lunes, 29 de junio de 2015

MÁS QUE UN COLOR




A, B y yo somos amigos desde hace muchos años. Los tres nacimos en Comitán, pero vivimos en rumbos diferentes y, por supuesto, en casas distintas. Yo viví mi infancia (lo he dicho hasta la saciedad) a media cuadra del parque central; B vivió también en el centro y A vivió en donde hoy es la ampliación del parque. La diferencia entre A, B y yo es que ellos vivían en casas que eran propiedad de sus papás, casas que, probablemente, habían heredado de sus ancestros. Yo vivía en una casa rentada. En 1965, más o menos, mis papás y yo nos mudamos a una casa propia que había mandado a construir mi papá. Dejé el Centro y fui a vivir al barrio de Guadalupe. Esta mudanza no modificó mi amistad con A y B, como no la había roto el hecho de que ellos vivieran en casas propias y yo en una rentada. Nada modificaba el hecho de que las familias de ellos tuviesen ranchos y mi familia no. La amistad es tan sólida que no importa si uno es católico, el otro budista y uno más agnóstico.
¿Por qué digo esto? Porque A, B y yo hemos tenido gustos diferentes y hemos caminado por senderos distintos, que han sido paralelos. Cuando A tuvo su novia nosotros lo entendimos y, en la tarde, cuando ella llegaba al parque sabíamos que él se iría y no nos veríamos hasta horas más tarde. B y yo íbamos al Cine Comitán. A veces (hubo ocasiones) B decidía entrar al Cine Montebello, porque siempre ha preferido el cine norteamericano (le encantan las series gringas que exhiben en la televisión). En esas ocasiones (raras) yo iba al Cine Comitán, compraba mi boleto en la taquilla, compraba una orden de tacos y un refresco en la dulcería, buscaba una butaca desocupada y disfrutaba las películas mexicanas de los años setenta, esas en donde aparecían Meche Carreño, Isela Vega, Hugo Stiglitz y Santo, el enmascarado de plata.
Digo esto porque A, B y yo hemos sido tan amigos desde siempre que andábamos encuachados todo el tiempo. La tía de A bromeaba y decía que yo era como su despertador, porque, los domingos, llegaba a las ocho de la mañana, ya urgiéndole a levantarse para que fuéramos a ver el partido de fútbol en el estadio. Ahora, A sigue siendo un gran aficionado al fútbol (le va al Jaguares) y yo veo fútbol en la televisión, esporádicamente. Si alguien me urgiera a mostrar mi afecto por algún equipo diría que le voy a Las Chivas y esto no modifica en algo mi amistad con quien le va al otro equipo.
Cuando llegó el momento de elegir una carrera profesional, A decidió por Derecho, B por arquitectura y yo por una Ingeniería (¡Dios de mi vida, qué absurdo!). Esto no modificó nuestra amistad, no tenía porqué hacerlo. Cada persona es una individualidad y la amistad está por encima de las diferencias naturales y se sostiene por alguna que otra coincidencia. A B no le gusta la lectura, ya dije que se apasiona por el cine; a A sí le gusta la lectura (frecuentemente me obsequia libros); a mí me gusta la lectura y la escritura. A escribe, de vez en vez; B no lo hace. Yo no bebo trago desde hace mucho; A y B siguen tomando un güisqui en las rocas y no desprecian una buena botana de chicharrón y frijoles refritos. A, durante muchos años, fue cazador; B iba de cacería de vez en vez; y yo sólo los acompañaba, porque siempre he sido muy respetuoso de la vida de los animalitos.
Es decir, A, B y yo tenemos gustos y pensamientos diferentes. Ellos disfrutan una carraca o una pierna de venado, yo soy vegetariano. Estamos bendecidos por el mismo cielo, pero montamos sobre nubes diferentes. Siempre es así.
Digo esto porque el otro día Pepe Constantino, en plan de broma, preguntó: “¿Cuántas amistades se habrán perdido ya en estas elecciones?”. Entiendo el sarcasmo de Pepe, entiendo el desborde tonto e inútil de las pasiones. A le va a Jaguares y Z le va al América, pero, igual que nosotros, A y Z han sido amigos de toda la vida y no por el desenlace de un partido cortan esos hilos de luz que tejen el bordado fino de la amistad. Sería una estupidez que por una elección y porque alguien de la palomilla le fuera a otro partido político diferente al mío yo perdiera su amistad. Esto de la política es tan irrelevante como un juego de fútbol.
Hay intentos (los hay, de veras) por polarizar las acciones, por empujar a alguien a la pasión desbordada y desconocer al otro. ¡Qué tonto! A, B y yo hemos sido amigos de toda la vida y lo seguiremos siendo hasta que Dios nos envíe a otra dimensión. ¿Perder la amistad porque tenemos preferencias políticas diferentes? Quienes piensan eso están tontos.
En cuanto terminaba la película B y yo salíamos de los Cines Comitán y Montebello e íbamos al restaurante del Hotel Internacional, pedíamos un sándwich y una malteada de fresa y seguíamos siendo tan amigos. Ahí A nos alcanzaba, después de dejar a la novia en su casa.
Lo que sucede en estos tiempos es lo mismo: ahora estamos viendo películas diferentes, pero cuando termine la exhibición nos reuniremos de nuevo y seguiremos siendo los amigos de siempre. ¿Separados por un color diferente? Tontos los que lo piensan, los que lo creen, los que lo alientan. Tontos los que lo permiten.

domingo, 28 de junio de 2015

ANTES DE DAR EL OTRO PASO





¿Quién es esta muchacha tan modosita, tan tapadita del pecho? ¿Quién esta muchacha tan de raya en medio? Debo hacer caso al sello que dice “Rosario Castellanos”. Sí, es Rosario de mil pumpos, Rosario de mil tortillas de comal, de mil misterios.
¿Quién es esta muchacha con apenas cierto brillo artificial en los labios? ¿Quién esta muchacha que no ve de frente, sino así, de manera sesgada, como si lo importante no estuviese en el centro de la lente, sino en la periferia, en el aro que lo rodea y que le da forma?
Llama mi atención esta fotografía de Rosario. Si alguien me diera a elegir una de las tantas fotografías que le tomaron elegiría ¡ésta!
El cuello de su blusa está abotonado; su cabello cae con una certeza de equilibrio, como si cada mazo (a partir del camino) se desperdigara generoso sobre el plato de la balanza para que todo esté en equilibrio. Armonía, equilibrio, pueden ser palabras que definan este instante. Sobre la blusa lleva algo como un saco de dril, como una bata de trabajo. Si no conociera la historia de su vida diría que este uniforme es semejante al que usan las presidarias. Pero ¡no! Si no conociera su historia de vida diría que es una bata de pintora, pero ella no fue pintora. ¿Dibujaba o sólo llenaba los muros del aire con su palabra?
Se ve tan modosita, tan que no mata una mosca. Se ve tan frágil, tan muñequita de sololoy. Su rostro, terso, parece a punto de quebrarse. Como si toda ella fuese de porcelana y alguien, algún cabrón, llámese Ricardo, llámese Tormenta, estuviese a punto de aventarle una piedra, desde la lejanía, desde la otra orilla.
¿Y por qué me gusta esta fotografía? Porque parece revelar el lago de agua estancada que ella fue. Ella ahí, en medio de las montañas, sola, en medio de la lluvia, ve cómo el aguacero mueve sus aguas. Las gotas chocan contra su cristal, le provocan un movimiento como de olas de mar. Esto es lo que los otros miran, pero ella, ella es un simple charco de agua estancada. Se mueve porque los otros meten sus manos para ver si está tibia el agua, si está fría. Las gaviotas, desorientadas, llegan hasta el espejo de su superficie y buscan peces, peces de mar; lo mismo hacen los pelícanos. Todos buscan peces en su interior, pero ella nada lleva, nada posee; salvo oscuridad, silencio, reclamos.
Me gusta esta fotografía por un detalle casi irrelevante: tiene cejas. ¡Dios mío, qué pensaba a la hora de los otros retratos! ¡A la hora en que muestra un rostro severo, artificial, como piedra, en que se pinta, repinta, una y otra vez, las cejas con un lápiz negro! Uno de los retratos más conocidos de Rosario es donde aparece con un puño cerrado sobre el marco de su barbilla. Ella ve hacia el cielo, hacia donde está el foco de luz, abstraída, como si la vida no estuviese en la Tierra sino en alguna constelación a millones de años luz de esta vida. Sus ojos buscan, está a punto de hallar la fórmula de algún misterio, pero sus cejas repintadas, curveadas, trazadas como si fuesen alas de cuervo, le otorgan al retrato un carácter de payaso, de caricatura. Todo su rostro es alterado por ese aleteo incruento. La armonía del rostro es rota como si mil piedras, en alud, reventaran contra un valle.
¡Dios mío! ¡Qué rostro tan sin rostro el de Rosario! La gran feminista no tuvo un rostro propio. Disimuló su timidez y fragilidad debajo de una máscara de tronco de árbol. Pero el tronco, se advierte, por más que intenta esconderlo, es un tronco enfermo por alguna plaga.
Qué rostro tan oscuro el de la mujer que pretende dar luz.
El rostro que muestra esta fotografía es el rostro de una tacita de té. Está a punto de decir algo, sus labios a punto de abrirse para pronunciar la palabra. Su cabello cae sin ataduras. Es la fotografía de una muchacha modosita, cubierta. Lleva el cuello abotonado. Hace frío. En el corazón de Rosario siempre hay un árbol sin hojas que recibe el viento que viene del Sur, de lo más profundo.

sábado, 27 de junio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY UN MAL QUE SE LLAMA CARAMONÍA




