sábado, 17 de mayo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY MÁS CIELOS



Con un respetuoso abrazo para el Presidente Municipal,
por su cumpleaños.



Querida Mariana: Romeo dice que empleo la palabra nube con frecuencia. A veces se burla y dice que me creo cielo. Tiene razón, ¡me gustan las nubes! En realidad, más que ver el piso me gusta ver hacia arriba. Y me gustan las nubes porque matizan el cielo. Los comitecos presumen el cielo azul, limpio, sin nubes. A mí me gusta más cuando tiene nubes. Y me gustan las nubes porque de ellas se desprende la lluvia. Como nunca he sido ducho en física aun no entiendo muy bien el proceso de la evaporación y de la condensación. Aun no logro explicarme bien a bien cómo es que la nube carga tanta agua, como si fuese carro cisterna, y cómo, en un momento impredecible, abre su panza y, en sorprendente cascada, bota su carga.
Hay oficios de altura. Dan temor. Los albañiles, a veces, deben andar trepados en andamios y en tejados. En estos tiempos se ven algunos albañiles trastejando, en previsión de las lluvias, que, parece, se adelantaron. A veces pienso en los hombres y mujeres que deben limpiar los ventanales de los edificios; pienso en esos hombres y mujeres que, mediante canastillas colgadas desde la azotea del edificio, se balancean en el vacío. A veces pienso en los hombres y mujeres que trabajan en aviones que viajan a Europa. ¿Cuántas horas pasan “caminando” arriba del cielo? Entiendo que hay instantes en que olvidan que están por encima del suelo. ¿De qué otra manera puede vencerse la sensación incómoda de la ingravidez? Sé que ellos cuando terminan su labor y regresan al piso sienten un alivio. No debe ser cómodo estar todo el día como globo de Cantoya o como papalote. Conozco amigos que padecen acrofobia y no soportan estar tantito alzados del suelo. Cuentan que un famoso escritor (iba a escribir el nombre de Juan José Arreola, pero tal vez no sea el protagonista) temía las alturas y una noche lo invitaron a dar una conferencia en el décimo piso de un edificio. La gente debió bajar hasta el estacionamiento (que se encontraba a un nivel debajo del piso). A mí no me gustan las alturas, pero sí me gusta ver para arriba. Una cosa sublime es tirarse en el piso, colocar las manos debajo de la nuca, y mirar el cielo; ver cómo las nubes pasan sin prisa, sin rumbo, sin amontonarse, sin provocar embotellamientos.
No me gusta mojarme. No soy de esos que disfrutan la lluvia ¡mojándose! No. A mí me gusta la lluvia ¡de lejitos! Me gusta verla, a resguardo; verla a través de cristales, por ejemplo. No rechazo un té de limón, bien calientito; ni rechazo una mecedora de madera de cedro frente a un balcón en una casa en lo alto de Comitán, viendo cómo la lluvia se desgrana en todo el valle. Es maravilloso ver cómo las nubes (a veces iluminadas por líneas de fuego) cesan su movimiento y se estacionan, bajan su pantaleta, se acurrucan, abren sus piernas y sueltan el chorro de agua bendita. Mi tío Lucio (también adorador de la lluvia) decía que todo sería perfecto, si lloviera sólo por las noches y sólo encima de las milpitas. Pero la vida no es así. La lluvia es jodona. Se suelta, como chucho travieso, a la hora menos pensada, a la hora que los niños salen de las escuelas; a la hora que la novia sale de casa con su vestido blanco impecable; a la hora que el abuelo está dormitando a mitad del patio en su silla de ruedas, a la hora que el hombre de la jerga (dije jerga), con un trapazo, indica que ya terminó de lavar el auto. La lluvia es jodona, pero necesaria (diría Margot); casi como todas las cosas de la vida.
Lupita Albores me hizo famoso por cinco minutos. Me hizo una entrevista que se difundió en La Hora Nacional, hora en que todas las emisoras de Chiapas se “encadenan”. Romeo dijo que ahí pronuncié la palabra nube varias veces, casi casi como si no supiera otra palabra. Dice que dije que parte de mi oficio era pepenar cascaritas de nubes. ”¿Cómo nubes en el suelo?”, me dijo, mientras esperábamos un autobús urbano en la parada de la esquina de Banamex. ¿Qué no las nubes están en el cielo?, reclamó. Sí, pareciera un contrasentido, pero a los seres humanos no nos queda más que pepenar nubes; no nos queda más que, como empleados de limpia del Ayuntamiento, sacar las pinzas, recorrer las calles y pepenar nubes. “¿Es una metáfora?”, preguntó, mientras subíamos al camión y él pagaba. No, le dije, es algo real.
