lunes, 30 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE HACE UN CAMINITO
Las hormigas hacen caminitos. Las hormigas son más que los hombres. Los hombres hacen caminos, también, pero los hacen para que transiten los autos. Las hormigas (más sabias) hacen caminos para que transiten ellas. El espectador ve que las hormigas no sólo hacen un camino sino que ellas mismas son el camino. Los niños, en el jardín, se sientan sobre el pasto y ven cómo las hormigas forman un camino. Van una tras otra, en un incesante movimiento. Ningún mortal puede explicar bien a bien el comportamiento de las hormigas. Por esto, los humanos se enojan y, sin razón aparente, juegan a joder a las hormigas, les echan agua hirviendo en sus cavernas, les borran el rastro para que ellas se confundan. Nada logra el ser humano contra las hormigas, porque desde que el mundo es mundo ellas son las dueñas de extensos territorios sin necesidad de un acta notarial.
En la foto se ve una imagen inusual. Las hormigas juegan a hacer un caminito, pero lo hacen adentro de una impresora con escáner. Un día, alguien (una muchacha bonita) subió la tapa de la impresora para escanear un documento, un documento importante, por supuesto, un título universitario. Se sabe que los hombres y mujeres sólo hacen acciones importantes. Si hacen un camino lo hacen para que sus autos se desplacen con gran velocidad. En cambio, las hormigas (seres inferiores) hacen caminos para cargar hojitas verdes. ¡Qué bobera!, dicen los hombres. Los hombres cargan troncos de enormes árboles que talaron en la selva. Las hormigas, qué bobas, sólo cargan hojitas verdes, hojitas secas.
La muchacha bonita, apurada como siempre, colocó el documento sobre el cristal y bajó la tapa. “Le dijo” a la computadora que escaneara el documento, pero el escáner no cumplió la orden. La muchacha se molestó tantito, porque se sabe que las máquinas fueron inventadas para seguir las instrucciones al pie de la letra. La muchacha hizo dos o tres intentos más, pero la máquina se rebeló a ejecutar la acción. Llamó a un amigo y le explicó. El muchacho, con cara de experto de la NASA, subió la tapa y vio lo que acá se ve. “¡Ya viste!”, dijo. La muchacha, entonces, se acercó y, con cara de experta en fuegos de artificio, dijo: “¡Qué onda!”. Y con esta expresión denotó su asombro. El asombro de ver cientos de hormigas (con huevitos incluidos) haciendo caminitos adentro del escáner. ¡Qué onda!
Cualquiera diría que esto es como hallar una cola de ratón adentro de una hamburguesa. ¿Cómo decirles a los fabricantes de esta Epson que su máquina ha sido invadida por cientos de hormigas? ¿Cómo decirles que cientos de hormigas usan esta casa de plástico como su hogar? El lema de EPSON es “Exceed your vision” y en esta ocasión, en efecto, la visión fue rebasada. Cientos de hormigas convirtieron esta impresora en su hogar, ¡su mundo!
Después de la mueca de asombro, la muchacha bonita dijo que eso era un prodigio y llamó a sus amigos y les enseñó esa maravilla natural. Por el momento, la impresora sigue siendo la casa de cientos de hormigas. La muchacha bonita, todas las mañanas, abre la impresora y confirma cómo la población de hormigas se hace más grande. Los huevitos ya son crías y éstas andan de un lado para otro, debajo del cristal del escáner. Ahora, la pregunta es: ¿qué hacer? Un amigo sugirió emplear una aspiradora (koblenz, por supuesto), pero otra amiga (amiga de los animales) dijo que eso era un absurdo y trató de neofascista al remedo de oso hormiguero.
La impresora no funciona, el escáner no funciona. El objeto perdió su vocación. Cualquiera dirá que es una pena, pero la muchacha bonita (dueña del chunche) ya le encontró el lado bonito a la historia y, siguiendo el lema de Epson, ha excedido su visión y dice que la impresora y el escáner siguen funcionando a la perfección y explica: “estoy “impresionada”, miren”, y saca una hoja tamaño corta donde se ve un corazón lleno de luces como caminos hechos por hormiguitas traviesas y cachondas.
domingo, 29 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE UN ÍDOLO
¿Es el medio de transporte oficial de la selección? Puede que esté camuflado, puede que en el interior, debajo de esa lona azul, vaya el ídolo de toda la región: “el frijolito”. Desde hace diez años, el frijolito es el jugador más valioso de la selección de este lado del mundo. Un día, los delegados de la FIFA (Federación Indígena del Fútbol Arrabalero) decidieron que así como México tiene su “chicharito” acá debíamos tener nuestro máximo jugador de juego de pelota maya. Lanzaron una convocatoria para, por un lado, elegir al jugador más valioso, y, por el otro lado, elegir un sobrenombre representativo. ¿Chicharito? ¡No! Dicho apodo no tiene representatividad. ¿Qué tal “frijolito”? ¡Sí, sí, dijeron todos al unísono!
Esta camioneta puede ser el transporte oficial de la selección, pero también puede ser una sencilla camioneta de algún fan del famoso jugador. Nunca se sabe. “El frijolito” se ha vuelto tan famoso que en todas partes es asediado para tomarse la fotografía o para recibir el autógrafo. Los hombres lo persiguen por todos lados, por esto, los envidiosos han propalado el rumor de que su verdadero nombre es “frijoli-ano”, forma despectiva con que es tratado por la afición contraria.
¿Por qué las mujeres no se acercan a frijolito? Muy simple, por el hedor que despide. Cuando los delegados de la FIFA optaron por este jugador y por este sobrenombre lo hicieron con la certeza de que el frijol es el alimento más consumido por la población (después del maíz), pero, todo mundo sabe, el consumo desmedido de frijol provoca gases que no huelen a rosas. El frijolito, nuestro máximo ídolo, consume frijol para tener bastantes proteínas; además, los jugadores contrarios dicen que el famoso jugador aprovecha su ventaja a la hora que está en la zona de anotación.
De acuerdo con lo que se ve en la foto (tomada por un paparazzi) parece que el auto sí lleva al frijolito en su interior, por esto el color rojo y amarillo de la góndola; por esto la camioneta blanca blindada como protección en la retaguardia. ¿Retaguardia? ¡Sí, sí, seguro que es la camioneta oficial de Frijolito y éste va debajo de la lona azul!
sábado, 28 de junio de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL LIBRO ES UN OBJETO CON ALAS
Querida Mariana: dos amigas me obsequiaron libros. Es un poco como decir que me obsequiaron pájaros que vuelan libres en el patio de la casa. Por lo regular, los pájaros están en cautiverio dentro de las casas. Los veo dentro de jaulas. Silban, cantan (en realidad ni silban ni cantan, pero yo traduzco su tristeza de campo de concentración). Únicamente los loros caminan orondos por los patios de las casas. Pero, a los loros les cortan las alas. Los libros, al contrario, no sólo se pasean libres por la casa con las alas extendidas como arco iris, sino que, además, proveen alas. Tienen tanto vuelo que ayudan a volar a los lectores.
Mi amiga comiteca Amelia Siliceo me envió un paquete generoso con libros (incluyó videos). El otro envío fue de mi amiga Mar Pérez, quien hizo el envío desde su tierra: Zapotlán, Jalisco, misma tierra donde caminó Juan José Arreola. Amelia me hizo el envío desde Campeche, tierra (bueno, agua, mucha agua) donde radica actualmente. ¿Cómo Amelia llegó hasta allá? (¿alguien, por afecto, le dice Ame?) ¿Cómo Mar de Jalisco (con nombre de vocación de agua) nació y creció en medio del polvo y de la tierra? Uno nunca sabe cómo se enredan las cuerdas de la identidad y los hilos finos del destino. ¿Cómo llegaron los libros a Comitán? ¿Por aire, por tierra o por mar? ¡Llegaron por aire, por alas!
¿Los libros vuelan? ¿De veras vuelan? No sé, pero una mañana te conté que, como gusano (como tzucumo), un libro apareció en casa. Salí al patio para abrir la puerta de la cochera y me topé con un libro debajo de la puerta de entrada. Era uno de esos gusanos enormes, como vagón de Metro, se desplazaba con sus colores naranja y blanco, lo hacía con calma, con mucha calma. Desde entonces supe que los libros son como gusanos que se desplazan debajo de las puertas y por encima de las ramas. Y (cuenta la leyenda) ya que los gusanos se convierten en mariposas, entendí que, por graciosa metamorfosis, los libros tienen alas, mucho vuelo. Desde siempre ha sido así. Esa vez, Israel, amigo de Villaflores y radicado en Tuxtla, pasó a obsequiarme el libro y lo metió, discreto, afectuoso, debajo de la puerta. Israel sabía que yo lo iba a encontrar e iba a tener la sorpresa que recibe mi mamá cuando sale al patio y encuentra las orquídeas en plena floración.
El otro día dije que si alguien desea regalarme un auto (nuevo, ¡de paquete!) puede guardárselo. ¡No podría vivir con tranquilidad! A mitad de la noche despertaría, lleno de sudor, me incorporaría en la cama, mi Paty volvería la cabeza y, con voz de tubo sin agua, preguntaría qué me sucede. Nada, nada, diría yo, palmeándole la espalda en intento de calmar el aire de la pesadilla. Pero, la verdad, es que sí me pasaría algo. Pensaría en el carro, en que alguien entra a la casa, abre el portón, conecta los alambres que producen la energía suficiente para encender el auto (los delincuentes abren autos en menos de un minuto) y se lo llevaría. Dios mío, ¿qué hace el hombre que descubre que ya no está el auto que dejó estacionado en la calle diez minutos antes, y sólo bajó a comprar dos litros de leche y un paquete de pan Bimbo en el súper? ¿Y si alguien, en la calle, con el carro estacionado, pasa con un clavo y así, sin que alguien se dé cuenta, baja la mano y hace un caminito en el faldón derecho del auto? ¡No, no! Muchas gracias, pueden quedarse con el auto. En cambio sí acepto con gusto, con gran gusto, los obsequios de libros. Acepto los tzucumos con alas. ¿Qué delincuente entra a casa a robar libros? No hay una sola casa de empeño, en México, que acepte libros en prenda. Las casas de empeño “se empeñan” en adquirir oro, oro amarillo (el blanco tampoco es muy bien visto).
Vos sabés que Enrique, siempre que viaja, me obsequia libros. Recibo un mensaje en el celular donde me pregunta si ya leí a fulano de tal. Yo digo que no y él, generoso, tzucumo de toda la vida, compra un ejemplar para mí y, días después, me envía otro mensaje donde me dice que pase con su secretaria.
Los libros andan por todas partes. Del paquete que Amelia me envió ya leí “Puerto libre”, de Ana Romero. ¡Ah, qué librincillo tan disfrutable! Ana (dice la ficha biográfica) nació en Michoacán y con este libro obtuvo el Premio Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada 2011. Ana es una buena narradora. Este libro de cuentos narra una historia de migrantes, desde la visión y voz de una niña, la hija de quien pasa “al otro lado”. ¿Cómo contás a niños una historia de migrantes? ¿Cómo contás una historia tan llena de piedras? ¿Cómo volvés nubes a las piedras? Tal vez hay que hacerlo como lo hizo Ana con este “Puerto libre”.
Mientras ocurría lo que te cuento, pensaba en la maravilla de las alas de los libros. Desde siempre he sabido que el libro no sólo contiene la historia de la lámpara maravillosa y de la alfombra mágica. El libro es una lámpara maravillosa que cancela todas las oscuridades y es una alfombra mágica que lleva a sus lectores a volar todos los cielos (incluso los cielos del infierno). ¿Mirás qué entrecruzamiento de vidas, de piedras y de nubes? En esta brevísima historia confluyeron nubes de Campeche, de Michoacán, de Jalisco y de Comitán. Es un privilegio contar con la amistad de Mar Pérez, talentosa narradora de Zapotlán (nunca nos hemos visto frente a frente, en vivo y a todo color, pero somos cuates desde hace tiempo, porque ella admira a Rosario Castellanos -nuestra paisana- y yo disfruto mucho al leer la obra de Juan José Arreola, su paisano. Nuestro puente han sido los libros). A ella le gustaría tener la fotografía que el otro día subió la poeta Mirtha Luz Pérez Robledo a su muro de Facebook, donde está Arreola en medio de Raúl Garduño, poeta comiteco enormísimo, y de Óscar Bonifaz, quien no canta mal las rancheras en tono de Do. Ahí está Arreola, en un viaje que realizó a Comitán. Tal vez el mismo viaje en el que fue atendido por Prudencio Moscoso, a su paso por San Cristóbal, y donde Arreola compró, en el mercado, una bolsa, pequeña, de chile de Simojovel (creo que para compensar la generosidad de Mar le enviaré por Inbox copia de la foto de Mirtha, total, Mirtha nunca se enterará de este plagio).