Querida Mariana: ¿vos sabés que es el mal de caramonía? La otra tarde, el doctor Rubén Álvarez hizo la pregunta. Hacía añísimos que no escuchaba la palabra. No creo que sepás qué es caramonía. Vos sos muy joven. Mi tía Romelia decía que el tío Romeo había amanecido con el mal de caramonía cuando el tío tardaba en levantarse. Acudí al libro de modismos de Óscar Bonifaz y encontré que caramonía es “un mal inventado”; un poco como decir que nada tiene.
¡Uf, a cada rato me topo con gente que inventa enfermedades con tal de no cumplir con sus obligaciones! Tengo alumnos en la universidad que, para justificar sus retardos, renguean, dicen que les duele la cabeza. “Me duele mil”, dice una de ellas y pone la misma cara que pondrá dentro de algunos años cuando no quiera tener contacto sexual con su esposo. ¿Le duele mil? ¿Qué forma de expresión es esa?
A mí me encanta el sonido de la palabra caramonía. ¡Quién sabe de dónde la sacaron! Tal vez la sacaron de la misma caja de donde obtienen las demás palabras que empleamos en Comitán. ¿De dónde sacaron la palabra guateque? ¿De dónde la palabra tococh tococh? De pronto un experto me explica que tambor es una palabra onomatopéyica y viene del sonido tam tam y eso tiene lógica, pero ¿de dónde la palabra lek? Si busco en un diccionario etimológico encuentro el origen, pero no quedo satisfecho, porque el diccionario no me explica bien a bien la punta del hilo. Uno de los mayores asombros de la humanidad ¡es el lenguaje! Hemos convenido en que la silla la llamamos silla y todos tan contentos. A veces, en el grupo o con mis afectos, juego a cambiar los nombres de las cosas, “convenimos” en llamar mesa a la silla y el juego se vuelve una fiesta de risa. Ya te conté en una ocasión que los comitecos preparatorianos hacen travesuras a las compañeras que llegan de otros países en plan de intercambio académico. Agarran un bolígrafo y dicen que eso se llama pene. “Pene, pene” repiten, una y otra vez, y la muchacha francesa o portuguesa se atreve a decir: “Pene”. Todos ríen y ríen más cuando la extranjera necesita escribir y dice: “Préstame tu pene”. Somos traviesos. Bueno, a mí me encanta la posibilidad que el lenguaje otorga para el juego. Algunas personas se disgustan con el albur, pero, si lo mirás bien, el albur es uno de los juegos más sublimes y absolutos. Se necesita una gracia especial para alburear y para dar un sentido contrario al símbolo.
Me encanta, asimismo, el sonido de las palabras que empleamos en Comitán y el sentido que le otorgamos. ¿En qué momento le cambiamos el sentido a la palabra flato? Todo mundo sabe lo que flato significa, pero pocos extraños reconocen que en Comitán le otorgamos un sentido misterioso. Cuando un comiteco dice: “Tengo flato” está diciendo que tiene una intranquilidad en su corazón que no sabe de dónde proviene. El flato no es una dolencia del cuerpo es una alteración del alma.
¿Mal de caramonía? No creo que exista otro pueblo del mundo en el que exista tal mal. En Comitán era muy frecuente tener ese mal, en los años sesenta, sobre todo. Asimismo, estar enflatado (es decir, tener el espíritu alterado y lleno de hojuelas de hielo), es marca registrada de los comitecos.
¿Con qué se cura el mal de caramonía? ¿Con qué se cura el flato? No hay médico que sepa la respuesta. Quienes padecen tales males no pueden explicar bien a bien en qué consisten sus dolencias ni saben en qué momento y con qué conjuro los males se revierten. Una buena mañana el tío amanece contento, toma la regadera y riega las plantas del patio, silba. La tía, desde la cocina lo oye y dice que el tío ya está bien. De igual manera, una tarde llena de sol, Margarita se enchina las pestañas con una cuchara, se pinta los labios con un color melón subido, toma su bolso y sale a la calle, llena de vida. Llena de vida ella y llena de vida la calle. Todo tiene un aroma a chulul, todo tiene un color de chicozapote maduro. El flato ¡ha desaparecido! Desaparece de la misma manera en que aparece.
El maestro Bonifaz y mi primo Pepe González hicieron una magnífica labor de rescate y de preservación de palabras comitecas. El libro de Pepe ya no se consigue, pero el del maestro Bonifaz sí. La Unicach acaba de reeditar el libro “Modismos, regionalismos y arcaísmos de Comitán, Chiapas”. Es una pena que tenga algunas erratas que distorsionan el sentido original de las palabras, pero es un acierto que aún tengamos a la mano ese tesoro. Los modismos que empleamos en Comitán son como pequeñas joyas de orfebrería que dan brillo a nuestro lenguaje. El otro día, en el programa “Crónicas de adobe”, de radio IMER, Alex Hiram comentó algunas palabras tomadas del libro de Bonifaz y concluyó diciendo que esas palabras hacen la diferencia en este mundo globalizado que intenta uniformar todo, incluso el lenguaje. Ah, qué mundo tan perverso. Hubo un tiempo, siglo XV, en que los españoles llegaron a estas tierras y casi casi enterraron las lenguas nativas. Se sabe que un signo de dominación es, precisamente, la implantación de otra lengua, la lengua del conquistador. Va. Las nuevas generaciones crecieron con el uso de esa lengua, la lengua maravillosa que aún hablamos. Ahora, dicha lengua se ve alterada porque cada vez se reduce más. Ah, qué mundo tan jodido. Los nuevos conquistadores quieren limitar nuestro pensamiento y nuestra capacidad de expresión. Hoy, los jóvenes poseen un acervo limitado de la lengua española y una carpeta casi vacía de palabras comitecas. Los nuevos conquistadores quieren que enmudezcamos. Te digo, el mundo es perverso. Los viejos nos damos cuenta de esa perversión, los jóvenes ¡no!
Los jóvenes comitecos de hoy son propensos a “la depre”. ¡Por el amor de Dios! Están confundidos. La tía Eugenia les diría que no jodan, que lo que tienen es un simple flato. Que no se preocupen, que tomen su mochila, que preparen unos “paquitos” de frijol y de chorizo con huevo y que caminen por el rumbo de Yalchivol. Cuando vengan a ver el flato estará olvidado. ¡Pero no! Los jóvenes de hoy tienen un “trastorno maniaco depresivo” y deben ser atendidos por un especialista que los atiborra de medicamentos antidepresivos. A ustedes, los chavos, les da “la depre”. ¡Valgame Dios! Nosotros simplemente nos enflatábamos. A nosotros se nos quitaba el flato bebiendo estos cielos; ustedes no salen tan fácil de sus estados emocionales y, a veces, caen en estados depresivos neuróticos. ¿Y todo por qué? Todo porque olvidamos nuestras palabras comitecas y sus conceptos. Antes, muchas calamidades del mundo se remediaban con un draque, que era una infusión con un chorrito de trago.
¿Has visto cómo una simple luxación de dedo se convierte en toda una tragedia? Antes, la mamá llevaba al niño con el huesero y éste, después de un par de buenos sobones, entablillaba el dedo con dos pedacitos de madera. Había conciencia del significado de las palabras: entablillar significa sujetar un miembro con tablillas. Ahora, los médicos colocan una férula hecha con aluminio y algún otro metal que proviene de Marte, son chunches que parecen sacados de una película de Robocop. ¿Cuánto costaba la entablillada del huesero? ¿Cuánto cuesta la férula del siglo XXI? Férula es sinónimo de tablilla, pero como férula suena más “nice” el costo se incrementa. Ahora está de moda cotorrear con los nombres de platillos gourmets. En un restaurante de Polanco te sirven: “Laminillas crocantes cilíndricas, rellenas con tiras de poulet, aderezadas con crème la maison de Francoise”; que es el mismo platillo que sirven en la fonda y que se llama: “Tacos dorados de pollo, con crema del rancho de don Pancho”. En la fonda, la orden de tres tacos cuesta veinte pesos; en el restaurante de Polanco el plato, con dos tacos, vale trescientos veinte pesos.
Antes, la gente iba al hospital por alguna necesidad suprema. Hoy, acuden hasta por un “váguido” o por un entumecimiento de tutís. Y apenas le asignan habitación al paciente, éste se toma una selfie para subir al face. Hoy, la gente se hospitaliza por un simple mal de caramonía. La gente no lo sabe, porque las enfermedades modernas tienen nombres raros. Antes, la gente sólo se enfermaba de corrimiento o porque se entapiaba. Río, río mucho cuando alguien me dice que tiene una cefalea insoportable. Lo dice como si descubriera el secreto del Movimiento Continuo. La universitaria va más allá y dice: ¡me duele mil! ¿Cefalea? ¡Ah, ya, es un simple dolor de cabeza!

Posdata: Óscar Bonifaz y José Luis González Córdova ya cumplieron con su misión de rescatar esos modismos que nos son tan cercanos y que nos otorgan identidad. Ahora toca a los demás comitecos poner a volar esas palabras, ¡darles aire! Los comitecos debemos sentirnos chentos de nuestros rasgos culturales.

viernes, 26 de junio de 2015

UN DÍA PARA VIAJAR




Rofu, el gato, miró la mesa. Desde el piso pareció calcular la altura y, con las manos en posición de ataque, dio el salto. Quedó justo en el borde de la mesa, pero ya a salvo. Caminó sobre la mesa, como si caminara por un sendero del parque, y llegó al extremo. Desde ahí, de igual manera que lo había hecho en el primer salto, pareció calcular la altura hasta el borde superior del mueble donde la abuela conservaba la cristalería y las vajillas de porcelana japonesa. Se impulsó y, uf, de nuevo, alcanzó la altura y quedó al borde, como si fuese un hombre que, en el pasamano de un puente, viera el río. Y eso fue lo que el gato pareció hacer: vio hacia abajo, como si viera el lento caminar del agua. Luego, caminó sobre la tabla superior del mueble y llegó hasta el borde. De nuevo repitió la operación y saltó hacia el candelabro. Logró sujetarse de una bombilla y luego, como si fuese un malabarista, se instaló a mitad de la lámpara. En menos de dos minutos había logrado pasar del piso al techo, a través de movimientos magistrales y calculados. ¡Ah!, pensó Martín, ¡quién fuera gato! Había acabado de pensarlo cuando vio que Rofu, con sus cuatro patas blancas, como calcetines, y su cuerpo negro, se preparaba para otro salto, pero ¿adónde? Ya el gato estaba en la parte más alta. Después del candelabro sólo estaba el techo de madera de cedro: el plafón. Martín vio que el gato repitió el cálculo y saltó. Vio que, sin problema, cruzó el techo y desapareció. Martín, confundido, se paró, abrió la puerta y salió al jardín, llegó hasta donde estaba el árbol de durazno, se paró en puntillas y vio el techo, buscó al gato. ¡Ahí estaba! El gato caminaba orondo, soberbio, movía la cola de uno a otro lado, se acercó al límite izquierdo, hizo el mismo cálculo y saltó, saltó a la parte más alta del árbol de mango, ahí quedó balanceándose como si fuese un cuervo. El gato se mecía, de izquierda a derecha, parecía un barco en alta mar. Martín se reclinó sobre el tronco y esperó a ver el siguiente movimiento del gato. Ya no había más, pensó Martín, pero cuando vio que el gato, en medio del movimiento de metrónomo, se preparó a dar un salto dejó de respirar y abrió los ojos como si fuese el hueco de un bambú. El gato, igual que lo había hecho en el primer salto, puso sus manitas al frente y se impulsó. Quedó en el borde y, como si fuese un niño travieso, subió una pata y luego, con cierto trabajo, subió la otra. Caminó sobre la nube y se acostó en el centro. Era una nube pequeña, apenas un poco mayor que el gato. El gato parecía agotado, pero, después de dos o tres minutos, se paró, caminó al borde, vio hacia abajo, como si estuviera en un puente y mirara el río. ¡Saltará!, pensó Martín, pero el gato hizo un mohín, como hacen las señoras de la alta sociedad, se dio la vuelta y caminó al otro extremo de la nube, repitió la operación, dio el salto y desapareció a mitad del cielo. Martín pensó que el gato, una de dos, había entrado a uno de esos que llaman hoyos negros o a la burbuja de otra dimensión. Todo en menos de diez minutos. Hubo movimientos normales, casi anecdóticos: el salto a la mesa, a la vitrina, incluso el salto hacia la lámpara, si bien no es un movimiento común en el común de los gatos, sí fue un salto anecdótico, pero ¿qué decir del salto hacia el techo de la casa? ¿Qué decir ante el salto hacia el infinito? ¡Nada!, pensó Martín. Mejor nada qué pensar. Abandonó el jardín y regresó a la casa, fue a la cocina, abrió el refrigerador, tomó una cerveza de bote, jaló una bolsa de frituras que estaba sobre la mesa y entró a la sala. Ahí, echado sobre el sofá, estaba Rofu. Martín abrió la cerveza, dio un trago largo, duradero, y acarició al gato que ronroneó. Martín pensó que todo lo había imaginado, pero luego pensó en la posibilidad segunda: si Rofu había entrado a otra dimensión ¿qué estaba haciendo ahí en la sala, al lado de él, ronroneando como siempre? Martín pensó en la posibilidad y pensó que entonces él había cambiado a otra realidad. Recordó que a la hora que había vuelto a casa, a la hora de abrir la puerta, sintió algo como una corriente de aire, un aire tibio, pero no le dio mayor importancia porque siempre al entrar a su casa, después de estar en la calle, sentía una sensación de alivio, como si el aire de la casa fuera el suéter que le ponía su mamá cuando él iba a la escuela. Vio al gato, echado sobre el sofá, parecía un suéter enorme, tibio, recuperado. Martín, entonces, dejó el bote sobre la mesa de centro y, temeroso, fue hacia la puerta y, antes de abrirla, cerró los ojos y pidió que todo estuviese como siempre, que en el árbol de durazno siguiera el crío, con el pico abierto, esperando que la mamá mirlo llegara a darle de comer, que el árbol de mango tuviera sus ramas llenas de fruto, inclinadas de tanto fruto. Martín, entonces, abrió los ojos y luego la puerta y vio un profundo vacío, lleno de luz. Martín llegó al borde de la puerta y vio hacia abajo, como si fuese un hombre en un puente y viese el lento paso del río allá abajo, muy en el fondo, casi infinito. En el sofá, el gato lamía su pata y luego se acicalaba.