Recuerdo que uno de los cuentos que mi mamá contaba cuando yo era niño era el cuento del pollito que corría alarmado por todo el gallinero gritando “¡el cielo se está cayendo!”. El cielo, lo saben los adultos muy bien, se cae de vez en vez.
Tal vez vos nunca has oído el cuento del pollito, porque los cuentos de hoy son diferentes. Un pollito andaba picoteando la tierra cuando sintió algo en la cola. “El cielo se está cayendo”, le dijo a la mamá. “¿Cómo lo sabes?”, preguntó la mamá y el pollito dijo que un pedazo le había caído en la cola. No sólo fue con la mamá, corrió por todo el gallinero y le dijo al gallo, éste, como en teléfono descompuesto, fue con el pavo y le contó, el pavo fue con el ganso, el ganso fue con el cuch, el cuch fue con el conejo. Pasaba por ahí la zorra (que es un animal muy astuto) y al oír el temor de los animales les dijo que les prestaba su cueva para que se resguardaran. Allá fueron todos los animales, moviendo sus patitas. El pavo y el ganso con el culito parado. Cuando la zorra los vio adentro se relamió y pensó en la buena cena que se iba a dar. Sólo el chucho no entró a la cueva. Cuando el pollito sintió otro pedazo en su colita corrió a dar aviso, pero se dio cuenta que era una hojita de un árbol lo que tenía sobre su cuerpo. Entonces avisó que no era el cielo que se caía y el chucho obligó a la zorra a liberar a los demás animales.
Así aprendí que el cielo no se cae. Ahora sé que el cielo no necesariamente está “arriba”. Si la tierra es como una naranja que flota en la inmensidad del universo no existe ni arriba ni debajo ni a los lados. El cielo es una mera representación mental. La hoja del árbol cae por la fuerza de atracción, no porque esté “arriba”. Las nubes sueltan su agua hacia la tierra por la misma razón. Bueno, esto ya nos lo explicó Newton una tarde que estaba debajo de un árbol y le cayó una manzana (Newton era casi casi el pollito del cuento). Newton no corrió y salió gritando “el cielo se está cayendo”. No, él razonó y elaboró la Ley de la Gravedad: todo es atraído al centro.
Pero, como nosotros estamos parados sobre el piso y miramos cómo cae una hoja o una piedrita desde lo alto de una azotea, llamamos cielo a lo que vemos arriba de nosotros. Ahí, en el cielo, están las nubes que se abren para soltar su lluvia.
Los Newton del mundo hacen la ciencia; los pollitos son quienes hacen el arte. Quien razona ¡explica el mundo!, quien lo imagina ¡crea otra posibilidad de mundo! Ambas “especies” le hacen bien al mundo. Si no fuera por los Newton este mundo no tendría la tecnología que posee; si no fuera por los pollitos del mundo éste sería más simple, menos afectuoso.
En el cuento del pollito hay más de una lección. Cuando el pollito se da cuenta que es una hojita lo que cayó sobre su cuerpo todo regresa a la normalidad. Es una pena admitirlo, pero en ese instante el pollito se convierte en pollo, deja de ser niño, deja de jugar. Cuando el pollito cree que lo que está sucediendo es el colapso del cielo, el mundo se vuelve interesante.
Yo, querida Mariana, nunca he dejado de ser pollito. Parece que los creadores deben creer que sí es posible que el mundo se caiga. Los adultos dicen que esto es imposible, pero (insisto) yo he visto cómo a veces a mucha gente se le cae el cielo, se le cae con tanta brutalidad que no pueden levantarse y los vemos arrastrándose, cargando esas losas sin peso que son nubes ya sin agua. Porque, debo confesarlo, las nubes son bellas por lo que contienen. Son casi casi como mujeres embarazadas. La mujer embarazada siempre es vista con afecto por la bendición que llevan en sus panzas. Bueno, pues lo mismo sucede con las nubes. ¿Cómo no decir que es una bendición una nube panzona con su carga bendita? Además, las nubes panzonas son las más bonitas. Tienen tonalidades que van del blanco blanquísimo (casi lavadas con jabón Ace) hasta el gris moho de tumba.