Pero no sólo aparecieron Mar de Jalisco, Ame y Ana, también apareció la niña protagonista de “Puerto libre” y su papá y gente de Estados Unidos (cuando su papá cruza “al otro lado”) y gringos cuyo trabajo es impedir que gente de México y de Guatemala y de Honduras y de mil tierras terregosas más traten de cumplir con el sueño americano. Y apareció La Bestia, ese tren de carga que, como chapulín, lleva a cientos de indocumentados sobre su espalda de metal, de metal ardiente (a mediodía) y húmedo y resbaloso en tardes de tormenta. La gente, a mitad del sueño (literal y metafórico), resbala por el lomo metálico y cae y pierde las piernas o los brazos a la hora que La bestia los enreda en las vías. Esta historia cuenta el libro de Ana, pero en medio de tanta mierda, Ana logra, como niña, asomar la cabeza por debajo de la cama y sonreír. Sonreír en medio de tanta niebla ¡es un acierto! Por esto, sin duda, ella ganó el Premio de Cuento.
Ana, desde la tarde en que leí su libro, se convirtió en mi amiga, una amiga cercana. Ella no sabe que ya es mi amiga. A mí no me importa. Tengo cientos de amigos escritores y ellos no lo saben. Es mejor que sea así. No sé qué haría si Tolstoi o Cervantes o Cortázar o Gabriel García Márquez o Sabines (el poeta, el poeta) o Neruda o la Yourcenar o la Munro se aparecieran en mi casa, tocaran la puerta y al abrir yo los encontrara con una bolsa de papel donde asomara el cuello de una botella de vino, quesos, un racimo de uvas y la proa de una baguete. ¿Qué haría si ellos dijeran hola y entraran a casa como Juan por la ídem y se sentaran en esos sillones apolillados, pidieran un sacacorchos y abrieran la botella de vino? ¿Sacaría las copas y trataría de platicar con ellos? ¿Cuál sería la primera pregunta que le haría a Julio Cortázar si éste, ya todo muerto, llegara a la casa? Más vale que Ana no sepa que es mi amiga. Por el contrario, es bueno que Mar de Jalisco y yo seamos amigos, es bueno que ella, de vez en vez (lo hace en forma frecuente) me envíe libros donde aparecen sus cuentos. Ahora, Mar me envió un libro de cuentos que obtuvo el Premio de un concurso realizado en Zapotlán. Mar continúa la tradición maravillosa de contar. Mar es integrante de esta generación que continúa bordando el zarape que bordó Juan Rulfo y Arreola, entre otros. ¿Mirás qué nombres mencioné? ¡Nombres altísimos! ¿Hasta dónde llegarán los barcos de Ana y de Mar? No lo sé. La literatura es un barco que necesita de buen viento para llegar con bien a puerto. La literatura se enfrenta a piratas (como los de Campeche) y a mares llenos de tierra (como las regiones de Los altos de Jalisco). ¿Cómo puede vencerse una tormenta con sólo una pluma y una hoja de papel como escudos? Hombres y mujeres altísimos lo han logrado.
Los libros llegan reptando a mi casa, llegan volando. A veces los encuentro enredados en medio de las plantas de mi mamá, como si fuesen mariposas, como si fuesen colibríes. Por esto, en mi casa siempre (antes que vino) tengo un poco de miel en un bote abierto y un vaso con agua. El agua es porque, a veces, los libros llegan un poco agotados. Y ya lo dice el dicho: a nadie se le niega un vaso de agua, ni siquiera a quien, con buena intención, te regala un auto, en lugar de regalarte un libro.
Siempre pido al Universo que me provea de libros, muchos libros. Leer es la manera más cercana y más fácil que encontré para ser feliz y para ser libre. Por ahora leo a la Yourcenar. El otro día me topé con su libro “Opus Nigrum”, en un súper de esos grandotes y lo compré. Ya comencé a husmear por la vida de Zenón, médico alquimista del siglo XVI. El día que jugó la selección de México contra la selección de Croacia prendí el televisor y le bajé el volumen. Al mismo tiempo abrí el libro de la Yourcenar y dejé que sus alas comenzaran a batir, a llenarme de aire el espíritu. Estaba con un ojo al gato y otro al garabato. En este caso el gato es el libro, es como el gato volador. Así, mientras Chicharito metía un gol yo caminaba al lado de Zenón por un camino que conducía a París. ¿Mirás qué entrecruzamientos? Mientras Chicharito caminaba y corría por un campo del siglo XXI yo acompañaba a Zenón por un camino de la Edad Media. Mientras Chicharito estaba en Brasil yo estaba en Brasil, pero también en Francia. Esta maravilla ubicua sólo lo permite el vuelo del libro.
Mientras la gente camina por el parque yo la veo y leo; mientras la gente mira la televisión yo veo la televisión, veo la gente que ve la televisión y leo; mientras los loros caminan por el patio de la casa mientras la tía Eugenia les da sus galletas remojadas en agua, yo veo los loros, veo a la tía, veo al patio y leo. Mientras el mundo vuela, yo vuelo y leo. Leo siempre. Siempre llevo un libro cuando salgo de casa. El otro día llevé entre mis manos el libro de Mar, de un mar de Zapotlán. Leí sus cuentitos y di gracias al Universo por el prodigio de la mano extendida.
Antes no era así, pero ahora la gente ya respeta mi espacio de lectura. Cuando estoy en el parque y leo, algún amigo se atreve a decirme que ese es el mejor lugar para leer, sonríe y sigue su camino. Mis amigos ya entendieron que la lectura es mi juego. ¿Quién se mete a la cancha e interrumpe al Chicharito a la hora que juega? Los juegos se ven desde la barrera. El que quiere jugar debe ser invitado a la “cascarita” o a la “reta”. Si alguien quiere jugar el mismo juego que yo juego debe comprar su libro y debe sentarse a leerlo en una banca del parque. Algún día sería bonito organizar una campaña en la que muchos lectores lleven su libro, se sienten y lean. Que la gente que por ahí camine vea a cientos de lectores jugando el juego más hermoso del mundo: ¡la lectura! Alguna vez habrá que organizar un Mundial de Lectura donde gente de todo mundo se pase el libro, drible y, con una chilena, anote ahí “en donde las arañas tejen su red”.
Posdata: te quiero, Mariana, no al estilo de Benedetti, “porque NO sos mi cómplice y todo y en la calle, codo a codo, NO somos mucho más que dos”. ¡No! Te quiero porque vos, igual que yo, jugás el juego que yo juego. Vos en tu cancha y yo en la mía. En tu cancha revolotean las alas de tu novio, alas que se enredan en las tuyas y yo lo acepto. Acepto que volés en tu cielo y volés en el cielo de él. Lo acepto todo. Lo único que no acepto es que vos dejés de jugar mi juego, el juego infinito de la lectura. Por esto, igual que Mar, igual que Ame, igual que Enrique, de vez en vez, yo te comparto libros, te doy alas. ¡Volá, volá muy alto! No importa que no volés el mismo cielo que yo vuelo. El mundo es amplio, no importa el cielo, importa ¡el vuelo!
viernes, 27 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE EL GRITO DE UN ESTADIO
Un hombre conduce un auto con precaución, baja al rumbo de San Sebastián. Son las dos de la tarde, hora de esas llamadas pico (sin albur). En Comitán también se producen ligeros embotellamientos (de los automovilísticos, porque de los otros no son tan ligeros). El hombre que conduce el auto va pendiente de su entorno, de que no atraviese un niño por el frente, de que la muchacha que detiene su falda no le gane el viento, de que don José no resbale en esa entrada de coches. El hombre escucha música, música de los años ochenta. De pronto observa (no lo había visto) que el auto de adelante lleva un letrero en el espejo lateral, el del chofer. El letrero dice ¡cotz!
Los comitecos saben que esta palabra es el grito de batalla. Hubo tiempos en que esta palabra aparecía escrita con letras monumentales en las fachadas de las casas de Comitán. Los “abuelos” de los grafiteros actuales las dibujaban en la noche. Aún no existía la pintura en aerosol, así que debían llevar un su pomito con pintura acrílica y, en medio de la noche, sacaban la brocha y el bote de pintura y con trazos rápidos escribían la palabra cotz. Siempre iban en grupo, porque en palomilla es como se disfruta la aventura de la vida.
En la actualidad resulta difícil hallar una fachada con la famosa palabra. Ahora, como en todo mundo, las fachadas de las casas comitecas, están llenas de grafitis con trazos difíciles. Es una pena (alguien dirá que es intrascendente) haber extraviado ese lazo de identidad, un lazo que nos decía que éramos comitecos más allá de la butifarra, más allá de La Pila. El cotz nos recordaba que la identidad se sustenta en el lenguaje, sobre todo en el lenguaje. Leer esa palabra en las paredes era como verse en un espejo, un espejo picaresco, cachondón.
El conductor de ese auto (bendito hombre) volvió a construir un puente. Lo hizo de manera discreta, sin afectar a terceros. Con cinta escribió la palabra cotz en el espejo lateral de su auto para que todo mundo supiera que él, con orgullo, es comiteco.
Armando Alfonzo incluyó un dibujo con la palabra cotz en su famoso libro “Sólo para comitecos”. En la ilustración se ve un niño que juega con una rueda mientras que en la pared de la casa un cotz soberbio ilumina su camino. El cotz, en sentido literal y metafórico, ha iluminado el camino de todos los comitecos. Los grafitis actuales los hallamos en cualquier parte del mundo. La palabra cotz es uno de los rasgos de nuestra peculiaridad. Y ya sabemos que mientras más diferencias culturales existan en el mundo menos globalizados seremos, menos uniformes, menos iguales, menos nubes pachas.
Hoy el mundo se sorprende cuando los aficionados mexicanos asisten al estadio y gritan, en plebe, en palomilla, porque la travesura de la vida se vive con intensidad en grupo: “eeeeeeee ¡puto!”.
En Comitán nadie se sorprende, porque en los años setenta, en la mítica cancha José Pantaleón Domínguez, en la feria de Santo Domingo, la gente acudía a ver los encuentros de básquetbol y cuando la selección de Comitán aparecía también aparecía el grito de: “triquititri, triquititri ¡Cotz!, Comitán ra ra rá”. Era nuestra forma de decir que éramos únicos en el mundo. Ahora que las identidades se esconden ante la avalancha de lo plástico y de lo falso es bueno que un comiteco renueve el grito de ¡cotz!, en una forma tan fresca, tan íntima, tan de agua limpia.
Para quien tenga problemas de Alzheimer acá está un buen método de amarrar el hilito en el dedo: escribir con cinta la palabra cotz en el espejo lateral, cada vez que se vea será un recordatorio que, a las cinco, debe ir al motel con su pareja para gritar: “triquititri, triquititri, ¡viva el cotz!”.
martes, 24 de junio de 2014
LAS LLAVES QUE NO SE USAN
Martha viste siempre de blanco. Por las tardes lava su ropa. Cuando camina por el parque es como una nube o como una paloma. Camina como paloma. El otro día se sentó a mi lado, abrió un libro, pero no lo leyó. Con el libro abierto me dijo: “soy como una llave que no se usa”. Explicó que la gente mayor tiene muchas llaves en su llavero, pero siempre tiene una o dos llaves que ya no usa, que ya no recuerda qué abría. La gente no tira esas llaves, las sigue conservando, pero es un simple lastre que ayuda a abrir hoyos en las bolsas de los pantalones.
Cuando dijo que era una llave que no se usa no me veía, veía las hojas del libro, pero no las leía. Su mirada parecía perdida, perdida entre las líneas del texto. A veces, los lectores se pierden en esos espacios entre líneas, esos espacios son como caminos en medio del camino de las hormigas que son palabras.
Lo dijo con un tono de nube esponjada, como de tarde de lluvia, como de niebla en fronda de árboles. Esperaba que yo dijera algo, pero nada dije. Nada dije, porque pensé en esas llaves que no se usan. En mi llavero tengo más de quince llaves (¡quince!), pero tengo dos que ya no uso, que no recuerdo qué puerta o candado abrían. ¿Por qué no las tiro? Pensé entonces en lo que Martha dijo. Debe ser triste ser llave que no se usa; debe ser triste seguir en el llavero sólo como una mera costumbre. Pensé en que esas llaves inservibles las mantenemos en los llaveros por desidia, por pereza o porque ya nos acostumbramos al peso y si el llavero se quedara sin ellos extrañaríamos “su peso”, sólo el peso.