miércoles, 24 de junio de 2015

AL FINAL DE LA CALLE




Se trata de llegar a la esquina. Mientras uno camina por la calle no hay muchas opciones. Apenas detenerse a ver un aparador o entrar a comprar un refresco y unas papas en el tendejón o atreverse a entrar a una vivienda. Hay casas que son como vecindades, como multifamiliares, con un patio común. Esas son las excepciones, la mayoría de casas son privadas, tienen ventanas con cortinas y puertas con una o dos cerraduras. Cuando caminamos por una calle no nos queda otra opción que llegar a la esquina. Las esquinas sí plantean más opciones, son como una encrucijada, permiten que uno se detenga un instante y decida si avanza a la otra calle o da vuelta a la izquierda o a la derecha. Si uno es peatón ocasional y no tiene bien definido el trayecto, si no tiene bien determinado el destino, puede jugar tantito con las posibilidades. Es bonito plantearse ese dilema de no saber a dónde ir.
En Comitán, como en cualquier lugar del mundo, hay esquinas a cada final de calle, pero hay una opción que permite alargar el juego. Quien llega a La pila puede, perfectamente, caminar hacia abajo y llegar a un entrecruzamiento de calles que se llama “Las siete esquinas”. ¡Ah, qué maravilla! Es como una mano de siete dedos, de siete posibilidades. El caminante tiene mil caminos para elegir. Dependiendo de la elección puede llegar al Cenicero, al Cedro, a La pilita Seca, a la Ciénega, a la casa de Mariano Penagos Tovar (Premio Chiapas de algún año) o al Terrazo o cerca de El trompo.
Se trata de llegar a la esquina. Las calles están delimitadas por paralelas, con como esas avenidas por donde corren los caballos en las carreras de ferias de pueblos miserables. La gente debe caminar por la banqueta y no le queda más opción que avanzar o, sólo como juego, detenerse y cruzar la calle para llegar a la otra banqueta, como si fuese un zigzag de sastrería. En cambio, al llegar a la esquina se advierte que las posibilidades se ensanchan, como si uno fuese un barco y el mar mostrara mil islas para encallar o para volar por mil cielos.
No es casual que María, la putita de la cuadra, se pare en la lámpara de la esquina todas las noches. Ella, aburrida de su vida que era tan sosa como una calle, decidió una tarde vender su cuerpo. Lo hizo sin mucha conciencia, colocó un cartel en su espalda: “Se vende”. Un amigo cercano, afectuoso, la llamó y le quitó el cartel y, sólo por broma, le dijo: “Te compro”. Pensó que otro compañero le había hecho la broma, jamás pensó que ella misma se había puesto el letrero. “Por mil, hago lo que quieras”, dijo ella, tenía catorce años. Dijo lo que dijo, porque así lo había visto en la televisión. El amigo titubeó, se hizo para atrás, se apoyó sobre el escritorio del maestro. Los demás compañeros se burlaron, pero Jaime, quien era el más grande del grupo, quien era el cabrón, sacó dos billetes de quinientos y los pasó por la cara del amigo. Luego, Jaime, se acercó a María, le tomó una de sus manos, la abrió, puso los dos billetes en su palma y, tomando de la barbilla a su compañera, dijo: “¿Así que estás dispuesta a hacer lo que yo quiera?”. María, quien ya había decidido ser una putita, metió los dos billetes en su pecho (lo hizo así, porque así lo había visto en la televisión) y como si fuese Andrea Palma en película en blanco y negro, entornó los ojos y dijo que sí, que su boca era la medida, lo tomó de la mano y lo llevó al sanitario, al de hombres. Desde entonces, María es conocida como la Putita de la esquina.
Llama mi atención que es la única que no tiene más opciones en la vida. Parece que la esquina no es tan sabia como a primera vista ofrece. A veces, la vida es una encrucijada y cancela las demás opciones. Ella tiene cuatro años de ejercer el oficio y aún no decide atreverse a desafiar las otras opciones. Su destino es simple: recibe los billetes, los guarda en su pecho y sube las escaleras del departamento, se acuesta, abre las piernas y deja que el hombre camine por ella, como si fuese una calle, una calle sencilla, sin aparadores ni viviendas con patios comunes.

lunes, 22 de junio de 2015

TARDE LEJOS DE CASA




No lo creí al principio, pero Mariana insistió que había un bicho gigante en el parque. Cerré la computadora y dije que iríamos a verlo. Caminamos por el parque de Guadalupe, pasamos por donde anteriormente estaba sembrado el chulul y subimos por la lateral del Hotel Río Escondido. Al llegar a la esquina del parque central, ella puso sus manos sobre sus caderas y dijo: “¿Ya mirás que es cierto?”. Sí, frente al módulo turístico estaba estacionado El Bicho, un autobús, Mercedes Benz, modelo más para allá que para acá. Nos acercamos a curiosear. El camión procedía de Argentina y pertenece a un grupo de trashumantes que andan por toda la América.
Por lo regular, los bichos son pequeños. Tal vez, para hacer contraste, los dueños del autobús lo bautizaron con ese nombre, para que, como sucedió con Mariana, los niños que van de la mano de su mamá lo señalen y digan: “Mirá, mamá, mirá, qué bicho tan grande”.
Este autobús, ya se dijo, tiene años de traqueteo, quién sabe cuántas carreteras ha recorrido, quién sabe cuántos países ha visitado. Es un bicho travieso y paseador, le gusta ir de un lado a otro.
Los grupos de trashumantes son atractivos. Cuando era niño, grupos de húngaros llegaban a Comitán. Los niños rodeábamos sus casas de campaña y nos sorprendíamos antes esos modos diferentes de vida. Romeo dice que invento, pero no. Una vez, los húngaros trajeron un oso negro, que caminaba en dos patas y bailaba al ritmo de un pandero. El hombre sostenía con la mano izquierda una cadena que sujetaba al oso de una de sus patas y con la mano derecha tocaba un pandero contra su muslo derecho. El ritmo del pandero era sostenido, como si un campanero llamara a misa de seis. El oso se movía como un árbol mecido por el viento. Era imponente verlo en su gran altura, sometido como un perro pequeño y con cara de temor. Los osos no eran así, cuando menos, en las revistas de monitos que leíamos, los osos negros eran terroríficos, si un cazador se topaba con uno de ellos y el oso se paraba en sus dos patas traseras, el cazador se convertía en un mínimo bicho, asustado, indefenso. Los osos de las revistas tenían garras que eran como cuchillos, como hachas que podían trozar ramas de árboles gruesos o partir en dos los pechos de leñadores carnosos. El oso de Comitán se movía lento, al ritmo del pandero, un ritmo que era como una gota de agua cayendo tímida sobre una tarja. Todos los espectadores formamos un círculo para ver el espectáculo, sin valla protectora de por medio. Los niños, cogidos de las manos de sus mamás, chupaban paletas de dulce y miraban cómo el oso movía sus patas como si pesaran, como si tuvieran artritis. El baile del oso no duró más de dos minutos. El oso se puso en cuatro patas y se echó sobre el piso, a mitad del círculo que formábamos los espectadores. Una mujer húngara, con vestido holgado y con pulseras en ambos brazos, tomó el pandero del hombre y lo pasó pidiendo una moneda. Algunas mamás abrieron los monederos, escarbaron en el fondo y echaron una moneda en el pandero. El sonido de las monedas al caer era un sonido diferente al que hacía el dedo entrenado del hombre al rasgar la superficie del pandero. Por esto, el oso ya había cerrado los ojos y descansaba. El oso, igual que los húngaros, venía de lejos, de quién sabe qué territorios. Los osos negros no son comunes en estas regiones de quetzales, de venados y de tigrillos. Cuando la mujer agotó el círculo, el hombre agradeció y dijo que el espectáculo del oso había terminado. Todos los espectadores se desperdigaron. El hombre se acercó al oso, le hizo una caricia sobre la cabeza y, jalando la cadena, obligó al animal a pararse en cuatro patas. Pasó cerca de mí, era un bicho gigante, parecía estar cubierto con un abrigo completamente negro.
Siempre llama mi atención los grupos de trashumantes, están tan lejos de sus casas. Los habitantes de El Bicho no tienen hogar, su casa es la panza del autobús en el que viajan, en el que comen, en el que duermen, en el que hacen el amor, en el que sueñan. Están tan lejos. Por ello necesitan transportarse en animales que no sean frágiles. Por ello, este grupo de trashumantes argentinos viaja en la panza de un bicho gigante. El oso que una vez vi era más grande que diez gatos juntos, pero parecía tan frágil, como si no supiera que era oso. Bailaba con el entusiasmo de un niño que es obligado a participar en un festival de fin de curso; bailaba como si fuese un viejo que tenía que sostenerse de un bastón para levantarse e ir al baño.
Mariana insistió: “¿Ahora sí me creés?”. Sí, dije, este bicho es enorme y es una pena que esté tan lejos de casa, tan lejos de sus papás.
Y entonces, Mariana y yo, caminamos, felices, porque estábamos en casa.