Me gustan las nubes porque todas son inéditas. Igual que los seres humanos no hay una sola nube que se parezca a otra. A veces, el cielo de Comitán está limpio de nubes, es como una sábana recién lavada y planchada: impoluta (dije impoluta). Pero, de pronto, sin aviso previo, una nube aparece, viene de por el rumbo de La Ciénega, por esto la confundimos con una parvada de garzas. Llega sin la alharaca de las cotorras. Llega tímida. Es como un tren blanco que no pita. Avanza lento, como danta invisible. ¡La nube enriquece el cielo comiteco, le da vida! A mí no me gustan las camas bien tendidas, me producen un vértigo como de hospital donde la cama vacía significa que el enfermo ya no está. ¿Se curó? ¿De veras? ¿Murió? En cambio, las camas que están “destendidas”, las que amontonan montoncitos de sábana medio percudida, algo húmeda, dicen que ahí está la vida. Casi casi puedo ver los ácaros y los celebro, como celebro la aparición de las chicharras y de los tzizimes en esta temporada de lluvia. Las nubes son como los ácaros ante la presencia del cielo bien tendido, sin mancha. Las nubes tienen la función vitalísima de manchar las nubes, de darle vida a ese telón de fondo. Por esto, las imágenes del espacio son aterradoras. Líneas arriba escribí que hay muchos oficios que se dan en las alturas: hombres que cambian los focos de las lámparas públicas; hombres que podan los árboles en los parques; mujeres que sirven las cervezas en los aviones que viajan a Europa; hombres que limpian cristales en los edificios altos. Hay mil oficios de “altura”. Oficios que provocan mareos en hombres y mujeres que odian las alturas. A mí me aterra la altura (en todos los sentidos). Procuro no subirme a algún ladrillo, procuro mantenerme, siempre, con los pies bien puestos sobre el piso (aunque este piso sea de tierra y no tenga alfombras rojas o de cualquier otro color). Nací en el piso, crecí en el piso. Los mejores momentos de mi vida los he pasado en el suelo. Los juegos más emocionantes los he tenido en el piso; desde el juego de canicas hasta el juego de palabras que son como aire, como caricia, como cordel de papalote. Así como no sé nadar ¡no sé volar! Vuelo mucho, pero con la imaginación, siempre con los pies bien sembrados en el piso.
Uno de los momentos cumbres de la literatura latinoamericana es cuando asciende un personaje femenino de Gabriel García Márquez. La mujer comienza a volar a la vista de todos, se eleva, se pierde en medio de las nubes, desaparece para siempre en la infinitud del cielo. Los lectores aman la imagen literaria. Yo la odio. La odio porque no me gusta que la gente se evapore, como agua. Sé que si el agua no se evapora las nubes no se forman y no llueve. Pero a mí no me gusta que la gente cercana se evapore. Me gusta que mis afectos estén a mi lado, con los pies bien puestos sobre la tierra.
Remedios, la bella, estaba agarrada de una sábana. “Un suave viento de luz” apareció y Remedios comenzó a levitar, como si fuese una hoja seca, como si fuese una brizna de juncia. Remedios se perdió en la infinitud del cielo. Así sucede en la novela de García Márquez. Así sucede en la vida. A veces estamos al lado de un afecto y vemos que una sábana de miedo la envuelve, precisamente a la hora que un ventarrón hamaquea los árboles y cierra de golpe todas las puertas y postigos de madera. Nuestro afecto es aventado contra el cielo y se estrella contra el cristal húmedo de la Nada. El afecto desaparece para siempre. Se vuelve un mero referente histórico en la memoria, un mero clavel marchito, una simple sonrisa de agua podrida. Por esto, querida mía, no me gusta la altura. Me gusta ver el cielo y las nubes, pero de lejos, desde mi atalaya de tierra, desde mi punto de observación cercano a mi cueva.

Posdata: benditos los Newton del mundo, pero más benditos los pollitos que dan cuerda a la imaginación. Los pollitos son los que escriben los cuentos y las novelas que los lectores disfrutan. No siempre son hojitas las que caen sobre el cuerpo de un pollito, a veces (más seguido de lo que pensamos) es el cielo que se cae, que se cae en fragmentos. Por esto me gusta pepenar cascaritas de nubes. Las encuentro en las calles y en los patios y en los parques de Comitán. Me gusta ver el cielo. Me gusta verlo de lejitos, con los pies bien puestos sobre el piso.
Cuando Romeo y yo bajamos del autobús, él se detuvo, vio hacia arriba y dijo: “Tenés razón, las nubes son bonitas porque son como gordas húmedas”. El cielo de Comitán estaba lleno de nubes. Iba a llover. Nos apuramos.