¿De dónde, Martha, sacó la idea de que es una llave que no se usa? No lo sé, pero, tal vez, una tarde llegó a su casa, entró a la sala y vio a su papá leyendo el periódico, a su mamá viendo la telenovela, a su hermana planchando una blusa para salir de antro en la noche, y a su hermanito jugando en su celular y se sintió vacía, sin saber para “dónde dar vuelta”. Porque las llaves sólo funcionan cuando alguien les da “vuelta”. Hay chapas tan perversas que funcionan al revés: quitan llave si se hace el movimiento de echar llave.
Martha siguió viendo el libro y nada dijo. Esperaba que yo comentara algo, que, cuando menos, tomara su mano y dijera algo, pero ¿qué podía decir? ¿Qué puede decir un hombre que, igual que Martha, a veces tiene la sensación de no servir más que para echar llave al vacío?
Me acerqué tantito y leí dos líneas del libro, lo hice al azar, lo hice en intento de abrir un poco el candado del corazón de Martha, pero vi que ella seguía con la mirada perdida, extraviada entre las líneas del texto que yo leía en voz alta. A veces, la lectura tampoco ayuda a abrir los candados llenos de herrumbre.
¿Por qué no tiramos las llaves inservibles, las llaves que ya no recordamos qué abren? Ahí están colgadas en los llaveros, colgadas como ahorcados putrefactos. Las llaves deberían tener un chip que indicara qué abren, puede ser que algunas llaves inservibles abran puertas que aún tengan algo qué decirnos en la vida. Las llaves deberían tener un mecanismo (como las grabaciones de James Bond) que las destruyera después de seis meses de no servir para algo.
Martha siempre viste de blanco. Tal vez le hiciera bien vestir otro color, algún color más llamativo, uno que la hiciera ver como buganvilia en jardín.
Esa tarde, así como llegó, Martha cerró el libro, se paró, me extendió la mano y se fue. Pensé que tal vez le haría bien zafarse del llavero donde está prendida. Estoy seguro que ella abre algún candado que tiene esencias de lirio, de azucena.
lunes, 23 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE QUE LA PIEDAD ES COMO LA ESPERA
Tuve una tía llamada Piedad. Los tíos la llamaban “Piedacita”, de cariño. No sé porqué a mí me daba gran tristeza escuchar ese nombre. Cuando alguien decía: “vi a Piedacita” yo pensaba en esas tardes que llueve de poco a poco sin parar. Mi tía Piedad era como una tarde nublada y nada se podía hacer para evitar su manto parduzco.
Ahora que Mariana me dijo que había en el parque una silla con un letrero que decía “La piedad” pensé en mi tía cara de lluvia triste y pensé en que el dueño de esta arrendadora de sillas debe tener mucho humor para llamar así a su negociación.
Tal vez el dueño de la arrendadora sabe que la piedad está emparentada con la espera. Por eso estas sillas ostentan el letrero en el respaldo, porque la silla sirve para la espera. Quien tiene prisa ¡camina o corre o vuela! Sólo quien espera se sienta. Se sienta en el parque central y mira las muchachas bonitas que caminan o corren o vuelan para llegar a la escuela o al trabajo o para cumplir la cita con el amado. La silla es muy necesaria para quien tiene que esperar. Hay gente que lleva sillas plegadizas a todos lados, por si la espera es larga.
La piedad exige compasión hacia los demás. Hay gente piadosa, gente que está dispuesta a quitarse la chamarra para abrigar al otro, al desprotegido. Pero, digo que la piedad es pariente cercana de la espera porque el piadoso puede “esperar sentado” a que el otro realmente aquilate su acción. La gente que recibe un favor es malagradecida y exigente, siempre quiere más. He visto hombres y mujeres piadosos extender la mano y luego perderla tras un mordisco o una tarascada del infiel que recibe la ayuda.
Por esto se me hizo simpático que hubiese sillas con letreros de “La piedad”, porque, pensé, el hombre o la mujer que ahí se sienta lo hace para esperar. La tarde que fui con Mariana nadie había sentado, sólo una silla estaba al frente como si comandara el ejército. Esa silla estaba colocada casi casi justo al centro y tenía la misma cara de mi tía Piedad, porque el ejército de sillas no tenía más vocación que la de esperar. Era como un contrasentido. La silla siempre es un objeto que se convierte en algo utilitario en el instante en que alguien deposita su trasero en el asiento y recarga su espalda en el respaldo. Cuando una silla está vacía pierde su vocación y se convierte en el objeto más inútil del mundo. En lugar de que ayude ¡estorba! Una silla a mitad de la sala o del patio es un peligro, puede hacer que alguien se golpee la rodilla o la espinilla; puede hacer que alguien tropiece y se rompa un hueso. Este ejército de sillas no correspondía a la gentileza de su nombre. La piedad no estaba en su diccionario, al contrario, eran como estatuas indiferentes a la miseria del prójimo.
Mariana preguntó por qué nadie estaba sentado en esas sillas. Y sin que yo dijera algo dijo: “porque el mundo de ahora ya no cree en la piedad”. Nada dije. Yo sigo creyendo en mi tía. Cuando llueve lento, pausado, la recuerdo y la recuerdo como esa silla del frente: sola, dirigiendo la soledad de su vida, sin poder desarrollar su vocación de ave protectora, porque fue una solterona, una tía que prodigó cariño a más de diez ramas que llamó sobrinos queridos. Ella fue como una silla que nadie usó. ¡Qué pena! Cuando los tíos le decían Piedacita yo pensaba en un rompecabezas que nunca alcanzamos a armar, amar.
domingo, 22 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN PITERO
Su oficio es construir flautas de carrizo. A los flautistas también les dicen “piteros”, porque en estas regiones del mundo a las flautas también les llaman pitos.
Su oficio es sencillo pero prodigioso. ¡Cómo no va a ser prodigioso hacer música con el aire! El hombre sopla y cubre y descubre los huecos que hizo en el carrizo. Un carrizo de no más de treinta centímetros logra la bendición de ahuyentar a los malos espíritus en las entradas de velas y flores. Mientras cientos de peregrinos cargan flores y velas, los piteros y tamboreros van a la vanguardia de la manifestación para exorcizar a las sombras, al tedio y a los fantasmas chocarreros. La música de piteros y tamboreros es como el agua de las primeras lluvias, la que lava el cauce lleno de tierra.
Basta ver los zapatos de este hombre para descubrir que viene del monte, de las calles llenas de lodo, de ahí viene. Como venado baja de la montaña, con sus manos corta los carrizos como si cortara espigas llenas de luz. Baja trastabillando, porque Mariana, cuando nos acercamos y sentimos el tufo de trago le dijo: “Ya está bolo, temprano estás bolo”. Él dijo que no, abrió su bolso azul turquesa y dijo: “pechuga” y de un pedazo de papel periódico mostró una pechuga de pollo a medio comer. “Pechuguita, con caldito de jitomate”, dijo. “Te lo vendo”, le dijo a Mariana y le extendió el pito (sin albur, por favor, sean serios).
De un tiempo para acá, este hombre es parte del imaginario colectivo de Comitán. Se aparece de vez en vez, por los corredores del Centro Cultural o por los corredores del parque central. Siempre lleva el pito en la boca (por favor). Sus dedos son hábiles, le ponen melodía al aire. Se sabe que el aire, mientras corre libre no hace ruido. Es necesario que se tope con algo, con un árbol, con una pared, con una oquedad, para que hable. Este hombre hace hablar al aire con su flauta. El carrizo está acostumbrado a oír el murmullo del aire, por esto no es casual que su vocación sea ser instrumento musical.
“Te lo vendo, en cien pesos, es de madera chingona”. No, dice Mariana. No, porque es muy caro. ¿De veras es muy caro? Sí, me dice Mariana, es muy caro, porque el dinero sólo lo quiere para tomar trago.
Él dice que el dinero lo usa para comprar comida, su “pechuguita”, pero nosotros sabemos que el aire no sólo tumba árboles bien enhiestos, el aire también tumba hombres que dan tumbos por la calle, los que beben su traguito.
Al final, Mariana le compró una flauta de carrizo. Al darle el dinero le preguntó: “¿cómo se toca?”, y el hombre se puso la flauta en su boca, sopló y con los dedos abrió y destapó los huecos y el aire se volvió música y todo el entorno se volvió como una manifestación de vida. Mariana palmeó sobre sus muslos como si éstos fuesen tambores y yo, alelado, cerré tantito los ojos e imaginé que iba por una calle empedrada y me dirigía a una cruz del milagro a esperar la multitud que venerará a la Santísima Trinidad.
Su oficio es simple y humilde. Le basta una flauta de carrizo para transformar el aire. Tal vez Dios no necesitó otra cosa para hacer el prodigio del Universo: aire y una flauta de carrizo, un pito.
sábado, 21 de junio de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AIRE SIMPLIFICA LA RESPIRACIÓN
Con un abrazo respetuoso para el Doctor Nelson,
por la ausencia física de su papá.
Querida Mariana: el mundo del Internet nos regala términos insólitos. “Google” es el buscador más famoso de páginas electrónicas. Ahora existe gente que usa el término “guglear” como sinónimo de búsqueda. Se ha convertido (por obra y gracia de los internautas) en un verbo: yo gugleo, vos gugleás… ¡todos gugleamos! Se presupone que todo aquel que guglea ¡halla lo que busca! ¡Es una maravilla!
Otro término simpático es el de “meme”. ¿Qué es un meme? En mis tiempos de niño, acá en Comitán, mis papás decían que ya era hora de “ir a hacer la meme” cuando era hora de dormir. Ahora, hacer “meme” es “subir” una fotografía al “Facebook” con algún comentario chusco. Cada vez más gente hace memes. ¡Ningún famoso se salva de los memes!
Ahora, con la efervescencia del fútbol, el Internet se ha plagado de memes. Sé que casi no ves partidos de fútbol, pero estás enterada de que la selección de España ya fue eliminada del Mundial. España perdió contra Holanda y contra Chile. Los memes no se hicieron esperar. Existen unos que son de diseño impecable, otros son más burdos, pero todos llevan la intención de burlarse de una situación o de una persona. Uno de los memes que le dedicaron a la selección española mostraba dos corcholatas. ¿Recordás cómo en ocasiones las empresas refresqueras lanzan promociones donde abrís la botella y buscás un premio en el reverso de la corcholata? En este meme aparece una corcholata con la imagen del Mundial de Brasil en el anverso y en el reverso la bandera de España con la frase: Gracias por participar. Pura chunga, pura longaniza, puro cachete de cuch.
Ahora todo mundo guglea. Los maestros de escuelas están preocupados porque ahora sus estudiantes se la pasan gugleando. En mis tiempos si copiábamos nos pegaban. Ahora, los estudiantes copian y pegan (copy paste) y exigen diez de calificación.
Hace veinte años nadie usaba el término tutorial. O bueno, sí se usaba pero era un término muy poco usado. Ahora, todo mundo lo emplea. El tutorial hace las veces de maestro. En el Internet hay millones de tutoriales; es decir, millones de páginas donde se enseña cómo hacer las cosas. Los viejos nos asombramos porque hay tutoriales para todo. Mi mamá teje desde toda la vida, gracias a Dios lo sigue haciendo. En los inicios aprendió de una maestra, luego lo hizo a través de revistas y hoy, ¡bendito Dios!, lo hace a través de tutoriales. A veces, en las tardes, mi Paty le pone una silla al lado de la computadora y veo a las dos siguiendo las instrucciones que dicta un “tutorial” para lograr una nueva “puntada” (¡ah, qué buena ídem!).
Vos sabés que este año México conmemora los centenarios de nacimiento de dos poetas: Octavio Paz y Efraín Huerta (el maravilloso cocodrilo).
A propósito de México y del Mundial, el otro día vi un video en Internet donde un grupo de mexicanos hace una broma a un grupo de argentinos. Uno de los jugadores más famosos del mundo es el argentino Lionel Messi. Pues colgándose de esa fama, el grupo de mexicanos, con trompetas y camisetas de La Verde, gritan: “Messi, Messi, Messi”. Las argentinas (con su playera albiceleste) se emocionan, se unen al grupo, suben los brazos y a coro gritan: “Messi, Messi, Messi”, cuando más emocionadas están, los mexicanos le agregan al coro: “Messico, Messico, Messico”. Las muchachas argentinas ríen, saben que cayeron en la broma.