domingo, 21 de junio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA BANCA



Hay muchas películas, novelas y cuentos que tratan el tema de la ausencia de vida en la Tierra. Por algún motivo todas las personas y animales mueren y la Tierra se queda deshabitada. Hay instantes en que la Tierra hace ensayos. Cuando una montaña, como gato, se despereza y aparece un alud y cubre casas y arrasa con todo lo que tiene vida, hay un instante en que hasta el silencio deja de respirar y todo es como un hueco donde falta el aire. Todo es asfixiante.
Esta fotografía pareciera corresponder a uno de esos instantes. El Sol sigue columpiándose en las frondas de los árboles y jugando rayuela sobre el piso; las sombras siguen encaramándose en las paredes y untándose en el suelo, pero todo vestigio de vida está ausente. Apenas se escucha el paso del aire en esa losa de silencio. Las aves no hacen su acostumbrada ronda de bulla ni las hormigas juegan a que son soldaditos y forman filas como en desfiles.
En estos instantes es cuando lo que nos enerva toma un rostro de niño sonriente. Extrañamos las vendedoras de empanadas en el parque, los gritos de los boleros y los pregones del hombre que ofrece comprar colchones viejos. Extrañamos, ¡vaya que sí!, el rebumbio de los mercados con el zumbido jodón de las moscas. Extrañamos el serrucho de la carpintería, el claxon agobiante de los autos, la música estridente que sale del cuarto de la hija universitaria.
Cuando la Tierra hace el ensayo del primer segundo del fin del mundo, extrañamos todos aquellos ruidos que nos hacen saber que la vida es una cuerda por donde saltamos.
A veces recuerdo la escena donde un viejo golpea el piso de su departamento (piso que es el techo del departamento donde vive La maga, protagonista de Rayuela, la novela de Cortázar), golpea con su bastón, exigiendo el cese del ruido que hacen los del Club de la Serpiente. El jazz es ¡tan ruidoso para los viejos! Recuerdo la escena porque medio mundo se queja del ruido que hace el otro medio mundo. ¡Ah, imagino el día en que todo ruido cese! ¡Imagino la confusión de la última persona con vida! Sí, tienen razón los científicos, cuando el sonido cese cesará todo vestigio de vida. El último pájaro quedaría sordo de tanto silencio. El silencio ensordecedor sería como un tsunami que botaría todas las palmeras de nuestras playas.
A veces, la vida hace ensayos del fin del mundo. Es apenas un instante, pero la Tierra parece quedar en suspenso. Ni siquiera la nube que pasa por nuestras cabezas hace su acostumbrado ruido de tren que avanza sobre una vía de algodón.
Esta fotografía también ensaya. Ensaya a dejar sin citas a los viejos que se sientan en las bancas y dan de comer a las palomas; ensaya a dejar sin citas a los enamorados que, ávidos de vida, buscan debajo de sus blusas y camisas los mejores frutos del árbol del bien y del mal; ensaya a dejar sin citas a los pordioseros que convierten en camas las bancas solitarias.
Cuando aparece una fotografía así, algo como una tenaza aprieta los cogotes y hace que pidamos, casi a gritos, que la lluvia asome, que asomen los truenos; que los cohetes de las ferias estallen como estallan las granadas en la guerra.
El silencio es bueno, pero a veces es como el pie de la dictadura, como la presión en el fondo del mar. A veces, las personas nadan en el aire y buscan salir a la superficie, ahí donde el sol hace piruetas y canta una canción que recuerda el sonido de la vida.

sábado, 20 de junio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE UN BARRIL EXTRAVIADO




Querida Mariana: hubo un tiempo en que bebí cerveza de barril. La anunciaban como “la crema de la cerveza”. En Sudamérica, al papalote lo llaman barrilete. Y digo lo del papalote porque Jorge siempre decía: “Te invito una de barrilete”. Entrábamos al local donde ahora está el restaurante “Cancún”, ahí estaba la cantina que vendía cerveza de barril. Sobre el mostrador estaba colocado un barril con llave. El cantinero abría la llave y colocaba un tarro debajo. Una vez lleno el tarro veíamos cómo sobre la superficie quedaba una franja de espuma. El primer tarro lo disfrutábamos, ¡cómo no!, estábamos bebiendo la crema de la cerveza. Pero, a partir del segundo tarro todo se volvía cotidiano y nos embolábamos igual que si hubiésemos bebido de ese trago que llaman “hinchapie”.
Hoy, ya no bebo cerveza. No sé si en algún bar venden cerveza de barril. Los barriles han desaparecido. Existe una fotografía de Comitán, que data, más o menos, de los años cuarenta del siglo pasado, donde se ve un grupo de burreros en el barrio de La Pila. Cuentan los cronistas que una actividad cotidiana era la venta de agua. Los burreros jalaban a sus burros y los llevaban a la pila donde cargaban barriles con agua. La fotografía en cuestión muestra una multitud de burreros. Si uno aguza el sentido de la vista logra también potenciar el sentido del oído, se escucha el barullo de decenas de hombres que, mientras los barriles se llenan, cuentan chanzas, chistes y anécdotas. Brincan los apodos con que se nombran, saltan las risas que se mezclan con el agua que cae de los chorros. Es un Comitán en blanco y negro, que mueve a nostalgia.
Mi papá tuvo un barril, pequeño. Le servía para hacer sus preparados con trago. En el oratorio de la casa había un entremetido, como una alacena, que siempre estaba en penumbra. Ahí, mi papá conservaba el barrilito con trago. De vez en vez íbamos a Los Lagos de Montebello. El domingo, muy temprano, subíamos a la vieja Willis verde y Jorge, el chofer, nos internaba por un camino de terracería que avanzaba a mitad de un bosque. Al llegar, mi mamá nos ofrecía los paquitos de frijol y de chorizo con huevo. ¡Ah!, es imposible describir la sensación de comer frente a un lago con agua limpísima. Los cielos eran altísimos, mucho más altos que los más altos pinos; mucho más altos que las más altas orquídeas, que los más altos vuelos de los pájaros. Todo parecía intocado, sólo el espíritu era tocado por la mano de la naturaleza, una mano húmeda pero tierna; después de comer, nos internábamos en el bosque y cortábamos moras. A mí me gustaba exprimir los frutos, me encantaba llenarme las manos con ese color rojo que brotaba de cada mora. Me fascinaba la forma de ese fruto, porque me recordaba la forma redonda de los animalitos con que jugaba en el sitio. En Comitán llamamos cochinillas a esos animalitos cuyo caparazón es un prodigio de diseño. Los tocaba con un palito y como si fuese un acto de magia el animalito se hacía bolita. Hay lugares en México donde le dicen bicho bolita. Imaginaba que la mora era un amontonamiento casi perfecto de cochinillas y cuando aplastaba la mora pensaba que todas las cochinillas sangraban. ¿Por qué las cochinillas se hacen bolita? Gustavo decía que era la forma de protegerse cuando se sentían amenazadas. Tal vez sea cierto, porque yo los amenazaba con una ramita. En cuanto sentían el extremo del palo sobre su “caparazón” ellos se convertían en pelotita. Gustavo jugaba con esos bichos al fútbol sobre la mesa del comedor. Eso era prodigioso. Con un dedo los “pateaba”, los bichos rodaban, pero había un instante en que recuperaban su forma original y era como si una transformación milagrosa ocurriera. Nunca pude imaginar qué harían los aficionados si vieran, en un estadio, la transformación de un balón. A veces, en el corredor de la casa, pensaba que a mí me gustaría tener un “caparazón” como esos bichos, me ayudaría a protegerme cuando me sintiera amenazado. Fuera de casa muchos me amenazaban: me amenazaba el cabrón que me exigía darle la moneda que mi papá me entregaba para comprar un refresco y unas galletas a la hora del recreo; me amenazaba el maestro con golpearme con una vara si no aprendía los nombres de las capitales de todos los países del mundo; me amenazaba el perro negro que vivía en la casa de Nacho. Me hubiese gustado, fuera de casa, ser un bicho bolita.
¿Por qué mi papá tenía el barrilito de sus preparados en el oratorio? A veces entraba al oratorio y mi mamá no sabía (nunca pudo saberlo) si mi papá entraba a rezar un rosario o a meterse dos pitutazos de ese trago de mora que preparaba.
En la década del setenta, del siglo pasado, una canción de Carlos Mejía Godoy, cantautor nicaragüense, se escuchó en todas las radios: “Quincho barrilete”. Hablaba de un niño que “por un chelín hacía cometas prodigiosos”. Entonces, a Joaquín, que vendía pan en el mercado le pusimos “Quincho barrilete”. Cuando, muchos años después, ya como becario del Centro Chiapaneco de Escritores, conocí al enormísimo poeta ¡Joaquín Vásquez Aguilar!, nada le dije pero pensé que él también era Quincho barrilete, porque sus palabras volaban como el más alto papalote de estos cielos. Cuando alguien mencionaba a Quincho yo, en lo íntimo, así con voz de ratón, decía: ¡Quincho barrilete!, y lo veía elevarse como dicen que se elevó Remedios, la bella, en “Cien años de soledad”, novela escrita por Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura.
¿Por qué en Sudamérica llaman barrilete al papalote? ¡Andá a saber! Nosotros, Jorge y yo, y Quique y Javier, y Miguel y Pedro, y Armando y Carlos, volábamos cada vez que entrábamos a ese bar y bebíamos (como Jorge decía) “una de barrilete”. Claro, el problema era que después de seis o siete tarros bebidos terminábamos como papalote a mitad de un huracán, papaloteábamos de una a otra banqueta, de una a otra pared. Algunas veces, como cometa desorientada, terminábamos enredados en las ramas de un árbol inexistente y quedábamos botados como bultos de maíz. Volábamos, pero sólo al principio; al término éramos como camionetas viejas sin gasolina.
Nunca volé un papalote. ¡Qué envidia de los niños que iban a los llanos a volar papalotes en la temporada de ventarrones! ¡Qué envidia al ver los papalotes encumbrados en el cielo! Los miraba desde el patio de mi casa. Yo estaba parado en el centro del patio y veía cómo un papalote, igual que las gaviotas, se asomaba por encima de los tejados. Los papalotes volaban muy lejos, tan lejos como las manos del niño que detenía el cordel y que le daba más cuerda, más, más, para que el papalote volara más alto. Nunca tuve esa satisfacción, pero tampoco nunca tuve la desgracia de perder un papalote. No sé qué pensaba el niño que perdía un papalote. A veces cuando salgo a la calle veo un papalote enredado en un árbol o en los alambres de los postes de luz. Miro las caras deshechas de los papalotes e imagino las caras de los niños que lo perdieron en intento de que volaran más alto. Todo, querida niña, todo es un mero sueño. Le damos cuerda a los papalotes en intento de que vuelen muy alto, sabiendo que en cualquier instante se vendrán a pique y terminarán deshechos en el suelo. Así son los sueños, todos terminan en el piso, botados como si hubiesen tomado cerveza en tarro y terminara embriagados.
Tomábamos cerveza. Gastábamos nuestra paga y nuestro tiempo sentados alrededor de una mesa. Alzábamos los tarros y brindábamos, por la amistad o por las muchachas bonitas que, o no nos hacían caso o nos iban a dejar en la orfandad cuando se fueran con otros. Te digo, todo es como un papalote. Las relaciones humanas también deseamos que vuelen, pero todas, todas, oílo bien, terminan en el suelo. Es tan difícil dar cuerda, más, más y evitar que el hilo se rompa. Uno no lo advierte bien a bien, pero todo termina rompiéndose: los sueños, la vida misma.
No sé si algún bar de este pueblo vende cerveza de barril. No lo creo. Vivimos tiempos en que lo desechable impera. Cuando voy a casa de un amigo, no falta el que abre el refrigerador y saca tarros del congelador. Cuenta que los compró en Oktoberfest (la gran feria de la cerveza que realizan en Alemania). Los tarros los coloca en la mesa de centro de la sala y los rellena con cerveza de bote. No da para más nuestro pueblo. Cuentan que en Alemania hay miles y miles de empresas familiares que fabrican cerveza casera y la guardan en barrilitos y de ahí la sirven en tarros. Acá también se acabaron los barrilitos que conservaban el comiteco. Los barriles ya sólo existen en algunas empresas que insisten (en buena hora) en el rescate de esa bebida alcohólica tradicional que tanta fama nos procuró y nos sigue procurando.

