la perfección, porque el anecdotista necesita gente que lo oiga y, ¡eso sí!, yo soy el mejor escucha del mundo. Soy tan correcto que cuando asisto a una conferencia busco no sentarme al lado de los hablantines, para que pueda brindarle toda mi atención a quien dicta la conferencia. Es una gran falta de respeto no poner atención a quien habla. A veces, en una conferencia, me ha tocado sentarme al lado de un hablantín que está perdiendo el sentido del oído y cuando habla lo hace en voz alta y todo mundo voltea a ver. Nunca falta el que hace “shhhhht” y a mí eso me da mucha pena, porque no soy yo quien interrumpe. Estos hablantines son como celulares que llaman. Ahora, cuando tengo un festejo con compañeros de trabajo busco sentarme al lado del doctor José Antonio Alfonzo Pinto o al lado del Juez Municipal. ¡Ah, me doy una divertida sensacional! Ellos son grandes contadores de anécdotas, poseen el don de la gracia (esto parece un pleonasmo, pero no lo es, ellos son los más mero leck).
Lo mismo sucede a la hora que somos lectores. Buscamos a los más mero leck de la escritura. Tal vez por esto la obra de Gabriel García Márquez ha sido leída por millones de lectores en todo el mundo. La escritura de Gabo es atractiva. Leer a Gabo es como sentarse al lado de un buen contador de anécdotas. Gabo tuvo la propensión a exagerar. Los anecdotistas exageran también. En toda anécdota hallamos un cierto grado de exageración, algo que rebosa. ¿Quién es el lector que prefiere leer libros aburridos, sosos? ¡No existe! Todo mundo busca lecturas agradables, bien contadas, lecturas que atrapen desde un principio y que no suelten al lector ¡hasta el final! Ahora bien, habrá que decir (para que no haya confusión), una cosa es contar una historia de manera oral y otra contarla de manera escrita. Doña Lolita era muy buena contando anécdotas en las fiestas, en los convivios y en las charlas que dio en muchos teatros, pero falló a la hora de pasarlas al papel. Una anécdota contada de manera oral pierde mucho a la hora de pasar al papel. El contador de anécdotas y el escritor tienen ligas, pero, como dicen los clásicos, permanecen “juntos, pero no revueltos”. Comparten algunos dones, sin los cuales no llaman la atención. Te he contado que tengo una comadre que me cuenta chistes sin chiste. El chiste puede ser bueno, pero ella no posee la gracia para contarla. A ella le gusta contarlos y yo dejo que lo haga. Total ¡es su gusto! ¿Quién soy yo para quitarle su gusto? Claro, al final yo quedo con mi cara de piedra, con mi cara de siempre y ella ríe, ríe y yo pienso “¿de qué ríe?”.

Posdata: no me gustan los festejos. Como estoy acostumbrado a estar solo o siempre estoy con un afecto muy cercano o leyendo un libro, me causa escozor estar en una mesa al lado de gente que, tal vez, espera que yo diga algo. ¿Qué puedo decir? No poseo la gracia de los grandes anecdotistas, no conozco el chisme del día. No me gusta meterme en vidas ajenas. No me gustan los festejos. A veces me toca sentarme al lado de otro ¡que tampoco habla! ¡Ay, Dios mío, qué tormento! No hay peor cosa que estar sentado ante una mesa, revisando los cubiertos, viendo las caras de quienes están al frente. Soporto dos minutos, me levanto, digo que iré al baño, salgo a la calle, tomo un taxi y voy a un parque. Ya ahí saco de entre mi ropa el libro que siempre llevo y vuelvo a ser yo. Vuelvo a ser feliz.