Ya te conté que en mis tiempos el noviazgo no era una etapa sencilla. En los años sesenta, ¡todavía!, las muchachas no “caían” a la primera, como ahora. Había que seguir un protocolo de cortejo antes de andar de “manita sudada”. Hasta los diecisiete años yo no había besado a mujer alguna (digo, así de fajecín). Por lo tanto, siempre anduve con la duda de cómo besar bien a una muchacha. Mario (quien era mi amigo cercano) me instruía porque él ya había tenido novia. Pegaba, sobre la ventana, un recorte de periódico donde estaba la imagen de la cara de una mujer (la mayoría de veces era la imagen de una artista del cine nacional o internacional) y me enseñaba a pegar los labios sobre los labios del recorte, a sacar la lengua y repasarla sobre el labio inferior de ella, y a imaginar que metía la lengua en medio de la boca de ella. ¡Dios mío! Terminaba yo con la boca seca y con el sabor jodido del papel periódico. Cuando me quejé, Mario (quien ya dije que era un amigo muy consentidor) me llevó a su casa para que jugáramos con su sobrinita María, quien tenía dos o tres años. Mario llamaba a María y nos poníamos a cantar y a jugar rondas, cuando nos agotábamos, iba por limonadas y nos sentábamos a mitad del patio, entonces agarraba a su sobrinita y le llenaba la carita de besos y decía que eso era besar, pero yo sabía que eso era amor y yo me consumía en deseo. No encontraba manera de aprender a besar. Ni siquiera pagando se podía aprender. Las putas abrían las piernas pero no besaban, lo tenían prohibido. Por esto, a veces, Mario y yo íbamos al cine y nos sentábamos detrás de una pareja de novios, cuando las luces se apagaban y la proyección iniciaba, nosotros, en lugar de ver la película, mirábamos a la pareja, y rogábamos a Dios que se dieran un buen faje para ver cómo le hacían. A veces (tontos) nos perdíamos el faje que se daban los actores en la pantalla.
El otro día hallé mil tutoriales donde se enseña cómo depilarse el vello púbico; diez mil ochocientos tutoriales para que los hombres aprendan a masturbarse; doce mil tutoriales de masturbación femenina; diez mil videos para aprender a besar a una mujer por primera vez.
¡Ay, señor! Mi adolescencia estuvo coja, no tuvo tutoriales para que yo aprendiera a “besar rico”, a “besar bien con lengua”. Ahora, en Internet, dos chavos dan las instrucciones paso por paso. Ahora, todo es más fácil. Veo que muchas muchachas están dispuestas a ser la pareja para la práctica.
El otro día fui a casa de Mario (ambos ya somos viejos de más de cincuenta y cinco años). Ahí estaba María (quien se casó, tuvo tres hijos y se divorció). Ahora es una mujer muy bella, como de cuarenta años. Mientras platicábamos en el corredor de su casa, tomando una limonada, salió en la plática lo del beso. Cuando se hizo un silencio en la plática, me vio y preguntó: “¿y ya aprendiste a besar?”. Yo me puse todo colorado y admití que no sé. “Cuando querás te enseño”, dijo y siguió tomando su limonada. Mario que me conoce, me dijo: “Ya, ya, tranquilo, es una broma” y María insistió en la broma: “No, Alex, es en serio, cuando querás te enseño” y mojó su labio inferior con su lengua. No me quedó más que seguir la broma: “mirá lo que hicimos de vos, con tanto beso que te dimos”, le dije y reímos, mientras el viento azotaba las ramas de un pino enorme. “Va a llover”, dijo Mario y entramos a la sala.
Pero no todo es baba ni cachondería. Te contaba que México conmemora el centenario de nacimiento de dos grandes poetas. Ya se dijo que el país es un país con bajos índices de lectura. No estamos acostumbrados a leer, a muchos les parece una actividad aburrida. Es una pena que piensen eso, porque, en realidad, la lectura es una actividad riquísima. En México se lee poco y la poesía lleva el primer lugar en el estante de las ausencias. Y digo que es una pena porque la poesía tiene su grado de cachondería. Si yo hubiese sabido que, como dice la escritora Isabel Allende, el punto G está en el oído, ¡otra cosa habría sido mi juventud!
Hoy sé que muchas mujeres abren los labios gracias al verbo. Las mujeres siempre agradecen una palabra bien dicha; sueñan con los versos de algún poema alto. La palabra es la llave que corrobora el dicho de “verbo mata carita” (aunque muchos dicen que “cartera mata verbo”).
La poesía es altísima, pero también corre, como niña, en medio del campo y de los trigales. La poesía también es cachonda, sublime y juguetona. A veces se esconde debajo de las piedras, pero a veces vuela como papalote con los cachetes inflados por el viento de Nicalococ.
Un día, Efraín Huerta jugó a escribir Poemínimos (que son como “memes” de la inteligencia). Los poemínimos son agudos y chispeantes.
¿Conocés el poemínimo que se llama “Plagio CCC (prensa)”? ¿No? Ah, es como una serpentina. Acá te lo copio:
“Lo de menos
Es que sea
El cuarto poder
Lo que importa
Es poder
En el cuarto.”
¿Mirás qué prodigio verbal? En muy pocas líneas (apenas seis), en muy pocas palabras (apenas diecisiete), se dice todo un mundo con una gracia incontenible.
¿Te gustó? Acá va otro que se llama “La contra”
“Nomás
Por joder
Yo voy
A resucitar
Entre
Los
Vivos.”
El poeta Efraín Huerta le da la torcedura a las cosas mínimas y las engrandece. Su poesía llena de gracia a las palabras, las llena de un aire que las hace volar sin artificios. Tal vez sea una bobera lo que escribiré, pero, la poesía es como un gran tutorial para la vida, para navegar por ríos de agua limpia.
¿Cómo aprender a besar? ¡Besando! No se aprende a besar con recortes de periódico (¡qué bobera!). Se aprende a besar con la complicidad de la pareja. Es preciso enredar las lenguas y dejar que ese sabor de fruta madura, que dice García Márquez, se mezcle y provoque un nuevo aroma, un nuevo aliento.
En un libro de Vargas Llosa, éste cuenta que en España hubo un tiempo en que la Junta de Gobierno de Extremadura promovió un taller de masturbación, en las escuelas. ¡Dios mío, qué absurdo! En intento de quitar el velo de la ignorancia en materia sexual se llegó a “extremos” en Extremadura. ¿Cómo los hombres y mujeres aprenden a masturbarse? ¿Con un tutorial? No, por supuesto que no. Este misterio maravilloso se devela mediante el antiquísimo método del descubrimiento personal.
Posdata: que Dios bendiga a los hombres y mujeres que inventaron el Internet, que los llene de agua bendita. Ese chunche es una maravilla, contiene todo, ¡todo! Nos brinda la gracia de los memes y el conocimiento de los tutoriales, pero, también, ¡maldita la hora!, nos limita en el contacto con los otros humanos, el contacto cercano, el que permite que un hombre se acerque a una muchacha bonita y le diga: “te deseo”, y en ese simple enunciado ella sienta correr una serpiente helada y dulce por su cuerpo, por todo su cuerpo.
No hay un solo tutorial que diga la neta de cómo se aprende a vivir bien. Para aprender a vivir hay que treparse al árbol de la vida y, en medio de rasguños y heridas provocadas por las altas ramas, cortar los mejores frutos, los verdes, los maduros y los podridos.
Ojalá ¡menos contactos virtuales y más contactos reales!
viernes, 20 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE EL HUECO
No siempre es posible observar el hueco. La estética busca eliminar el vacío. Los bustos que están sembrados en las plazas del mundo se asientan por completo en las bases. Así lo dicta el buen gusto, así lo exige la norma mínima. Pero en Comitán las reglas se omiten. En el parque de San Sebastián hay un busto con el trasero descubierto. La imagen de la mujer aparece como si estuviese a punto de levantarse.
Este busto corresponde a Josefina García, imagen del mayor mito que se construyó jamás. No existe un solo dato histórico que demuestre la existencia real de esta mujer, pero el mito cuenta que en el instante supremo de la Historia ella ¡apareció! Mientras los hombres dudaron, ella se levantó y dijo que las mujeres irían por delante para consumar la independencia de Chiapas; dijo que los hombres se quedaran al cuidado de sus hijos y ellas, las mujeres, encabezarían la gesta heroica. Un gran mito. A veces es necesario que los pueblos tengan sus héroes y sus heroínas.
Tal vez por esto el hueco. Nos dice que ahí, en el vacío, está la solidez de nuestros actos. Pero, en Comitán se alienta el mito, se le da cuerda y cada año se rememora el acto, tal vez inexistente, donde esta mujer realizó un acto sublime.
Los que saben cuentan que como no existe registro fotográfico de Josefina (porque no existió) a alguien se le ocurrió dar la fotografía de una tía para que el escultor hiciera el busto. Es una pena no conocer el nombre de la mujer real, serviría como un mero aporte a lo insólito. En fin, el escultor cumplió el encargo, modeló el busto a imagen y semejanza de la mujer que prestó su rostro para que apareciera como Josefina, la heroína. El busto, una mañana luminosa, se colocó sobre la base y, con rebumbio de marimba y de cohetes, se inauguró en el parque de La Corregidora. Nombre que lleva la plaza porque en el otro extremo está colocado el busto de Josefa Ortiz de Domínguez (ésta sí mujer de carne y hueso que ayudó a la independencia de México).
Y el busto de Josefina quedó frente al templo de San Sebastián, quedó expuesto ante la mirada sorprendida de quienes se sientan en las bancas de cemento o de quienes juegan una ronda alrededor de la columna. Y así como el rostro quedó expuesto, de igual manera quedó expuesto el hueco del busto y el prodigio asomó: los pajaritos lo emplearon para hacer su nido y dar cobijo a sus criaturitas. ¡Ah, por fin la historia sirvió para hacer patria! Porque la patria necesita de pájaros que inunden con sus cantos los parques de todo el mundo. Acá, las crías están a resguardo de animales depredadores y de los embates de huracanes y de trombas. Acá, las crías de chinitas crecen calientitas, se asoman por debajo del busto y miran cómo los niños comen chicharrines, paletas de chimbo y salvadillo con temperante. Les gusta ver a los niños jugar por los pasillos y a los niños les gusta ver cómo los pajaritos se alimentan del pico de la mamá o del papá.
Los demás bustos del mundo sólo sirven para que los pájaros (cuando son grandes) los caguen. Este busto maravilloso, gracias a que quedó con el hueco expuesto, sirve para que la vida siga. A pesar de su rigidez de bronce el corazón de este busto es de aire y de sombra afectuosa.
Que el universo bendiga el busto de Josefina. Alienta el mito, pero, sobre todo, alimenta la esperanza de la luz.
miércoles, 18 de junio de 2014
ALEJANDRO NUNCA SE ENTERARÁ
En 2011 abrí una cuenta en Facebook. Días más tarde me di de baja. Me espantó lo que ahí veía. El Facebook es una ventana perversa. Me di cuenta que andaba hurgando en casas y enterándome de intimidades que no eran de mi incumbencia. Además, había “perdido” casi una hora de mi vida, porque una ventana me llevó a otra y luego a otra. Al final estaba hurgando secretos de alguien que jamás había visto en mi vida, porque era amigo de una amiga de una amiga. Ya los expertos han dicho que estamos a sólo diez o doce clics para acercarnos a gente poderosa. Cualquiera entra a este chunche, se inventa una personalidad o un nombre y entra a hurgar en vidas ajenas. Alejandra Laguna me dijo: “no te vayás, habrá marimba”, pero yo no hice caso y me bajé del barco. Pero, luego alguien me dijo que el “face” me serviría para compartir mis textos. Las redes sociales son lo de hoy y aunque a los viejos nos cuesta trabajo adaptarnos a las nuevas tecnologías debía estar en este chunche. Así que regresé y desde entonces, poco a poco, se amplió el número de amigos virtuales que comparten sus muros conmigo y viceversa. ¿Cómo se integró la comunidad de mis amigos? Nunca entenderé, pero es el principio de la red. En mi muro hay muchas personas que conozco, algunos que hemos sido amigos de toda la vida, pero también hay personas que no conozco físicamente, hay instituciones que se promocionan. Bueno, ahora sí que como dice la sentencia bíblica: “de todo hay, en la Viña del Señor”. ¿Quién es el Señor amo del Facebook? Por ahí circula una película que enseña cómo, en una Universidad de Estados Unidos, este chunche comenzó como un mero juego y, poco a poco, se amplió hasta ser el monstruo cibernético que es actualmente. El otro día recibí “en casa” al amigo número 2 mil. Yo, que soy un hombre con muy pocos amigos reales ¿tengo dos mil compas “facebuqueros”? ¡Pues sí! Sólo a una amiga le he pedido ser parte de sus amigos, los restantes mil novecientos noventa y nueve han solicitado entrar a mi página para argüendear lo que acá subo. Alejandro Argüello Solís fue el amigo 2 mil. Alejandro nunca se enterará de este suceso para mi vida personal. Alejandro sí lo conozco físicamente. Hace muchos años fue mi alumno en la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz. Ahora, para celebrar el hilo dos mil entré a su muro y me enteré que él labora en un hospital, en la ciudad de México. En algunas fotografías aparece al lado de enfermeras y médicos. Alejandro nunca se enterará de que él fue el número 2 mil (aunque me “ganan las ganas” de etiquetarlo en esta Arenilla), no lo hará porque a la hora que escribo este textillo (cuatro de la mañana) él corre por los pasillos porque en el sonido local una voz femenina lo urgió a presentarse en el quirófano, porque alguien (¡Dios mío!) necesita de su auxilio. O tal vez a esta hora él se quita los guantes, se moja el cabello y se prepara para dejar “la guardia”. ¿Alejandro imaginó alguna vez, jugando en la cancha del Colegio, que se dedicaría a esto? ¿Imaginó que, a la hora de mirar una “cascarita” de fútbol desde la tribuna, su vida estaría al servicio de los demás? ¡Nadie puede inventar el futuro! ¡Nadie sabe qué camino recorreremos! Cuando fui maestro de Alejandro nunca imaginé este futuro. Ya existía el “walkman” que fue un aparato prodigioso para escuchar música. Uno salía temprano a correr, se colgaba el “walkman” del cinturón y podía escuchar un casete de música. Jamás imaginé que podría ser un gran voyeur y entrar a miles de ventanas a hurgar vidas ajenas. Ya conté que cuando fui joven estaba enamorado de una niña bonita de este lugar, siempre quise tener una fotografía de ella para poder verla en las noches de luna, pero en ese tiempo era muy difícil lograrlo. Hoy, gracias a este chunche, todos los enamorados del mundo pueden tener fotos de su amada virtual. Entro al muro de la niña que me gusta y “bajo” la foto y puedo, incluso, tenerla como pantalla de mi lap.