Posdata: Nunca volé papalotes. Aspiro, ahora de viejo, a lograr que alguna de mis palabras vuele, que revolotee por tu cielo y que vos, embriagada, volés a la par.

viernes, 19 de junio de 2015

LA VERDAD DE LA MENTIRA




A don Jorge le gustaba la canción “La mentira”. Cuando contrataba un trío, después de dos o tres cervezas, pedía “La mentira”. Le gustaba mucho. Siempre llamó mi atención el modo como lo decía: “La mentira”. Nada más decía. Nada más debía decirse. Todo mundo sabía lo que él deseaba. Los integrantes del trío preparaban el requinto, el bajo y las maracas, un, dos, tres, y se reventaban la canción: “Se te olvida que me quieres a pesar de lo que dices…”
Siempre llamó mi atención, más que la letra, más que el ritmo sabrosón de la melodía, más que los ojos de puesta de sol que las muchachas asumían, la forma tan sencilla de pedir la canción. Porque no era solo pedir la canción, en la petición estaba implícita toda una historia.
Siempre es así, cuando alguien “pide” una canción la pide porque detrás de ella está un instante de vida. No a todo mundo le gusta la mentira, hay gente que le gusta la verdad.
Don Jorge la pedía con la misma facilidad con que nosotros pedíamos las cervezas. “Otra ronda, tío Tavo”. Y don Tavo sabía perfectamente a qué nos referíamos.
A veces me gustaba jugar y llegaba a otros espacios y hacía lo mismo que en la cantina de tío Tavo: “Otra ronda” y la señora que vendía chinculguajes me quedaba viendo como si un fantasma hubiese hablado. Pasado el momento de desconcierto, cuando la mujer decía: “¿Qué dice?”, yo dejaba el juego y decía “Sí, por favor, que me venda una docena de chinculguajes”; la mujer sonreía, abría la manta donde los guardaba y comenzaba a contar para, luego, meterlos en una bolsa de plástico, y ya, totalmente dueña de la situación, decía: “¿Le pongo salsa?” y yo contestaba que sí. Sólo una vez me atreví a llevar el juego más allá, cuando ella preguntó si me ponía una bolsa de salsa yo dije: “La mentira” y ella miró a la izquierda y a la derecha, como buscando auxilio por si el loco que tenía enfrente la atacaba. “Sí, póngame salsa”, respondí un segundo más tarde, para que se calmara. Pero ya no se calmó. Cuando pagué la vi temerosa, como pidiendo a Dios que el martirio terminara. Cuando tomé la bolsa con los chinculguajes y la salsa, ella tapó la canasta y vio hacia otro lado, pero yo estuve seguro que me siguió viendo mientras yo caminaba en el pasillo.
La señora tenía razón. Uno espera siempre que los diálogos sean congruentes con el instante y con el entorno. Los integrantes del trío sabían que don Jorge o cualquier otro cliente cuando levantaban la mano y pedían algo se referían al título de una canción o a un verso de la misma. “Grabé en la penca de un maguey tu nombre…” decía uno de la mesa de a lado, esa mesa donde estaban sentadas dos parejas, una de las mujeres con lentes oscuros como si estuviera de cruda o desvelada. Otro, al término de la de la penca, levantaba el brazo y pedía: “Somos novios” y el líder del trío decía que no se la sabían. La mujer que estaba al lado de quien había hecho la petición lo lamentaba, decía que no era posible que no la supieran, cómo no saberla, y entonces tarareaba un poquito y decía: “…mantenemos un cariño limpio y puro”, y entrecerraba los ojos mientras su acompañante la abrazaba y pedía: “Reloj” y los del trío asentían moviendo la cabeza, uno de ellos le daba vuelta a una de las llaves del cabezal de la guitarra y cuando creía que ya estaba afinada, marcaba: un, dos, tres y se reventaban “… que marca las horas…”
Don Jorge pedía “La mentira”; Don Alfredo pedía “Reloj”; Martha pedía “Ferrocarril de los altos” y Eugenia pedía “Dios nunca muere”. Y todo mundo se quedaba tranquilo. Cuando el entorno se modifica entonces aparece la torcedura. La gente voltea ver a quien lo dice y piensa que está loco. Una vez, en la sala de la casa de Toña, en medio de una fiesta familiar, doña Rosita (mamá de Toña) me dijo que si quería agua de horchata y yo dije: “Dios nunca muere”. Toña rio y varias de sus amigos hicieron lo mismo, pero doña Rosita se quedó muda, sonrió, pasó de largo y ofreció la horchata a Mario, quien alargó el brazo, tomó el vaso, dio las gracias, luego un sorbo y dijo: “Está muy sabrosa”. Doña Rosita creyó pertinente darme otra oportunidad, regresó y dijo: “Alex, ¿de verdad no querés un vaso de horchata?”. Toña me vio y vi en su mirada la súplica de que no jugara, ella conocía mis juegos. Tomé el vaso y le dije: “Ferrocarril de los altos”. Doña Rosita se destanteó de nuevo, pero luego tomó aire y dijo: “Esa canción es bien bonita. Tu papá me la traía de serenata”, le dijo a Toña. Ésta respiró tranquila. Yo probé la horchata y dije: “La mentira”, y doña Rosita dijo que don Eugenio también la incluía cuando le llevaba serenata. Todo, entonces, retomaba la cara cotidiana.

miércoles, 17 de junio de 2015

CARTA A MARIANA, ESCRITA EN BLANDO Y NEGRO



Querida Mariana: ya sé qué pensaste, que soy un tonto y me equivoqué con el título, pero ¡no!, el título no es incorrecto. Hay películas en blando y negro. ¡Son las mejores! Los grandes directores de cine eligen filmar en blanco y negro. ¿Cuál es el encanto de tal propuesta? ¿Un retorno a los orígenes?
Mi generación vivió esa maravillosa época de transición entre el cine en blanco y negro y el glorioso tecnicolor (technicolor). Ahora hay intentos de “colorear” películas clásicas. Los verdaderos cinéfilos saben que eso es una estupidez. ¿Por qué colorear lo que, de inicio, fue blanco y negro? ¡Misterio!
Los fotógrafos también prefieren el blanco y negro para hacer obras artísticas. Falta que los pintores, también, se rebelen contra el color, que es esencia de su vocación, y elijan el blanco y negro para la realización de sus mejores obras. No hablo de dibujo, hablo de pintar en blando y negro.
¿Por qué insisto en blando? Porque mi tío Armando tenía una deficiencia oral y cuando hablaba sacaba la lengua, como si fuese vaca. No podía evitar que su lengua quedara entre sus labios con lo que cuando pronunciaba la palabra blanco se escuchaba como blando. Mario, quien siempre fue un cabrón, molestaba al tío: “Tío, ¿vamos al cine a ver una película en “blando” y negro?”. El tío se emocionaba y decía que sí y cuando pronunciaba el sí se escuchaba como si dijera dí. “Bueno -jodía el Mario- dí o dí”.
Por eso, desde entonces, todos los de casa tenemos nostalgia por el cine en blando y negro. Muchas de las películas que vimos en los cines Comitán y Montebello fueron en blanco y negro. Ya el technicolor estaba en su apogeo y la avalancha nos llegaba como si fuésemos un refugio en las faldas de Los Alpes, pero aún había el resguardo de las películas filmadas en la década del cincuenta.
No puedo imaginar cómo se verían las películas de Chaplin a color; no puedo imaginar a “El ciudadano Kane” a todo color. Todo lo coloreado me hace recordar el rostro empanizado de Michael Jackson, quien quiso volverse technicolor.
Woody Allen eligió el blando y negro para filmar Manhattan, una película bellísima cuyo plus está precisamente en la elección de esos dos colores.
Y si el blando y negro nos remite al origen del cine, también nos puede remitir al origen del universo. El otro día compré una pieza de barro, hecha en Amatenango. Es un jaguar, con sus patas delanteras echadas hacia el frente. El fondo de la pieza es negro y sus manchas son blancas. Rosy dijo que no era un jaguar, que más bien parecía una pantera, por el color, pero Irma dijo que si fuera una pantera tendría que ser completamente negra. Yo sé que la pieza de barro es un jaguar. No me preguntés por qué lo sé, tal vez porque cuando veo la pieza imagino que camino por un sendero a mitad de la noche.
Lo blando refiere a tierno, a suave. El tecnicolor resalta las formas. El blanco y negro de las películas sugiere las formas. Hoy, que estamos inmersos en épocas violentas, no sólo en la vida real sino también en la ficción del cine, recuerdo con complacencia las películas del cine negro, filmadas en blanco y negro. La violencia del cine de los años sesenta, por ejemplo, era una violencia matizada. Uno salía del cine convencido de que había entrado a otra dimensión. Ahora, los espectadores salen del cine manchados de rojo y siguen caminando por senderos pintados de rojo. La violencia de afuera es la misma de adentro. Todo es duro. La magia del cine se ha extraviado y ahora todo es como caminar por las calles de las ciudades broncas.
Me gustaría, querida niña, tener la capacidad para escribir en blando y negro.
El blando y negro es afectuoso. Cuando veo una película filmada en esos colores veo, no mi futuro, sino mi pasado. El blando y negro es un vidente que me vaticina un pasado feliz y eterno.
Sé que vos, Mariana mía, no estás hecha en technicolor. Sos como un recuerdo del Cine Comitán.

