viernes, 2 de mayo de 2014

PARA MATAR EL TIEMPO





“¿Qué hacemos?”, era la pregunta que alguien de la palomilla lanzaba, a las cinco de la tarde. Estábamos en el parque, sentados en los respaldos de las bancas. Teníamos los pies sobre el asiento. Algunos fumábamos. El viento fresco de la tarde se hamaqueaba en las frondas de los cipreses. Las muchachas bonitas pasaban frente a nosotros. Algunas nos miraban de reojo, sonreían, caminaban como codornices; otras nos ignoraban, se hacían las interesantes. Fumábamos. “¿Qué hacemos?”. No había mucho qué hacer. Nuestras opciones eran limitadas: que Jorge pidiera el carro de su papá; que nuestra mamá nos diera dinero para ir al cine y luego ir a cenar al restaurante del Hotel Internacional (siempre pedíamos una orden de tacos dorados y una malteada de fresa). “¿Qué hacemos?”. A veces el demonio nos calentaba el alma y bajábamos al barrio de La Pila y recorríamos la calle donde estaban las muchachas de Tía Maty (algunos hacían trato con las putas y entraban a refocilarse en camas desvencijadas, en cuartos húmedos, con mujeres que no tenían completa la dentadura y que tenían exceso de grasa en la cintura) o íbamos al “Camechín” a tomar unas cervezas, acompañadas con un plato de costillitas grasientas (que Memo decía que eran las sobras de la botana de medio día). Eso era entre semana, porque el sábado no teníamos necesidad de hacer planes. Todo mundo sabía que íbamos al parque a mirar muchachas bonitas, sólo como antesala para ir a las siete a la casa de Jorge a ver la función de boxeo, en la tele en blanco y negro. Jorge tenía una sala especial para ver tele (una sala pequeña donde cabíamos todos los de la palomilla). Sus papás de Jorge siempre fueron muy tolerantes y no ponían nada en su corazón cuando miraban que Jorge pasaba por la sala con el six de cervezas heladas (jamás nos emborrachamos, tal vez por esto su línea tolerante).
Ahora extraño ese “¿Qué hacemos?”. Lo extraño porque ya no me lo planteo. Tiene años que no sé lo que es el tedio. Siempre tengo mucho qué hacer. No padezco el síndrome del desasosiego, ni tengo el apresuramiento de muchos de mis amigos que corren detrás de sus ideales. Yo estoy sosegado y laboro en la medida de mis capacidades y de mis compromisos. Camino paso a paso. Pero así como tengo muchas nubes para colgar en todos los lazos del patio, así también ya no tengo tiempo para sentarme en las tardes sin hacer más que mirar a las muchachas bonitas. Javier va todas las mañanas al café de once a una y sigue mirando lo que pasa en el parque; Jorge lo hace desde el mostrador de su ferretería, cuando paso por la calle levanto la mano, lo saludo, miro que él, recargado sobre el mostrador, sigue en espera de que lleguemos y digamos “¿Qué hacemos?”. Quique va al Ojo de Agua y, desde ahí, con una cerveza en la mano, con el agua hasta el cuello, mira las montañas que circundan a Santa Lucía. ¿Qué hace Miguel? Miguel murió hace muchos años, ya nunca sabremos qué hace en las tardes, en las tardes en que nosotros quisiéramos reunirnos e ir al parque a sentarnos sobre los travesaños de madera de las bancas del parque central de Comitán.
Cuando llegaban las nueve de la noche, todos dejábamos de hacer la pregunta. Sabíamos que era hora de ir a casa. Esto entre semana, porque el sábado, a las nueve de la noche, seguíamos viendo la función de boxeo en una tele en blanco y negro, en una sala pequeña, tomando cerveza de bote.