Uno de estos días, Alejandro me envió una solicitud. Sucede que trajinando en esta red de redes halló mi nombre y recordó que algún día coincidimos en espacio y tiempo. Yo acepté la solicitud y acá estoy hablando de él, después de mucho tiempo de no coincidir.
Alejandro nunca se enterará de que él fue el amigo dos mil (aunque me “gana la gana” de etiquetarlo). No se enterará porque ahora son otros sus pasillos, otros los corredores, otros los espacios donde embarra su corazón.
Hablo de Alejandro porque al hablar de él hablo de cientos de muchachos que fueron mis alumnos, muchachos que me topo en algún espacio de nuestro Comitán o, como me sucedió una madrugada, me los topo en las calles de otra ciudad, bebiéndose las madrugadas con una cerveza en mano. Esa madrugada acompañé a tres de mis ex alumnos, los acompañé por un rato sólo para entender que los hombres, desde siempre, hemos sido muros y alguien pega anuncios o se recarga para descansar o para vomitar en plena madrugada.
¿Qué piedras conforman el muro de Alejandro? ¿Qué líneas de luz forman su aura? Alejandro nunca se enterará, pero un día de estos escribí sobre su muro. Lo hice sólo para decirle que agradezco su visita, su solicitud de amistad, que fue la dos mil.
lunes, 16 de junio de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY DESLICES
Querida Mariana: todo depende del cristal con que se mira. Una tarde en que Jorge, Javier y yo fuimos a tomar unas cervezas, hace ya muchos años, nos sucedió una situación extraña. Mientras Javier y yo pensamos que nos iban a matar, Jorge estaba en el baño.
Habíamos llegado temprano, como a la una. Cuando sucedió lo que sucedió ya sólo había dos mesas ocupadas: la nuestra y la de la pareja sentada en una mesa contigua. Las demás mesas de la cantina estaban desocupadas. Los meseros habían colocado las sillas con las patas por arriba, encima de las mesas. Ahora barrían. Tal vez era su manera de decirnos que ya iban a cerrar. Una de las dos meseras dormitaba, sentada a la puerta de la cocina.
Mientras tomábamos las “camineras”, la pareja de la mesa contigua se levantó a bailar la pieza que tocaba la rocola. Fue un baile lleno de sensualidad, como el de dos animales en celo. Yo estaba sentado frente al patio así que logré ver el baile completo, sin necesidad de volver la cabeza, como tuvo que hacerlo Jorge de vez en vez, con el brazo sobre el respaldo de la silla. El bailarín calzaba tenis y vestía camisa y pantalón de mezclilla. Las faldas de la camisa las llevaba fuera del pantalón; ella tenía un vestido azul mar ceñido al cuerpo, con una abertura en la espalda. La falda le llegaba al nacimiento de sus nalgas, así que, cada vez que abría sus piernas para continuar con el ritmo que le imponía su pareja, se le alcanzaba a ver la pantaleta de color negro. Tenía unos muslos duros. Cuando su pareja levantaba el brazo para que ella diera la vuelta, ella nos veía y sonreía. Hubo un instante en que la pareja de bailarines se despegó, extendió los brazos y, como si fueran niños jugando una ronda, atraparon a la mesera que llevaba un plato sucio. La mesera rió y se escabulló por debajo de esa cinta formada por los brazos. El hombre no podía ver lo que ella nos insinuaba. Él la besaba en el cuello, ella levantaba la cabeza, miraba el cielo, pero a la hora de bajar la mirada volvía a vernos y pasaba su lengua por el labio inferior. Javier me golpeó con su rodilla, por debajo de la mesa y cuando lo vi me dijo que ella nos estaba “calzoneando”, lo dijo en voz baja. Yo asentí. Claro que nos “calzoneaba”, le dije a Javier, ¡cómo no!, si cada vez que daba una vuelta veíamos su calzón negro, con encajes. Pero era a Jorge a quien más le “calzoneaba”. Por esto, cuando la pareja se sentó y el hombre fue al sanitario, Jorge se paró, acompañó a la mesera que en ese momento pasaba frente a nuestra mesa. Vimos cómo Jorge agarraba a la mesera del talle y le decía algo al oído. Entonces vimos algo inesperado, Jorge regresó dos pasos y le entregó una nota a la mujer del vestido azul. Ella tomó la nota con ambas manos, la acercó a sus labios y así, doblada como estaba, estampó sus labios y dejó la marca roja del bilé; acto seguido abrió la nota y la leyó. Jorge volvió a la mesa, se empinó la cerveza y la acabó de un solo trago largo, dilatado. Jorge asentó la botella vacía sobre la mesa de un solo golpe, como si clavara un puñal y dijo: “voy al baño”, y caminó en medio de las sillas.
Vimos que ella dejó la nota, ¡abierta!, sobre la mesa. Cuando su pareja regresó se la mostró. El tipo leyó el mensaje y algo preguntó, ella señaló hacia nuestra mesa. El hombre retiró la silla, con el mismo movimiento que hacen los rancheros al lazar una vaca. Pensé que vendría hacia nosotros. Me volví hacia Javier y dije cualquier bobera a fin de no tener la mirada del hombre frente a mí. Pero el hombre no se dirigió hacia nosotros, caminó hacia la salida, subió la rampa con ligera inclinación que servía como zaguán de la casa y desapareció. Creí que Javier no se había dado cuenta de todo el movimiento, pero comprendí que sí a la hora que dijo: “¡Puta madre! Fue por su pistola al carro”. Yo agarré mi cerveza y, en acto inconsciente, tomé el contenido de un solo trago. “¡Vámonos!”, dije. “No –dijo Javier-, falta Jorge”. Odié a Jorge. Hice para atrás mi silla y traté de pararme, pero me detuve cuando vi al hombre en el dintel de la puerta. Bajó la rampa, la bajó con pasos decididos. “Ya nos cargó la chingada”, dijo Javier, mientras hacía pedazos una servilleta sucia. El tipo pasó frente a nosotros, yo tomé los pedazos de la servilleta y los hice montón, como si fuese confeti los esparcí en el piso, por debajo de la mesa. Puro comportamiento ilógico, tonto, nervioso. Sentía mi corazón casi detenido, como si fuese un tren subiendo una loma. El hombre sacó la cartera y luego alzó la mano. Una de las meseras, la que dormitaba sentada en una silla en la entrada de la cocina, se levantó y recibió unos billetes junto a la nota que Jorge había dejado. La mesera entró a la cocina, salió minutos después y dejó sobre la mesa un canasto pequeño de mimbre que contenían las monedas. El hombre y la mujer se pararon. El hombre retiró la silla donde ella estaba sentada y ésta, coqueta, nos sonrió. Caminaron frente a nosotros y el hombre dijo: “buen provecho”. Yo dejé de tirar los pedazos de servilleta, porque ya habían acabado. Ni Javier ni yo los seguimos con la mirada, a pesar de que ambos teníamos curiosidad por verle el trasero a ella. No lo hicimos porque teníamos todavía los nervios hechos nudo. Vimos a Jorge. Lo vimos caminar por en medio de las mesas vacías, trastabillaba por el efecto de las cervezas tomadas. Nosotros estábamos como si nada hubiésemos tomado. Jorge llegó hasta la mesa, puso ambas manos sobre el tablero de metal y preguntó: “¿ya se fue el cuerito?”. Nosotros queríamos matarlo. Le explicamos lo que había sucedido. Jorge tuvo que sentarse por el ataque de risa. Explicó que le había entregado a ella la nota de consumo. “Pero, ¿cómo?”, preguntó Javier, aún con las manos temblorosas. “Se la quité a la mesera”, dijo y luego agregó: “¿pedimos la caminera?”. Sí, dijimos ambos. Pedimos la caminera y la bebimos como si fuese la primera cerveza del resto de nuestras vidas.
domingo, 15 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE UNA PLAYERA VERDE
Pudo ocurrir en cualquier ciudad, pero ocurrió en ésta. En esta ciudad llena de lajas y de piedras. Ocurrió una mañana cualquiera. La gente caminaba y veía dos playeras sobre el suelo: una blanca (con letras bordadas, en azul) y una verde (la verde que todo mundo lleva puesta). Nadie de los caminantes se preguntó por qué estaban esas dos playeras tiradas en el piso. Nadie se pregunta por qué aparece ropa tirada sobre las banquetas. Puede ocurrir en cualquier ciudad. A veces aparecen prendas tiradas a media calle, pueden ser pantaletas, brasieres, faldas o playeras. ¿Quién sabe qué ocurre en esas calles? Nadie lo pregunta. La gente lleva prisa para ir a cumplir sus tareas. La gente camina apurada, en medio de esas prendas que perdieron su vocación y dejaron de cubrir cuerpos para dedicarse a cubrir la miseria de las calles.
Pero basta detenerse un instante para pensar que esas prendas no son dejadas ahí al mediodía, en plena cúspide de la mañana. No. Estas prendas son abandonadas durante la noche. ¿Quién se despoja del vestido, de los zapatos, de las pantaletas y de los brasieres? ¿Hay algún misterio lleno de moho y de mierda en esas historias? ¿Por qué aparecen pantaletas sucias a mitad de la banqueta? ¿Quién las tira?
¿Quién se quitó la playera blanca? ¿Quién tiró la playera verde? La playera blanca tiene palabras bordadas en azul. Ahí está el nombre de la propietaria, el logotipo de la institución donde estudia. ¿Por qué se la quitó? ¿A qué hora? ¿Iba en un carro y aventó sus prendas: la playera verde y la blanca? ¿Qué hacía adentro del carro? ¿Iba acompañada con su novio?
Pudo ocurrir en cualquier ciudad. Ocurre frecuentemente. Por algún motivo extraño, durante la madrugada, algunos avientan la ropa a mitad de la calle. Cuando la mujer que va a misa abre la puerta encuentra, a mitad de la banqueta, prendas que una noche anterior no estaban. Algo sucede en las noches, en las madrugadas.
Pudo ser que el novio deseaba ver la luz de los pechos de ella y la desnudó y tiró las prendas, pero, ella ¿con qué se cubrió su seno? Tal vez eso fue. Él besó y lamió sus pezones y cuando llegaron a casa de ella, ésta sólo se cubrió el pecho con el suéter azul que llevaba en su bolso. Ella abrió la puerta de su casa, se quitó las zapatillas y entró a su cuarto, con la sensación agradable de ir desnuda, cubierta sólo con el suéter azul que su mamá le tejió cuando cumplió quince años.
sábado, 14 de junio de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY ÁRBOLES MUY ALTOS
Con un abrazo respetuoso a la familia Álvarez Solís,
por la ausencia física de la maestra Rebeca.
Querida Mariana: el Presidente Luis Ignacio es ¡un árbol muy alto! Yo conocí un hombre que era como un bonsái, era un árbol maravilloso, pero provocaba una sombra escasa, las aves no tenían espacio para hacer sus nidos. Es bueno que en el mundo haya árboles altos, con grandes frondas; árboles donde los niños puedan jugar a la ronda, árboles tan anchos como el Tule de Oaxaca.
Los bonsái también sirven al mundo. Pero son más serviciales los árboles que son como los baobabs de El Principito. Aunque también son necesarias las plantas pequeñas donde liban los colibríes (que en este pueblo denominamos con un nombre sublime: ¡chupamirtos!).