lunes, 15 de junio de 2015

LOS SUEÑOS DE MESSI




Te enojabas. Llegabas a mi casa, con el balón bajo el brazo, y silbabas. Yo me acercaba al balcón, te miraba, abría la vidriera y decía que no, que no iría a jugar con vos. Te enojabas porque no iba a jugar al fútbol con vos. Cuando torcías la esquina me ponía triste. El balón posee algo que seduce. Me hubiese gustado tanto ir contigo a jugar al campo, ahí en donde todos se quitaban el pantalón largo (el que también usaban los adultos) y quedaban sólo con el short, el de rayas blancas y color azul. Se sentaban en el césped y se ponían “los tacos” (unos zapatos especiales).
Te enojabas. Yo, dos minutos después que te alejabas con tu balón bajo el brazo, volvía a sentarme en la poltrona del abuelo y continuaba leyendo. Recuerdo tardes en que leía la historia de aquel hombre que llegó a una isla solitaria. Mientras vos entrabas a la cancha y hacías unas sentadillas para estar en forma a la hora del partido con tus amigos, yo leía la historia del hombre que se salvó de morir en un naufragio. ¿Lo imaginás? De toda la tripulación ¡sólo él se salvó!
Te enojabas. A veces, a través de la misma vidriera del balcón te veía regresar. Lloviznaba y vos caminabas, todo enlodado, debajo de la lluvia. Caminabas viendo hacia abajo, pateando al aire. Sabía que tu equipo había perdido. Por eso seguías pateando, ya no pateabas el balón, pateabas tu coraje. Te dolía tanto perder. Sabía, porque me lo contabas al día siguiente, que por vos no quedaba, corrías, te desmarcabas, pedías el balón con la mano hacia arriba, te tirabas de cabecita en busca del balón; subías y bajabas por toda la cancha, te deshacías. El fútbol era tu pasión.
El trato había sido que vos lavabas la ropa sucia. Tu mamá te daba permiso de ir a jugar todas las tardes, siempre y cuando, al regresar a casa, te desvistieras antes de entrar al cuarto y dejaras el uniforme sobre el lavadero de cemento. Ahí, colgado en una cuerda, tu mamá había dejado un pantalón y una camisa para que te vistieras. Entrabas a cenar y, al otro día, muy temprano, antes de ir a clases, ibas al lavadero y lavabas el uniforme que colgabas en el tendedero.
El trato había sido que hacías toda tu tarea. Tu papá te daba permiso de ir a jugar todas las tardes, siempre y cuando, después de cenar, abrieras la mochila y ahí, en la mesa de la cocina, hicieras todos las tareas que el maestro había dejado en la mañana. ¡Dios mío! ¿Por qué el maestro dejaba tanta tarea? El maestro era un tonto. Así no se puede ayudar a la patria. ¿Cómo queremos que los jugadores de nuestra selección sean como Messi si obligan a los niños a interrumpir el entrenamiento por hacer tareas tontas en donde uno más uno son dos?
Te enojabas, pero yo tenía dos impedimentos: ni me gustaba jugar lo que vos jugabas, ni mis papás me daban permiso. “¿Jugar todas las tardes?”, dijo la primera vez mi mamá. ¡Imposible! ¡Ponte a estudiar!, dijo mi papá, dejá de estar de golfo como fulano de tal (y acá dijo tu nombre). Además, vos lo sabés, a mí me gustaba leer, leer libros, conocer historias que sucedían en otro mundo, me gustaba viajar al desierto, a la selva, a ciudades tan enormes como Nueva York. A mí me gustaba sentirme en otra parte. Comitán me quedaba tan reducido, era un pueblo donde casi casi nada sucedía.
Vos soñabas con ser un gran jugador. Ahora te entiendo. Te entiendo. Ya viejo entendí tu pasión. Te entiendo porque el otro día, hace apenas dos, vi tres minutos de un video donde Messi hace malabares con el balón. Yo, que nada sé de fútbol, quedé embobado. Dios mío, a la hora que miré a Messi, criatura apenas, driblando a todo mundo, pensé en vos. Así jugabas. Igual a él. Las veces que te vi jugar, las veces que, desde la orilla de la cancha, sentado en una piedra, vi lo que hacías con el balón. Esas tardes no tenía la capacidad para entender cómo lo hacías. Ahora lo sé. Vi un video donde Messi juega y supe que vos hacías lo mismo, tarde tras tarde, porque tus papás lo permitían, habías hecho un trato.
Ahora, ya viejo, apenas hace dos tardes, entendí por qué te enojabas cuando silbabas frente a mi casa, con el balón debajo del brazo.
Siempre llamó mi atención que vos tenías un uniforme especial para jugar al fútbol. Te ponías la playera, el short, espinilleras (para evitar el contacto directo de la patada del otro), calcetas y zapatos de tacos. Vos te cambiabas (qué palabra tan maravillosa), vos hacías lo mismo que Superman hace adentro de una cabina telefónica: ¡te cambiabas! Eras otro, eras del mismo equipo de Messi. Mientras yo, sin necesidad de hacer cambio alguno, leía. Los que jugamos el juego de la lectura no necesitamos cambiarnos, no usamos espinilleras ni zapatos con tacos. Nos basta sentarnos, cómodamente, en cualquier lugar y abrir un libro. El fútbol llanero se puede improvisar, pero es necesario improvisar en un lugar que no tenga jarrones de cerámica ni puertas con cristales.
Ahora te entiendo, entiendo tu pasión. Vi a Messi y supe cuáles eran tus sueños. Sé porqué ahora cuando juegan los Jaguares tomás tu auto y vas a Tuxtla; sé porqué, a veces, tomás el avión en el aeropuerto de Chiapa de Corzo y viajás a la Ciudad de México para ir al Azteca o al Universitario. Sé qué soñabas de niño. Lo supe en el instante que vi el documental donde Messi juega de niño.
Ahora vos y yo ya nos hicimos viejos. Me duele saber que ya no podés jugar como lo hacías de niño. ¿Qué llevás ahora debajo del brazo? ¿Ahora en qué te “cambiás”?
Yo nunca me cambié. Jamás me puse zapatos con tacos. Me bastaba el libro, el balcón. Ya viejo sigo adentro de mi cuarto. A veces me asomo al balcón, con el libro en mis manos, y veo la calle. Ya no te veo pasar. Sé que has viajado a todo el mundo (China, inclusive). Yo, desde mi cuarto, he viajado también. Digo que no he pasado de Chacaljocom, pero, gracias a la lectura, he viajado igual que vos ¡a todo el mundo!
Te enojabas. Ahora lo entiendo. Querías contagiarme de tu pasión. La vida es como un naufragio. Sólo algunos se salvan y llegan a las islas. Messi es uno de ellos. Sé que tu sueño de futbolista se evaporó. Yo sigo con lo de siempre: la lectura.
Ahora ¿a qué jugás?

domingo, 14 de junio de 2015

UN CUENTO SIMPLE




Esta es una historia sencilla, casi simple. Habla de un perro. Un perro que, de cachorro, tuvo un hogar. Ah, qué alegre se ponía el cachorro cuando su ama, una niña de doce años, lo llamaba. “Nico, Nico”, gritaba la niña desde la puerta del zaguán y Nico brincaba, movía la cola y ladraba de gusto. Nico (cachorro al fin) rascaba una y otra vez la barda hecha con tablones de madera. “Nico, Nico”, la niña volvía a gritar, mientras, ya en la sala de la casa, dejaba su mochila e iba al sitio, donde el cachorro ladraba y rascaba el tablón de madera. “Nico, Nico”, decía la niña, mientras caminaba con rumbo a donde había una baranda. La niña colocaba sus manitas sobre el borde de la baranda, se ponía de puntillas y miraba al perrito que movía su cola como un rehilete. Entonces, la niña abría la verja y Nico saltaba sobre ella. La niña reía, abrazaba a su perrito y le decía cosas cariñosas como: “Nico, Niquito, sos el chuchito más bonito”; “¿A qué no adivinás qué te traje, perrito de los mil soles?”, y, entonces, ella le daba una croqueta especial, que era una croqueta común, pero que le había untado un poco de mermelada de fresa. Ah, porque el postre favorito de Nico era la mermelada, y la de fresa la prefería entre todas las demás mermeladas del mundo.
Nico era feliz en aquella casa. El papá de la niña también lo amaba, dejaba que Nico, a las seis de la tarde, entrara a la casa y se acostara en la alfombra de la sala. Ahí se estaba, recostado al lado de la niña, hasta que ella terminaba de ver el programa de caricaturas. En cuanto la niña apagaba la televisión, Nico abría el hocico para que la niña le pusiera el control remoto entre los dientes y el cachorro se paraba en espera de que la niña, con voz de general, alzara el brazo y dijera: “Al ataque”, el cachorro daba una vuelta a la mesa de centro y luego se paraba de manos y depositaba el control al lado de una caja pintada de Olinalá que su mamá había traído de un viaje.
Nico era feliz en aquella casa. La mamá de la niña también lo amaba, dejaba que Nico, a las ocho y media de la noche, acompañara a la niña a su recámara. Nico se echaba al lado de la cama y, con la cabeza sobre las manitas, esperaba que la mamá acercara una silla y leyera el cuento de la noche. A veces, el perro movía las orejas de un lado para otro, como si estuviera pendiente de lo que iba a suceder a la hora que el ratón subiera a lo alto de la alacena y, al querer tomar una galleta, “se viene, se viene, se viene” decía Elías, su amigo gato, pero antes de que cayera con toda su humanidad de roedor (bueno, esto de humanidad es una exageración) Arcadia, la cotorra australiana, volaba y lo detenía un centímetro antes de que hiciera cataplum. Cuando la niña cerraba los ojos y dormía, el cachorro se paraba y veía cómo la mamá metía las manos de su hija debajo de las colchas y apagaba la luz del buró. Ambos salían sin hacer ruido. La mamá cerraba la puerta y le decía a Nico que ya era hora de dormir, pero antes, Nico saltaba sobre los muslos de la mamá y ésta iba a la cocina, sacaba un puño de croquetas y se las dejaba en el contenedor que siempre estaba al lado de la entrada del estudio del papá de la niña, al lado del otro contenedor (el de color amarillo) que siempre tenía agua, porque a Nico le gustaba mucho beber del agua limpia de ese traste.
Como ya se dieron cuenta, esta es una historia sencilla, casi simple. Cuenta la historia de un perro que un día tuvo un hogar. El perro se llama Nico. Ahora Nico ya no está en casa. El día que un hombre lo raptó ese día cambió su historia. Uf, ni se diga lo que sufrieron la niña y los papás de la niña. La primera noche, cuando la mamá acercó la silla para contarle el cuento, la niña preguntó, con lágrimas en los ojos: “¿Regresará Nico, mamá, regresará?”, y la mamá, también con los ojos aguados, dijo: “No lo sé, hijita, no lo sé”. “¿Rezamos para que aparezca?”, dijo la niña con su vocecita de hoja seca. Esa noche no hubo cuento. Y si no cuento más de la historia es porque prometí contar una historia sencilla, casi simple y no una tragedia, la historia de un perro que se llama Nico. ¿Se llamaba?

sábado, 13 de junio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL DÍA EN QUE LA FELICIDAD SE ENREDA