Una tarde, otro árbol enormísimo llamado Andrés Fábregas Puig presentó uno de sus libros en un espacio, en terrenos de la radio de Las Margaritas. El lugar ya no admitía a una persona más. Serían trescientas personas más o menos las que asistieron a escuchar la palabra de don Andrés (estudiantes de la UNICH ¡la mayoría!). Lo que el destacado intelectual dijo esa tarde fue de interés fundamental para el conocimiento de Chiapas. Pero, por desgracia, de eso se enteraron sólo trescientas personas. Dios mío, ¿cómo puede modificarse el mundo si sólo dos granos de maíz se vuelven milpa?
Otra mañana, Eraclio Zepeda (¡ah, árbol de ramas de molinos de viento!) dictó una conferencia en el auditorio del Centro Cultural Rosario Castellanos. Igual que en la tarde de Fábregas, Eraclio llenó el auditorio. ¿Cuántas personas caben en el auditorio Roberto Cordero Citalán? ¿Cuatrocientas? Bueno, pues cuatrocientas personas disfrutaron el prodigio de la palabra de Laco (¡jolote divino!).
Por lo regular, los actos donde se habla de literatura no convocan las multitudes que sí convocan los actos deportivos, como ahora que estamos en plena efervescencia del Mundial de Fútbol. Pero hay nombres que, por su inteligencia diáfana, sí convocan multitudes. Y cuatrocientas personas en una conferencia o trescientas en la presentación de un libro ¡son multitudes! Casi casi como si el Maracaná o el Estadio Azteca se llenaran al tope.
Pero trescientas son muy pocas, cuatrocientas son casi nada. La palabra inteligente de Eraclio y el pensamiento luminoso de Fábregas merecen mejores ríos, aguas más limpias.
En este nuestro Comitán ¡también hay árboles enormes! Una mañana, don Víctor Manuel Albores patrocinó el primer número de una gaceta que edita la Dirección de Cultura del Ayuntamiento actual. Una mañana prodigiosa, desde San Cristóbal, llegaron dos mil ejemplares del número uno de “Kujchil”. Faltaron manos para repartir, faltaron manos para recibir. Dos mil ejemplares son un mundo, pero un mundo, todavía, limitado. Pero si hacemos cuentas, dos mil ejemplares llegan a dos mil mentes, a dos mil espíritus. Si mirás bien, mi niña amada, la multiplicación de los panes ¡no es un mito! Un árbol grande, enorme, llamado Víctor prodigó sombra a dos mil mentes. ¿Cuántos nidos pueden hacerse en esa fronda? El día de la presentación de la gaceta, el Presidente de Comitán, alzó el pulgar derecho para significar que esa luz era buena para disipar sombras y oscuridades.
¡Ay, mi niña! Pienso que al final de esta lectura dirás que hoy sólo hablé de árboles altos y tal vez dirás que soy un optimista de las mil suelas y que exagero en mi apreciación, pero no es así. Resulta que una mañana (hace dos o tres años) el Contador Aguilar Meza (en ese tiempo Presidente Municipal de Comitán) se empecinó en sembrar una oferta editorial como no la había hecho presidente anterior alguno. Mi trato con él se limitaba a que en una ocasión brindó su apoyo total e irrestricto para la creación del Centro Comiteco de Creación Literaria (y vos sabés lo que este Centro ha significado para la creación en este pueblo, pero, bueno, como dice nana Goya, esto es otra historia). Te decía que no tuve mayor trato con él, pero un día escuché decir que había hecho un guardadito para editar un libro, una edición de lujo, que a la postre, se convirtió en un libro bellísimo. Pero no sólo fue eso, también apoyó a María Elena Jiménez, eficiente Coordinadora del Consejo Ciudadano de Cultura, para que se hiciera la serie de libros: “La lectura más cerca de ti”. Seis u ocho libros, con tirajes de doscientos ejemplares, preservaron parte del conocimiento y del corazón de este pueblo. Vos sabés que los libros hacen bien al mundo. Hay libros que son como plantas pequeñas, hay libros bonsáis, pero hay libros (¡qué bueno!) que son como pochotas, árboles altísimos como torres de templos, como campanas de bronce. Las campanas, cada mañana, multiplican las voces que vuelan como palomas por todos los cielos.
Pues bien, el contador logró convertirse en el primer presidente municipal con un proyecto editorial sostenido.
Se sabe que la vaina de la llamada “cultura” no se considera prioridad. Y es que muchos piensan que en un Chiapas con tanta carencia existen otras prioridades. Hay gente que parece abonar la indiferencia de los políticos hacia la literatura y demás hierbas editoriales. Pero, luego vemos que el dinerito se destina a otros menesteres que, la mera verdad, no abonan al crecimiento intelectual. Hay gente que exige que se tapen los baches, por ejemplo. Rabian porque sus autos se “desguarajingan”. Pero, ¿qué sucede con los baches del espíritu? ¿Quién llena los vacíos intelectuales? ¿Quién repella las grietas de nuestra identidad? ¿Quién nos habla de los nuestros, de quienes han hecho, con su trabajo y pasión, el Comitán que hoy vivimos? El contador hizo “un guardadito” que destinó para su oferta editorial y el pueblo pensante lo aplaudió.
Vos sabés, mi niña bonita, que este país tiene muchas carencias y muchos vicios. Un vicio constante (esto parece pleonasmo, porque si algo identifica al vicio es su constancia) es la nula continuidad. La inercia de los gobiernos es borrar lo anterior. Cada nuevo gobernante trae sus ideales y procura marcar su territorio. Parece que la intención fuese borrar lo anterior para que sólo exista lo nuevo. Con esto cometemos el pecado de ignorar la tradición, sin saber que la tradición es la que da sustento a las sociedades.
Cuando se presentó el número dos de Kujchil, el presidente Luis Ignacio preguntó cuál era el tiraje. ¿Dos mil? Dijo: ¿y por qué no diez mil ejemplares mensuales? ¿Por qué no distribuir, de manera gratuita, diez mil ejemplares? Con esta decisión se convocó a la multiplicación de los panes. Ya se sabe que no sólo de trigo vive el hombre. El hombre necesita el sustento para su espíritu. El presidente Luis Ignacio dijo que era bueno que se fomentara la lectura a través de una gaceta que fortaleciera nuestra identidad. Y desde entonces, mi niña, desde entonces, la gaceta vuela en diez mil cielos cada mes. Niños y jóvenes (en las escuelas) y hombres y mujeres en oficinas, salas de casa, mostradores de negocios, leen el Kujchil, que, como sabés, es una palabra tojolabal que nombra el chal que usan las mamás para cargar a sus pichitos.
Esta administración continúa sembrando. Ahora este cielo es más alto, más luminoso. Jamás en la historia de Comitán había existido un proyecto editorial con rumbo, como hoy. ¡Jamás! A la fecha, la administración actual ha distribuido más de ciento setenta mil ejemplares del Kujchil. Sí, mi niña, oíste bien: ¡ciento setenta mil ejemplares! A las cosas hay que llamarlas por su nombre, y esto tiene un nombre: ¡altura!, altura de miras intelectuales. No sé si sea un exceso, pero si así lo fuese alguien podría desmentirme y yo recularía de inmediato: ¡no hay en todo el estado de Chiapas una propuesta similar! No existe ayuntamiento de Chiapas que prodigue tal cantidad de semillas de luz. Bueno, con decir que ni siquiera la instancia cultura de gobierno más importante del estado tiene una propuesta similar. A los ejemplares impresos del Kujchil se agrega la oportunidad de leer la gaceta a través del Internet, en la página oficial del Ayuntamiento o en issuu.com.
Amín Guillén preguntó si, en realidad, el tiraje es de diez mil ejemplares, o es como el viejo truco que practican muchos periódicos que inflan sus tirajes. ¡No! El tiraje sí es de ¡diez mil ejemplares mensuales! Ahora, el periódico “Síntesis” lo distribuye, como encarte, en las ciudades de Tuxtla Gutiérrez, San Cristóbal y Comitán, pero en nuestro pueblo se distribuye, además, de mano en mano, en el parque central y en diversas escuelas del municipio. En Yalumá, y también en la ciudad de Las Margaritas y en la Villa de La Trinitaria, vuelan ejemplares que inician su vuelo en ese árbol alto que está sembrado en nuestro pueblo.
Esto, mi niña, permitió que las palabras de Eraclio y de Fábregas ¡se multiplicaran! ¿Qué dijo Don Andrés? Ahí está en un número de Kujchil su palabra inteligente. El mensaje no fue sólo para trescientos, ya llegó a diez mil espíritus, ya tocó el alma de muchos jóvenes y ya detonó la mente de muchos. Asimismo, tal vez algún lector sea “tocado” con la palabra de Eraclio Zepeda y se convierta en un lector de sus obras y luego sea lector de mil mundos y eso modifique su vida para bien.
Ningún presidente, en algún momento de la historia de Chiapas, se atrevió a hacer lo que está haciendo el presidente Luis Ignacio. El camino está puesto. Sólo falta que los lectores lo recorran una y otra vez para cimentar mejores perspectivas de vida.
El contenido de la gaceta es un contenido agradable. Contiene una sección infantil donde los niños se encuentran y encuentran a su Comitán. El contenido de la gaceta es como Comitán: afectuoso, simpático, picaresco, inteligente y amoroso. ¡Así somos los comitecos!
Todas las voces están ahí incluidas. ¿Sólo Laco y Fábregas deben ser escuchados? ¡Por supuesto que no! Chiapas, como cualquier pueblo del mundo, está hecho de todas las voces. En Kujchil ninguna voz queda fuera. Ahí están los testimonios de Luis Armando Suárez (director del Centro Cultural Rosario Castellanos); de Luis Enrique Alfonzo Muñoz (nuestro paisano que labora como comentarista de deportes en una conocida televisora nacional); la señorita Tere Mora (maravillosa mujer que es pilar fundamental en la permanencia de la devoción a San Caralampio); doña Anita Castellanos de Baca (mujer de teatro y río de anécdotas simpáticas de este pueblo); don Vidal Gordillo (nevero de cien Himalayas); don Rafael Pascacio (voz singular de la historia de los míticos cines Comitán y Montebello); doña Julita Ochoa (dueña del restaurante “July”, donde se preparan las mejores tortas de pierna del mundo); don Mario Uvence Rojas (actual Secretario de Turismo); Óscar Oliva (poeta mayor de Chiapas); y muchos, muchos más. En el Kujchil están las calles y los cielos de Comitán. Están para que cualquiera pueda tocarlos y embarrarlos, para siempre, en su corazón.
Nadie podrá negar este avance. En un estado con múltiples carencias, en Comitán se llenan vacíos, se hace con un cariño y con un proyecto como, tal vez, no se hace en algún otro municipio. No faltará (nunca falta) el “talamontes” que, sólo por joder, quiera negar estos avances. Pero, estoy seguro, que la mayoría abonará estos terrenos, los abonará para que, de hoy en adelante, no se retroceda en este logro. Las próximas administraciones no podrán recular, tendrán que seguir sembrando. Hoy el presidente Luis Ignacio siembra y siembra bien, lo hace así porque él es un árbol alto y sabe que sólo con la inteligencia puesta al servicio de los demás es posible abonar para que los niños y jóvenes comitecos sean, el día de mañana, de igual forma, ¡árboles muy altos!
Posdata: ¿y qué decir de ese otro árbol maravilloso que se llama Rebeca Solís de Álvarez? Vos sabes, niña mía, que la maestra Rebe falleció en días pasados. Comitán lamenta su ausencia física, pero celebra la bondad de su sombra perenne. Los árboles altos nunca se van del todo. Mi papá siempre me protegió. Hoy, muchos años después de su partida, sigo acercándome a su tronco y disfrutando de la sombra de su fronda. ¡Vida eterna a esos árboles! ¡Vida eterna a la maestra Rebe! ¡Vida eterna a los hombres y mujeres de buena voluntad!
viernes, 13 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA DIVERSIÓN ESTÁ POR LAS NUBES
Si los elementos de la fotografía fuesen columnas estos serían sus capiteles: una techumbre de teja y una lámina con un letrero. ¿Y el cielo? Si el cielo fuese una columna deteniendo el infinito, el fondo de esta columna también sería su capitel. Un capitel sin nubes, un tanto nublado.