Querida Mariana: hay personas a quienes les gusta dormir. Digo, todos los seres humanos necesitamos dormir, pero hay gente que duerme de más. Marcos dice que es feliz cuando duerme. ¿De veras? ¿Cómo sabe que es feliz si no tiene conciencia? Marcos es de los que ponen la alarma a las cinco y despierta en cuanto el primer chicharrazo retumba; se da la vuelta, toma su celular del buró, programa la alarma para que toque diez minutos después y vuelve a dormirse. ¡Suena la alarma y hace lo mismo! Así una y otra vez hasta que dan las seis y ya se levanta para darse un baño, vestirse, desayunar y salir al trabajo, con el portafolio balanceándose en su mano derecha. Sonríe, como si hubiese recibido el premio mayor de la lotería, pero imagino su respuesta si alguien preguntara por qué tiene cara de felicidad, diría: “Es que dormí muy bien”.
Los que saben dicen que la felicidad no existe, que es una estación donde no llega tren alguno. Vos, ¿sos feliz como una lombriz? Esta es otra comparación tonta, porque por más que veo a las lombrices no les encuentro la cara de felicidad. Se trata, digo yo, sólo de una rima simpática, pero igual, entonces, alguien, en Comitán, puede decir que es feliz como un tutís.
Yo soy feliz cuando pinto, cuando escribo, cuando camino por las calles y doy vueltas y vueltas en los parques de Comitán. Soy feliz cuando leo. Ahora leo una novela de la chilena Carla Guelfenbein: “Contigo en la distancia”, novela que obtuvo el Premio Alfaguara de novela 2015. En una de las páginas hallé lo siguiente: “Si un escritorio desordenado es signo de una mente desordenada, qué se puede pensar de un escritorio vacío”. Carla dice que Einstein (el famoso físico, creador de la Teoría de la Relatividad) usaba el ejemplo con frecuencia. Está buena la ingeniosidad, ¿verdad? Soy feliz con los libros. Sé que los libros también te provocan placer. Cada persona busca la felicidad por mil veredas, porque, por fortuna, la felicidad no es una senda única. Cada quien es feliz a su manera.
Tal vez Marcos tiene razón. La infelicidad es causada, muchas veces, por el insomnio. “Ah -decía tío Emilio- las dos cosas más jodidas del mundo son dos (así lo decía): tener tapiado el culo y tener tapiado el sueño”. En realidad, no poder defecar y no poder dormir son problemas serios.
Armando Alfonzo Alfonzo cuenta, en su libro “Comitán 1940”, lo siguiente: “El padre Carlos J. Mandujano, en una de sus homilías, desde el púlpito de la parroquia de San Sebastián, me hizo pensar que la felicidad sí existe, al relatar lo que una de sus tías le dijo cuando él era adolescente: Estaba ya oscuro, yo caminaba por la calle. Adelante vi a mi tía sentada plácidamente en la puerta de calle de su casa. Observaba algo en el cielo. La saludé y le pregunté qué hacía. Estoy admirando la obra del Creador, me contestó, y agregó: Ve ¡qué maravilla de cielo!... Millares de estrellas más brillantes y hermosas que los mejores diamantes del mundo… ¡Ve qué inmensidad!... ¡Mirá qué belleza! Y eso que estamos viendo el “alrevés”… ¡qué tal si pudiéramos ver el “alderecho”!
Soy feliz cuando leo. Sé que otras personas encuentran su felicidad en otros objetos o en otras actividades. Mi actividad favorita tiene que ver con ese acto mínimo en donde bajo un libro del estante, me siento en un sillón de la sala de mi casa o en una banca del parque central, abro el libro y leo. Leer es uno de los actos que me producen felicidad. Ir al cine (lo confieso) es otra actividad que me deja satisfecho. No como palomitas ni bebo refrescos. Lo único que hago es ver la película. Hay muchas personas que convierten la sala en un restaurante y le meten con fe y corazón a mil chunches. Recuerdo que en la ciudad de México existía una sala de cine donde vendían tamales de hoja (Quique deber recordar el nombre de la sala, porque tiene una memoria prodigiosa). Aparte del maravilloso espectáculo que se presentaba en la pantalla, los espectadores disfrutábamos las imágenes de las mujeres rollizas cargando charolas de plástico llenas de tamales y de vasos con champurrado. Era una auténtica romería. Yo podía ver cómo, antes de que apagaran las luces para que iniciara la función, las mujeres, con sus manos regordetas, quitaban las hojas del tamal y las aventaban al piso. Como las manos les quedaban llenas de manteca, ellas las repasaban sobre sus pechos, generosísimos, y la grasa se quedaba en la blusa. A veces, lo que sucedía en el interior de la sala era más interesante que los sucesos de la película. Quique dice que invento pero yo recuerdo que una vez, un muchacho que estaba sentado al lado de una mujer rolliza se inclinó ante ella y comenzó a lamer sus pechos. Yo digo que era porque la pechera tenía residuos de manteca del tamal y el muchacho, tal vez por un reflejo condicionado, unió las imágenes del tamal con la del acto cuando su mamá le daba la teta.
Soy feliz cuando veo llover. Vos sabés que odio mojarme. Sólo disfruto el agua cuando está calientita y me baño en casa. Pero sí me gusta ver llover a través de una ventana. La bendición de las casas ¡son las ventanas! Cuando llueve me acerco a la ventana y veo cómo el agua se desgaja, lenta o inmisericorde, sobre el patio y las plantas. A veces llueve granizo y las macetas se llenan de una capa de hielo. Los contrastes son pulcros. Imagino que las hormigas pueden, si lo desean, convertir esos espacios en pistas de hielo y hacer piruetas como si participaran en los juegos olímpicos de invierno.
Soy feliz cuando entro a una librería. Me encanta andar los pasillos donde, en lugar de paredes húmedas o decoloradas, los estantes de madera están cubiertos de libros, muchos libros. Me encanta imaginar que cada uno de esos libros contiene una conversación infinita. Sé que basta extender la mano y abrir el libro para encontrar ideas, juegos, historias y ventanas donde la imaginación se columpia galana.
Digo que cada quien es feliz a su manera y busca los elementos para dar sustento a esa utopía. Todo mundo quiere ser feliz, todo mundo busca evitar el nudo de la infelicidad. Así pues, cada uno, de acuerdo a sus intereses, busca los mejores caminos.
Hay compas que son felices en sus ranchos. Don Jorge, más que en la ciudad, era feliz en sus ranchos. Ahí se podía pasar largas temporadas montando a caballo, viendo cómo le cortaban los coyoles a los toros, colocando un vaso en la teta de la vaca y echándole un poco de brandi a la leche bronca. Pero así como don Jorge era feliz en sus ranchos, el maestro Rey era feliz dando los ejercicios lexicológicos en un salón de la prepa. Hay personas que son felices en el aire del campo y otras son felices en los encierros de los laboratorios.
Hay personas que son felices viviendo el presente y hay otras (es cierto) que son felices viviendo de recuerdos. Tengo un amigo que, en cuanto llego a su casa, me jala para la sala, saca los álbumes de fotografías y me muestra fotos de cuando era niño o adolescente. Me cuenta, con gran emoción, de sus juegos en los sitios de las casas, de cómo jugaba chinchinagua, de la vez que se subió a un árbol y la cuerda se rompió, justo en el momento en que, como Tarzán o como Chita, iba de un árbol al otro; me cuenta de la muchacha aquella que fue su novia y que no puede olvidarla, me narra, con pelos y señales (bueno, con más señales que con pelos) de cuando la llevaba a una calle polvorienta por el rumbo del panteón y ahí casi casi la desnudaba; me cuenta de cuando, con un grupo de amigos pasaron frente a la comandancia y gritaron “¡Cuicos!” sin fijarse que en la esquina estaba la patrulla; me cuenta que fue necesario que los papás llegaran a la cárcel (que estaba en donde ahora está el Archivo Municipal), pagaran la multa y prometieran no volver a decirles cuicos a los cuicos; es decir, a los policías. ¿Por qué los policías se enojaban si les decían cuicos? Andá a saber, pero era peor que si un estadio lleno de aficionados gritara ¡puto! al portero a la hora que despeja desde su área.
Hay personas que son felices jugando fútbol o viendo un partido. Ahora que está en grande la Copa América veo a muchos amigos, emocionadísimos, preparar la botana, ir al súper a comprar cervezas y una botella de tequila, para ver el partido. Una hora antes del inicio, los amigos comienzan a llegar, se sientan sobre los sofás, estiran sus piernas y ríen, bromean, apuestan. ¡Son felices!

Posdata: Mi papá era modesto. Ya te conté que él era feliz cuando tenía para comprar ese pan que se llama semita. La semita la metía en la bolsa de su chamarra, con su mano la espolvoreaba, luego, sentado frente al parque, metía la mano, sacaba puñitos del pan y los comía poco a poco. La felicidad no sólo está en los grandes viajes, ni en las cubiertas de los yates o en los grandes hoteles, ni a la hora que Marcos duerme. A veces, la felicidad está en el instante en que un colibrí aletea frente a nosotros.

viernes, 12 de junio de 2015

TRAVESURAS DE UN NIÑO VIEJO




Le leído varias novelas de Mario Vargas Llosa. Además, me emociona el prólogo que escribió para la edición que recopila todos los cuentos de Julio Cortázar. Sé algo de su vida. Ahora, Mario anda metido, como dijo una periodista, más en el chisme que en el mundo de la literatura. Mario, según las revistas del corazón, rompió su relación con Patricia, su esposa de más de cincuenta años y madre de sus tres hijos. Ahora don Mario (¡válgame Dios!) anda enredado con la Presley, la muchacha bonita que también anduvo con el cantante Julio Iglesias y quien es experta en esos chismes del corazón y de la alcoba.
Precisamente, por estas tardes releo “Pantaleón y las visitadoras”, una novela simpática que da cuenta de una historia que se desarrolla en La Amazonía. A Panta lo comisionan para que eche a andar el grupo de las visitadoras, que no es otra cosa que un grupo de prostitutas que deben dar servicio a militares que permanecen en la selva. La novela es disfrutable a más no poder.
Me gustó el discurso que Mario dio la noche en que recibió el Premio Nobel de Literatura. Ahí habló de Patricia y le hizo un elogio, dijo que ella le recriminaba, porque no sabía hacer otra cosa más que escribir, y Mario, de muy buen humor, dijo que eso era un elogio. Si, muchos escritores, igual que Mario son torpes para todo aquello que no tenga que ver con la lectura y con la escritura. ¿Cambiar un tornillo? ¡Por el amor de Dios, eso no es posible! Los escritores, como Mario, solo saben leer y escribir, son verdaderos alfabetos y en sus manos y en sus corazones no caben más letras.
Leí, hace tiempo “La tía Julia y el escribidor” y antes, mucho antes, tal vez cuando estudiaba en la Universidad Nacional Autónoma de México, leí “Los cachorros”. En épocas más recientes leí otra novela muy disfrutable que se llama “Los cuadernos de don Rigoberto”, una novela calificada de erótica, que cuenta, sobre todo, la historia de un niño llamado Fonchito y la relación con su madrastra. El niño (¡ah, pillo maravilloso!) es un admirador de la obra del pintor austriaco Egon Shiele, pintor que, con líneas puras y exactas, dibujó el cuerpo femenino como pocos pintores lo han hecho.
En todas las novelas de Mario he encontrado historias de amor y de cama. Es experto en cuestiones amatorias. Ahora parece que no todo ha sido pura ficción. Tal vez alguien recuerda cuando, en el estreno de una película, Mario se fue en contra de su gran amigo Gabriel García Márquez y le metió un puñetazo que amorató el ojo de Gabo. Los más cercanos dicen que tal riña fue propiciada porque Gabo metió chisme de faldas en la vida de Patricia y Mario. Es decir, Mario no ha sido una perita en dulce en cuestiones de fidelidad.
Y ahora, ¡Padre Eterno!, a pocos días de celebrar cincuenta años de matrimonio, Mario declara que están separados, y Mario y la Presley aparecen en la portada de una revista del corazón.
Parece que Mario ha decidido ya en su vejez, casi chochez, vivir la literatura.
Ya imagino la novela que en diez años algún escritor escribirá. La vida de Mario ya es vida de novela. Basta que el escritor del futuro tenga la habilidad necesaria para no contar la historia como una telenovela, sino como una telaraña de sentimientos. Los hombres y mujeres estamos hechos de aire y el aire va por todos lados.
En el prólogo a los cuentos de Cortázar, Mario escribe que estuvo con Julio y con Aurora, en Grecia. Los vio tan felices y tan puente, que, cuando regresó a casa, Mario le dijo a Patricia: ¡la pareja perfecta existe! Es Julio y Aurora. Días más tarde, Mario recibió una carta de Julio, donde éste le decía que estaba separándose de Aurora. Mario confiesa haberse sentido “despistado”. Ahora, medio mundo ha quedado despistado, Mario ha hecho lo mismo que Julio hizo.
Ah, lo olvidaba. Cuando fui a Zacatecas, con motivo a un homenaje nacional a nuestro poeta Óscar Oliva, entré a una librería y compré “Travesuras de la niña mala”, otra novela que disfruté en los parques de aquella ciudad, como dijera Gladys Bonifaz, bañada en piedra. Ahí, como en toda la literatura de Mario, hay guiños soberbios al erotismo.
Ya, en algún ensayo, Mario dijo que estos tiempos están cojos porque la gente ha extraviado la oportunidad del erotismo en sus vidas, ahora todo es tan mecánico, tan sin la luz que incendia no sólo los cuerpos sino el espíritu. ¿Qué le hizo la Presley a Mario?
En “Pantaleón y las visitadoras”, Mario menciona el sobrenombre de una meretriz: “Chuchupe”. Se sabe que chuchupe es el nombre de la serpiente más venenosa de la Amazonía.
Ahora que Mario viejo, Mario anciano, anda metido en alcobas más jóvenes alguien dirá que es culpa de alguna chuchupe, de esas víboras que echan a perder matrimonios “consolidados”, por más de cincuenta años. ¡Uf, qué novelón saldrá de la vida de Mario! Dicha novela bien podrá llevar como título: “Travesuras del niño malo”.

jueves, 11 de junio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LOS ÁRBOLES VIEJOS CAMINAN