El primer elemento trata de ser atractivo, de ser la síntesis del festejo, porque se nota que esta calle está de fiesta (al fondo se ve la placa que ostenta el nombre de la calle). Esta calle, de por sí, tranquila está de fiesta. Está llena de puestos que modifican su cara cotidiana. Tan es así, que si el lector ve con atención observará que en el techo está recostada la vara de un cohete. Ya hizo su rebumbio, ya subió al “capitel” del cielo, ya abrió su panza y vomitó su luz de luciérnaga atarantada. Fue sólo un instante. La vida (después de todo) es como un cohete, apenas dura un instante. Después de hacer su relajo celestial, el cohete tuvo miedo de continuar subiendo, tuvo miedo de ser igual que sus primos mayores que llegan hasta la luna, y se detuvo y se dejó caer en caída libre. A diez metros del suelo eligió el sitio y decidió caer sobre este techo, porque sería tan triste caer sobre el piso, sobre el cemento de esta calle triste que, ahora, está de fiesta. Eligió caer sobre el tejado porque éste es como un tobogán, es como una resbaladilla eterna donde el agua de lluvia juega a que se avienta de un trampolín. Siempre es bueno que en las caídas exista algo como un descanso, es tan feo caer de sopetón sobre el piso, caer desde tan alto no es bueno. Como este cohete eligió caer sobre el techo se ve que mantiene completa su vara, la que le da sustento. Ahora servirá para que los pájaros se detengan sobre ella, sobre su columna frágil de hilo de madera. Los pájaros se parecen a los hombres y mujeres, a ellos también les gusta jugar. Cuando los pájaros están sobre los tejados se dejan resbalar tantito y al llegar al vacío se sueltan, abren las alas y vuelan; pero mientras están en los tejados dan saltitos de teja en teja, tienen cuidado de no caer en los vados, casi casi como si fuesen niños y jugaran a no pisar rayita. Pero cuando una vara de cohete se aparece ante ellos, muchos pajaritos se encaraman a ella y juegan al equilibrista o al sube y baja. Se exponen, uno sabe que se exponen, porque el sedimento de pólvora es peligroso para ellos, pero se sabe que los pájaros niños son traviesos, son tan traviesos como los niños de las estepas rusas, niños que juegan a brincar la cuerda en campos sembrados con bombas de la segunda guerra mundial. A veces abrimos el periódico y nos enteramos que dos niños, jugando a los escondites, pisaron dos bombas y éstas explotaron. Se ven las caritas de los niños en camas de hospital, se les ve con las piernas mutiladas. Las bombas causan tanto daño a los niños, tanto cuando caen desde “el capitel” del cielo como cuando están sembradas como si fuesen papas o fresas.
¿Quién se fija en el error de la palabra diversiones? ¡Nadie! Todo mundo camina por la calle, embobado por tanta bisutería, por tanto jocote encurtido, por tanto muñeco de luchador, por tanta botella de mistela. La calle está de fiesta. Calle que, todos los días, tiene un rostro de viejo con bastón, toma, por la magia del festejo y por la ilusión del maquillaje, otra cara, una cara menos cotidiana, una cara más de “putita adolescente”. La calle se llena de afeites y el techo de la casa recibe varas de cohetes lanzados al “capitel” del cielo.
miércoles, 11 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY UN DIÁLOGO MARAVILLOSO
Cuentan que una tarde apareció un bache enorme a mitad de la calle. Cuentan que un vecino puso una alerta. El mundo debería estar agradecido con ese vecino. Porque no se conformó con poner una llanta vieja o una vara de membrillo a mitad del charco. Para alertar a los automovilistas, el vecino usó su ingenio y colocó un anafre de color azul matizado con ocres óxido; le incorporó un tronco metálico, una cabeza y un brazo flexionado. Este brazo permite que el ciclista se orille “a la orilla”. Hasta acá ¡todo bien! Los automovilistas, desde cincuenta metros antes, se enteran que ahí hay un bache y deben eludirlo. Ojalá que en la próxima entrega de Reconocimientos al Valor Ciudadano se entregue una mención especial a este vecino. Pero si esto no fuera posible, porque se sabe que esos reconocimientos van a dar a manos de algún integrante de Organización, porque si no hacen manifestaciones, pintas y plantones, entonces hacemos un llamado muy atento para que se considere al vecino como candidato a recibir un premio en la entrega de reconocimientos al arte urbano.
Decía que todo bien, que todo como si fuese una calle normal. Pero si el lector pone atención verá que en la esquina cruza una camioneta de color amarillo. Y si el lector logra advertirlo, verá que una carita sonríe. Sí, sucede que el fotógrafo fue afortunado y logró ser testigo de un momento prodigioso, el instante en que la carita roja de la alerta le gritó a la carita blanca del camión amarillo. Le gritó un “¡Ey, ey!”. La carita redonda blanca sonrió y preguntó: “¿Qué?”, y la carita roja, antes de que el camión desapareciera, dijo: “mándame unas papitas”. La carita roja ya no supo qué dijo la carita blanca porque el camión ya había desaparecido en la calle.
Es una pena que los camioneros manejen rápido. A veces no se dan cuenta de esos diálogos prodigios que se dan entre pares.
La alerta se quedó como había estado durante dos días seguidos, dos días de lluvias intensas. Se quedó solo, apenas acompañado por algún ciclista o por algún peatón. El vecino que lo puso a mitad de la calle no se preocupó más por él. Cuando su hijo preguntó: “¿no será que tiene sed, papi?”, él dijo que no, agua es lo que le hacía falta. Y nadie podría acusarlo ante Derechos Humanos, primero porque la alerta tiene forma de humano, pero no es humano; y segundo porque no sufrió de insolación ya que esos días estuvo nublado la mayor parte del tiempo.
Los que saben dicen que los baches son como los hongos, salen en cuanto la lluvia aparece. No todos los baches tienen la suerte de este bache consentido. A los baches sólo les toman fotografías cuando son enormes y hacen travesuras mayúsculas, como ese que apareció en Tuxtla y se comió casi entero a un carro que por ahí transitaba. La mayoría de baches pasan inadvertidos, tanto para los fotógrafos como para los automovilistas que, en plena lluvia, caen y dañan llantas y amortiguadores.
Armando dice que los baches tienen un halo especial ya que, como si tuviesen un mecanismo automático, provocan palabras altisonantes en cuanto algún automovilista cae en sus trampas. Los baches son como fantasmas. Cuando alguna autoridad se acomide a cubrirlos, los baches desaparecen como por arte de magia. Al igual que los tzizimes se resguardan en la otredad y aparecen sólo cuando comienza la temporada de lluvias. Los baches sueñan con ser tzizimes algún día, les gustaría tanto volar, pero esto ¡no es posible!
Es una pena que el diálogo entre la carita feliz y la carita roja se haya interrumpido. Hubiese sido tan interesante escuchar un poco más, algo como “a que no puedes comer solo una”, y esto sería verdad porque comer papitas doradas a mitad de la calle en plena lluvia es complicado.
lunes, 9 de junio de 2014
CUANDO LAS PIEDRAS Y LOS MUÑECOS ¡HABLAN!
Emilio Gómez Ozuna estuvo en Comitán en días pasados. Convocó a dos actos: una actividad lúdica con títeres (ustedes saben que es un titiritero maravilloso) y a la presentación de un libro de su autoría. Ornán Gómez, organizador del Primer Encuentro Académico Cultural de Educación Básica en la Meseta Comiteca, me invitó a ser uno de los presentadores del libro. Paso copia del textillo que leí:
Emilio Gómez Ozuna escribió un libro. Él dice que es “pepenador de palabras”. ¿En dónde se encuentran las palabras? ¿Tiradas en la tierra? ¿Colgadas en los árboles? ¿Se desplazan, invisibles, por el aire? Las palabras, dice Emilio, también están no sólo debajo de las piedras, sino dentro de las piedras mismas, son el aliento de las piedras.
“Donde las piedras respiran” es el título del libro de Emilio. A partir de hoy, los pepenadores de palabras deberán tener cuidado al levantar una piedra, porque es posible que no hallen poetas, sino el dificultoso ritmo del sapo a la hora que la piedra respira.
¿De qué está formado este libro? Emilio no miente. Está formado de piedritas, algunas más pequeñas que otras; unas más pulidas que otras; unas más llenas de vetas; unas más verdes, más cimiento de ruinas.
Emilio, en efecto, no miente. Ha caminado por muchos caminos y ha pepenado piedras. Piedras que nos recuerdan que el hombre nada es sin el cimiento. Nuestra estructura mental sería nada sin las piedras que le dan sustento. Estas piedras, algunas llenas de polvo, llenas de moho, nos hablan de que hubo un tiempo en que esta región era el hueco sagrado donde la leyenda y la vida sencilla aparecían con la simpleza con que aparecían los fantasmas. En este libro el lector halla una serie de piedras con las que puede empedrar su camino, con las que puede sustituir las nubes. En tiempos en que los oxxos, las supercarreteras con baches, las calles llenas de ambulantes y de protestantes, las casas con espejos de hormigón, el libro de Emilio nos recuerda que hubo un tiempo en que la vida era como una nube que caminaba por nuestros cielos sin apremio.
Emilio nos recuerda que no es bueno el olvido, incluso, nos dice que podemos, con esas piedras, formular un nuevo edificio que preserve la memoria. Este libro está lleno de memoria, de la memoria de Emilio, de su prolijo andar por tantos caminos. Este libro es como una alforja llena de piedras que, contraviniendo toda regla física, respiran como respiran los batracios y los ríos ahora llenos de mierda. Las piedras también respiran. ¿A qué hora, los hombres, recordamos que también debemos respirar? ¿A qué hora recordamos que debemos respirar aires más limpios, menos globalizadores, menos llenos de polución posmoderna?
No solo se trata de que las piedras respiren. Se trata de que lo hagan en cielos libres del humo que vomita la bestia que ahoga el futuro del hombre.
Gracias.
domingo, 8 de junio de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LAS ERRES SON GENEROSAS
Es clásico el chiste. Llega el hombre y dice: doctor, no puedo decir perro. Cómo no, ya lo está diciendo. No, no, dice el hombre, perro sí, perro la palabra perro ¡no!
Hay personas que no pueden pronunciar la ere y todo lo pronuncian con erre. Tal vez el rotulista de este anuncio tiene el mismo problema. Y es que su lógica le indicó que si suena “redila” hay una erre arrastrada al principio. Otra cosa fue cuando tuvo que escribir “estructura”, ahí no se equivocó porque la ere suena como línea de aire y no como un panzer alemán.
Mi maestro Enrique García Cuéllar me enseñó a ser tolerante con este tipo de anuncios. Los rotulistas de anuncios callejeros se hicieron en la calle, al trochi mochi. No se justifica, pero se tolera el anuncio hecho, si no con las patas, sí con una ignorancia supina. Lo que mi maestro no toleraba (y que se da con una frecuencia avasallante) son los errores gramaticales en instituciones superiores. A veces leemos anuncios de universidades que contienen errores garrafales. ¡Esto sí es inadmisible! Los anuncios callejeros tienen la (des)gracia de estar soportados en nuestro sistema educativo. Se sabe que nadie escribe el texto perfecto y que todo mundo está expuesto a resbalar en cualquier línea. Se sabe que el dominio de un idioma es un terreno jabonoso. El lenguaje es muy complejo. Sólo los muy doctos pueden presumir de un manejo limpio del uso del lenguaje y, aún a éstos se les va la cabra al monte, de vez en vez.
Somos tolerantes, hasta que nos damos cuenta de que estos anuncios son como tareas escritas en pizarrones que tardan mucho tiempo en borrarse. El niño que pasa una y otra vez por esa calle y lee este letrero terminará escribiendo redila con la doble erre. Esto sí es una desgracia, pero nuestro país está plagado de estas desgracias que, en ánimo de tolerancia, festejamos y lo volvemos fiesta. Cualquiera podrá pensar que esta redila no es cualquier redila, si tiene reforzada la erre es porque es una redila blindada que resguarda a los bueyes más güeyes; o tiene la erre reforzada porque siempre lleva a gente muy arrecha.
¿Y qué podemos decir del etcétera que acá tiene más puntos que una herida costurada? ¿Cómo se lee? ¿Epunto-tepunto-cepunto?
El letrero fue pintado por un rotulista generoso, que no cobra por letra, porque si cobrara por letra sería un rotulista caro. Se nota, por la modestia del soporte de madera, que es un rotulista baratero. Es tal su generosidad que no duda en regalar eres y puntos, tal vez porque el universo necesita más puntos para unirlos y formar líneas, líneas que construyan edificios.
Mi maestro me enseñó a ser tolerante ante los rotulistas analfabetos y a ser intolerante ante los profesionistas que escriben con las patas. ¡Soy tolerante! ¿Qué más queda hacer en este país donde hasta los libros de texto gratuitos tienen errores?
sábado, 7 de junio de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO MUNDO RESBALA
Querida Mariana: tengo dos libros sobre el buró. Uno de ellos es el libro que escribió Pilar Jiménez y se llama: “Jaime Sabines. Apuntes para una biografía”; el otro tiene como título “Vivir para contarla”, autobiografía de Gabriel García Márquez (en realidad, el libro de Pilar da voz a Jaime, es, por lo tanto, una especie de autobiografía).
Me gustan los libros. Tal vez, los libros me gustan más que cualquier otro objeto en el mundo. No a todo mundo le gustan los libros. Tengo amigos que prefieren los autos, los ranchos, los relojes, la ropa, las mujeres (no te enojés, ellos, mis amigos, que por encima de cualquier cosa del mundo prefieren a las mujeres, las ven como meros objetos de colección). Tengo amigos que poseen diez o quince autos de colección. Entran a las cocheras especiales y ven los autos como si fueran dioses. Pasan la mano sobre la carrocería como si acariciaran a Demi Moore. A mí nunca llamaron mi atención los autos, ni los relojes, ni las esquinas de haciendas. Por alguna razón extraña me sedujeron los libros. Cuando entro a una biblioteca o a una librería algo como un aleteo de pájaro asoma en mi espíritu.
Iba con Margot cuando compré el libro de García Márquez. Ella lo tomó, le quitó el plástico protector y lo llevó a su pecho. Dijo: “Ah, cómo me gustan los libros nuevos”. Luego, a la hora que subimos al auto y ella bajó el cristal de la ventanilla, dijo que todos los escritores tienen la vocación de vivir la vida para contarla y le dio vuelta al título de Gabo: “Contarla para vivir”. Sí, agregó, todos los escritores cuentan sus vidas porque es su forma de vivir. Margot tiene razón. Los escritores, de una o de otra forma, somos grandes chismosos, que andamos cuente y cuente vidas por todos lados. A veces, como en el caso de Gabo y de Sabines, contamos nuestra propia vida.
Cuando estoy en una comida con amigos, alguno de ellos, al contar algo, me dice: “pero no lo vayás a escribir en una de tus Arenillas”. Me siento incómodo, porque es un poco como si cometiera un acto de deslealtad al contar esas historias que me cuentan. Algunos otros, como si fuese pedido especial, me cuentan historias para que yo las escriba. No funciono en ambos sentidos. Ni cuento todo lo que me cuentan, ni cuento historias especiales. Mi cerebro funciona de otra forma. Una forma que no puedo explicar.
Antes, cuando comenzaba a escribir una historia pensaba que tenía muy claro por donde andaría el texto. Pronto me di cuenta que jamás llegaba al desenlace esperado. Las historias (cuando menos en mi caso) caminan por sí solas y a veces toman senderos insospechados. Un poco como si saliera de mi casa con rumbo a la Cruz Grande y, de pronto, sin hallar una razón lógica terminara por el rumbo de los Zanjones.
De niño me sucedió un embrollo en la zona de los Zanjones. Tendría nueve o diez años. Rafa llegó a casa un sábado por la mañana y pidió permiso con mi mamá para que lo acompañara a la suya. Salimos y caminamos, con dirección a Yalchivol, barrio donde estaba su casa. Rafa tomó un atajo y yo lo seguí. Cuando me di cuenta estábamos en los Zanjones, que son laderas donde los ladrilleros obtienen el barro para hacer tejas y ladrillos. A medida que los hombres sacan el barro en esa medida “se comen” la ladera. Nunca había estado en ese territorio. Una noche antes había llovido y el suelo estaba todo chicloso. Rafa bajó por una pendiente y yo lo seguí, pero resbalé. Mi pantalón y mis manos quedaron sucios. Rafa rió y se tiró a mi lado y se revolcó como si fuese un cuch. Yo también reí, pero a la hora que nos despedimos sentí un nudo amargo en mi garganta. Salí de casa de mi amigo a las doce del día, mientras caminaba iba pensando en que mi mamá me regañaría. Mi pantalón estaba lleno de lodo, de un lodo amarillo que se había hecho costra. Una costra difícil de quitar. Me senté en una piedra y me puse a llorar. Una señora se acercó y me preguntó por qué lloraba. Le conté. Me dijo que no debía llorar por eso, que en su casa (que estaba casi enfrente) ella podía limpiar el pantalón. “Vení”, me dijo y me tomó de la mano. La seguí. Entramos por un zaguán oscuro. El techo era de lámina de zinc, sucia, polvosa. Las paredes estaban construidas con tablones de madera, también sucios y polvosos. Un olor de mierda de cerdo inundaba todo el patio. Tal vez, en el fondo de la casa la mujer tenía crianza de cuches. El piso era de tierra, de ese mismo lodo amarillo y opaco con que estaba sucio mi pantalón. La mujer me dijo que me sentara y miré que ella fue por una palangana llena de agua. Me subió las mangas de la camisa y comenzó a limpiarme el pantalón. Lo hacía con delicadeza, sin ver la parte que limpiaba, porque su mirada estaba fija en mi muñeca del brazo izquierdo, ahí donde estaba el reloj que mi papá me había traído como recuerdo de un viaje. La carátula tenía colores verdes y zafiros, como si fuese de agua. Las manecillas ¡grandes!, como antenas de hormiga gigante. La mujer siguió limpiando mi pantalón. Entró otra mujer a la casa, dejó la bolsa que cargaba y sacó dos gatos. No supe si estaban vivos o muertos. Tuve miedo. Las dos mujeres se vieron y la que acababa de llegar dijo algo en un idioma incomprensible (tal vez tojolabal, porque la mujer vestía una falda larga con muchos colores). La mujer que me limpiaba dijo que sí (supe que eso había dicho porque asintió con la cabeza). La otra mujer regresó a la puerta y le puso el pasador. Yo comencé a llorar, lento, de forma sorda. La mujer me dijo que no llorara, que pronto estaría limpio mi pantalón. Pedí que quería irme a casa. Las dos mujeres me dijeron que me acompañarían, el rumbo era peligroso, dijeron. ¿Nunca había oído hablar de las enagüitas? Eran hombres vestidos de mujeres que se dedicaban a robar niños, a robar pichitos. ¿En dónde vivía?, me preguntaron las dos mujeres. Dije que por el parque central. “Te acompañaremos”, dijeron. Me pidieron que no llorara. La otra mujer dijo algo y la primera agarró mi mano y mostró el reloj. Yo, que continuaba llorando, le dije que podían quedarse con el reloj, me paré, desabroché el extensible y le entregué el reloj. La mujer dijo: “gracias, está muy bonito”. La otra mujer se acercó y revisó el reloj. Yo caminé con rumbo a la puerta, lo hice como si no quisiera despertar la tierra, pero con la prisa de un gamo. Corrí el pasador y abrí la puerta hecha con piezas de madera húmeda y lámina de zinc. En cuanto vi la calle corrí. No tuve que correr mucho, apenas media cuadra, porque mis papás, Rafa y sus papás estaban con dos hombres, les preguntaban si no habían visto a un niño que…”ahí está”, dijo Rafa y corrió a abrazarme. Mi llanto se desbordó y dejé que escapara como si fuese un pájaro con las alas liberadas. “¿En dónde estabas?”, preguntó mi mamá, mientras me abrazaba. “¿Alguien te hizo algo?”, preguntó mi papá, revisándome todo el cuerpo. No, dije, no, perdón, me perdí. Salí de la casa de Rafa y me perdí. Los papás de Rafa se disculparon, dijeron que habían cometido una falta. No debieron dejarme ir solo.
Me gustan los libros. Me gustan más que cualquier objeto del mundo. Los libros nuevos huelen bonito, a pesar de que contienen todos los aromas del mundo. Los libros contienen perfumes discretos colocados en el cuello de alguna dama de alta sociedad, pero, asimismo, contienen los olores pútridos de un perro muerto. Los libros contienen los paisajes más hermosos del mundo y del universo, pero, a la vez, contienen descripciones de cuartos miserables donde un viejo asqueroso, con olor a ron, manosea a una niña. Los libros contienen toda la esencia de la vida y se sabe que la esencia de la vida es una mezcla de luz y de sombra. Me gusta ver la vida a través de los libros. Confieso que la vida así, a todo color, la de la calle, la del mercado, la de los pasadizos, no me gusta tanto, como la vida decantada en el tamiz del libro. Muchos me han dicho que estoy mal, que mi vida no es normal. Lo entiendo. Me gusta más la vida que existe en los libros que la vida real.
Cuando mi papá me preguntó por el reloj le dije que se me había caído en los Zanjones. Jamás conté la historia que viví al lado de aquellas dos mujeres. Aún ahora sigo sintiendo el olor a mierda que inundaba el patio de aquella casa miserable. A veces, despierto de manera abrupta, sudando y siento esa pestilencia, como si yo estuviese a mitad de ese patio. Nunca he logrado dilucidar cómo es posible que los olores de las pesadillas se cuelen por un instante a la hora que regreso del sueño. A la hora de despertar siento esa pestilencia como si fuese el despojo de un naufragio. Un segundo después todo desaparece y la calma de mi cuarto se reinstala, pero mientras despierto del todo, una telaraña del sueño sigue en la esquina del cuarto.
García Márquez ya no terminó de escribir sus memorias. Parece que comenzó a redactarlas muy tarde. Había prometido tres volúmenes. Sólo nos legó el primero, el que corresponde a su infancia y juventud. Un día, ya te he contado, comenzó a perder la memoria. Ahora, si queremos meternos en la ventana de su casa, para chismear acerca de su vida adulta, no queda más que hurgar en las biografías que otros cuentan. La riqueza de la autobiografía es que todo está visto desde la perspectiva personal. Nadie puede contar más que aquél que vive la vida. Gabo advierte que algunas cosas no corresponden a lo vivido. Hay, en todo escritor un buen tramo de parcela que cultiva con deseos y con sueños. Después de todo, los deseos y los sueños también son fragmentos que conforman la vida. Ya te conté el otro día que yo juro haber tenido un perro grande, negro, en la casa. Recuerdo haber trepado a su lomo, en el corredor, y jugado con él. Mi mamá asegura que esto no es cierto. Entonces yo, sin torcer totalmente el brazo, digo que tal vez este perro existió en casa de un amigo con el que iba a jugar por las tardes. De lo que sí estoy seguro es que ese amigo no fue Rafa, porque jamás volví a ir a su casa, desde aquel suceso. Rafa tampoco volvió a llegar a mi casa. Rafa, no sé por qué, se cambió de escuela. El otro día vi la foto de generación de primaria y no lo hallé. Puse la foto sobre la mesa y le pedí a mi mamá que me ayudara a completar los nombres de algunos. Mi mamá no pudo ayudarme. Me dijo que si yo no recordaba los nombres de mis compañeros ¡menos ella! Ella sólo conoció a los más cercanos, a los que llegaban a jugar o a hacer tarea conmigo. Entonces le hablé de Rafa y ella dijo que no lo recordaba. Pero ¿cómo no?, le dije. ¿No te acordás del día que me extravié por la zona de los Zanjones? Por favor, dijo ella, ¿cómo creés? Eso nunca pasó. Dios mío. Me hubiera yo muerto. Tu papá y yo nunca dejamos que salieras solo. Tu papá siempre te mandaba con algún empleado de la casa. Seguro que si te hubiésemos dado permiso alguien habría ido por vos a la hora convenida. Esto fue lo que dijo mi mamá.
Posdata: me gustan los libros. Me entero de cosas que pasan en otras partes del mundo. Es como si tuviese la capacidad de estar presente en salas, patios y recámaras de otras casas. A veces llego a querer a personajes que un mes antes no conocía. Se vuelven tan cercanos que los llevo en mi corazón.
Me gustan las casas que tienen libros. Me gustan las personas que, también, les gustan los libros. Disfruto mucho cuando veo a una muchacha bonita con un libro. Pienso que me gustaría ser amigo de ella, que leyéramos juntos algún capítulo y lo comentáramos.
Soy amigo de Margot, porque a ella le gustan los libros. Me cuenta que es lectora desde que su abuelo la subía a la hamaca y le leía cuentos infantiles. Cuando su abuelo murió, ella, en lugar de depositar una flor a la hora que bajaron el cajón, aventó un barquito de papel, que era una hoja que había arrancado del libro de cuentos que él le regaló cuando cumplió diez años. Siempre me gustó esta imagen. Hacer un barquito con una hoja de libro. A final de cuentas esto es lo que son los libros: barcos que nos llevan a conocer regiones muy distantes. He viajado mucho, muchísimo, gracias a los libros. Lo he hecho sin algún riesgo, sin resbalarme en las laderas llenas de lodo amarillo, sin mancharme los pantalones, sin la amenaza de que me regañe mi mamá al regresar a la casa. Lo he hecho sin el temor de toparme con los “enagüitas”, que son unos cabrones que se visten de mujer para raptar a los niños.
Me gustan los libros. Han sido mis mejores amigos. Siempre me acompañan cuando regreso a casa. Nunca me dejan solo.
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