La imagen no es común: un par de ancianos tomados de la mano. En las zonas indígenas de Chiapas los hombres caminan adelante y las mujeres detrás de sus hombres. Es la costumbre (“el costumbre”). En Comitán también sucede lo mismo. En Comitán, las banquetas son estrechas; por ello, cuando una pareja camina al par, hay un momento en que alguien de los dos debe adelantarse. En las banquetas de Comitán es difícil que quepan dos. Por ello, a veces se ve al hombre caminar delante de la mujer o al contrario. “Es el costumbre”.
La imagen de esta fotografía no es común. No es común que una pareja vaya tomada de la mano. Por lo regular, las parejas caminan de forma individual, apenas acompañándose.
La mayoría de novios sí camina de la mano. Uno sabe cuándo una pareja está en la etapa inicial. Al principio caminan muy juntos, casi sin despegarse. Cuando ya la pareja entra al zaguán del aburrimiento y del hartazgo, las manos se sueltan y cada uno camina de manera individual. Son pareja sólo porque se acompañan, de la misma manera que el nevero se acompaña de su carro; de la misma manera que el pájaro se sostiene en una rama antes de emprender el vuelo.
Acá, los dos viejos son como dos árboles más del paisaje. ¿Ya vieron cómo los árboles del fondo también se acompañan? Los árboles del fondo han crecido así, juntos, sin estorbarse, sin pelear. Han crecido casi casi como hermanos, como amantes. Al principio cada árbol tenía bien delimitado el espacio por donde crecían sus ramas y frondas, pero en el instante en que sus raíces se unieron debajo de la superficie, sus ramas y frondas se tomaron de la mano. Desde ese instante, esos árboles han sido como este par de viejos.
Este par de árboles caminantes han crecido juntos y saben que para continuar el camino deben seguir tomados de la mano. Fue un movimiento natural, acá se aprecia, el viejo tomó la mano de ella y la cubrió, un poco como diciéndole: yo te llevo, yo te guío y ella, sin pleitos feministoides, aceptó la sugerencia y ahí se ve dando el paso, un tanto encorvada porque lleva un peso cargado en el rebozo. El hombre no carga (¿es la costumbre?), él lleva una mano adentro de la bolsa del pantalón, mientras la otra, la que define el mundo, cubre la mano de ella. No es una imagen común, por lo regular, las parejas son como los pájaros que, a las seis de la tarde, vuelan libres por los cielos en busca de una fronda. Por esto, se dice, que hay personas que son como aves y personas que son como árboles. Hay personas que echan raíces y personas que, a cada rato, levantan el vuelo. Las personas que son como aves no deberían echar raíces y las personas que son como árboles no deberían practicar el vuelo.
Este par de viejos, se nota desde el principio, son árboles. Cualquiera diría que son dos más del paisaje. Han caminado juntos, echaron raíces en su relación y caminan juntos el tramo de vida que aún les resta. ¿Cuántos caminos ya recorrieron? ¿Cuántas manos han saludado? Miles, a cada rato (es la costumbre) las personas estiran la mano en señal de saludo. Acá no es un saludo. Acá, el viejo cubrió la mano de la vieja para decir: “caminemos juntos” y, en pareja, ahí donde el sendero es ancho, la vieja dio el paso como si tuviera que aligerar algo.
En las banquetas de Comitán existe un momento en que alguien de los dos debe adelantarse, entonces caminan solos, individuales. Esto es así, porque no van tomados de la mano. Si la pareja va tomada de la mano no importa que el camino sea angosto, siempre habrá un puente que hará ensanchar los senderos, los corazones.

lunes, 8 de junio de 2015

EN MANGAS DE CAMISA



Recuerdo a mi papá con traje o con camisa arremangada. Bajo de estatura, pero inmenso en su corazón (el médico, cuando estaba enfermo, le dijo que su corazón se estaba agrandando).
Fer Figueroa dice que cuando vio a mi papá en mangas de camisa pensó: “la vida no debe ser tan difícil” y, desde entonces, vio la vida de manera diferente.
Mi papá siempre se arremangó la camisa, era su manera de decir que había que poner “manos a la obra”.
Mi mamá tuvo otra teoría respecto al fallecimiento de mi papá, un día me dijo: “Ya está cansado. Ha trabajado desde niño”. Y me contó que mi papá, desde niño, no dejó de trabajar un solo día, al principio en la tienda del tío Víctor y luego como agente viajero; como corresponsal del Banco Nacional de México; como distribuidor de cervezas y refrescos; como fabricante de gaseosas; como comerciante de chácharas, desde estambres hasta harina de trigo; como secretario del Colegio Mariano N. Ruiz; como empleado de la fábrica de triplay, del ingeniero Valadez; y no sé cuántos oficios más. Fui testigo de sus triunfos y de sus fracasos. Un día decidió comprar un camión para transportar el refresco. En ese tiempo, la fábrica embotelladora estaba en Tuxtla Gutiérrez. El camión (de segunda mano) estaba resplandeciente y mostró su efectividad en el primer viaje; al segundo viaje falló: el chofer se quedó dormido y se fue al barranco. Ahí acabó la aventura. Mi papá no se arredró. Días después otro camión llegó a la casa y los cargadores bajaron decenas de bultos de harina de trigo y los colocaron sobre tarimas de madera. Mi papá había emprendido otra empresa. El negocio comenzó a caminar, pero días después mi papá entró a la bodega y halló un enemigo: una rata. Las ratas habían comenzado a dar cuenta de los bultos de atrás y se llenaban las panzas con la harina que mi papá vendía. Otro negocio cancelado. En fin, muchas empresas que acometió le fueron negadas por el destino. Otras, en cambio, le fueron favorables. Si ahora alguien me forzara a poner en la balanza los éxitos y los fracasos no dudaría en decir que siempre la balanza estuvo a su favor; es decir, nunca midió la vida por sus éxitos o por sus fracasos, su medida fue siempre insistir. Así pues, no murió porque ya estuviese cansado, murió porque, como dijo el doctor: su corazón se hacía más y más grande cada vez.
Mi papá nació en San Cristóbal de Las Casas, pero luego fue a vivir a la Ciudad de México. ¿Por qué volvió a Chiapas? Porque una mañana vio que mi abuela María había llevado dos gallinas al departamento donde vivían, las dejó en el pasillo y ahí les dio de comer. Mi papá le preguntó si le gustaría tener un terreno más grande para que las gallinas corrieran de manera más libre. Sí, dijo mi abuela. Mi papá quebró el cochinito de sus ahorros, viajó a Chiapas y compró un terreno en Teopisca, a orillas de carretera; un terreno por el que pasaba un arroyo. Entonces, a su regreso le dijo a mi abuela que empacara todas sus cosas porque regresaban a vivir a Chiapas. Cuando mi papá le enseñó el terreno, con la casa en un extremo, mi abuela María se fue para atrás, era un terreno ¡inmenso!, era una hectárea. De ahí, creo, mi papá ya no se movió de Chiapas, luego llegó a Comitán, se casó con mi mamá (se casaron en el Distrito Federal) y acá nací yo.
Una vez fuimos a Tehuacán, Puebla, fuimos de paseo. Mi papá paró un taxi y al chofer le dijo que nos llevara a la fábrica del “Tehuacán” (¿aún existe este refresco embotellado?). Una secretaria nos atendió. Mi papá, todo formal, vestido impecablemente de traje, le dijo que él, en Comitán, Chiapas, era distribuidor de ese refresco, por lo tanto pedía que nos dieran una visita guiada. Vi que lo dijo como si él fuera un accionista y no un simple distribuidor. La secretaria dijo que esperáramos tantito y la vimos desaparecer detrás de una puerta. Al rato, apareció ella y dijo que nos daría un recorrido especial, nos enseñó el lugar del nacedero de agua y al final, después de tomarnos fotos, nos dijo que estábamos invitados a comer. Yo no podía creerlo. Nos pasaron a un comedor especial y ahí comimos de manera opípara y bebimos la bebida de “casa”. Así era mi papá. Siempre fue un hombre modesto, pero consciente de su grandeza. Lo vi tratar a decenas de empleados y a decenas de gentes importantes. Con todos siempre fue el mismo, un hombre con un corazón grande, tan grande que un día no pudo más y murió. Días antes de su muerte estábamos sentados en la sala y me dijo: “Siento que ya me voy a morir”. Yo lo abracé. “No, no te mueras”, dije. Él me vio. Supe que no quería dejarme, pero la vida es así. Esa mañana estaba con su camisa sin arremangar.

domingo, 7 de junio de 2015

EN EL NOMBRE DEL ESPÍRITU SANTO



Los caminos están llenos de cruces. No es una mera metáfora de la vida. Es una realidad. Cada vez más, los caminos están llenos de cruces. A veces, cuando voy en una carretera veo, en la orilla, casi en la cuneta, pequeñas cruces que recuerdan el fallecimiento de algún peatón o algún ciclista o algún automovilista. Hay tanta gente que muere lejos de casa. Me aterran esos autobuses que llevan un letrero en el parachoques que advierte que si el conductor ya no regresa a casa es porque ya está con Dios. ¡Padre eterno, qué manera de invocar la desgracia!
Cruces por todos lados. A mí me gustan esas cruces que se llaman Cruces del milagro. Están colocadas sobre unas bases de cemento. La gente acude a esos lugares y deja flores. También, en fechas relevantes del catolicismo, sirven como puntos de reunión. Algunos grupos de fieles que acuden a la entrada de flores del Padre Eterno, en La Trinitaria, se reúnen en un lugar donde está sembrada una cruz del milagro. Ahí, el rebumbio de los hombres y mujeres que tocan el tambor o el pito se desgaja como mazorca.
¿Tiene algo que ver el color de la cruz? La mayoría de cruces que he visto están pintadas de azul, hermoso contraste entre el verde oscuro de las montañas lejanas y la claridad del cielo.
Los caminos están llenos de cruces. Cada vez hay más. Me gustan las cruces que no tienen imágenes de cristos miserables. Me provocan pavor las imágenes de esos cristos desfallecientes que están descoyuntados.
Cuando una cruz está sin imágenes, cuando está limpia, cuando sólo es un par de maderos colocados en forma perpendicular, algo como un colibrí revuela por mis cielos. No me causa un sentimiento de rechazo, al contrario. Esas cruces las veo como estructuras que bien se integran al paisaje, las veo como tendederos para colgar nubes, esas nubes que, amenazadoras, están llenas de agua. Imagino que si las cuelgo sobre esa cruz azul, el viento las irá secando y no soltarán su furia húmeda en contra de los techos de las casas.
Los caminos están llenos de cruces. A veces, desde la ventana del auto las veo como estatuas, como simples espantapájaros.
Algo de espiritualidad tiene esa forma. Es una forma tan simple y sin embargo es cautivante. Los católicos se persignan y, cuando lo hacen, hacen la forma de la cruz. Llevan su mano derecha a la frente y dicen: En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. El padre está en la parte superior de la cruz, el hijo está en la parte media del madero vertical, y el espíritu santo está en el pecho, en cada una de las tetillas, una teta es el espíritu y otra es el santo. En la teta izquierda está el espíritu. Qué simpático. Por ello, un amigo, siempre que ve una muchacha que tiene unos pechos hermosos, dice que tiene “un espíritu santo lleno de vida”.
A veces, cuando voy en la carretera y veo una cruz del milagro, veo a un pájaro que se posa en la parte superior, pienso que no es que se cague sobre el padre, sino que es el espíritu del padre, del padre juguetón. Me gusta el atrevimiento de esa ave. Si yo fuese un pájaro sería un pájaro tímido y no me atrevería a pararme sobre esa base breve. Sé que si fuese un ave me pararía sobre el travesaño, tal vez me atrevería a ir de uno a otro lado del madero horizontal, brincaría con delicadeza y con cuidado. Mis amigos dirán que lo haría porque me gustan los pechos de las muchachas bonitas, me gusta ir de un lado del espíritu al otro lado de la santidad.
Los caminos están llenos de cruces. Es bueno que haya cruces de milagro, porque son como recordatorios de que la vida está lleno de ellos. Las otras cruces recuerdan a la muerte. Debería haber una campaña intensiva para sembrar más de las primeras y erradicar las segundas. Los caminos deberían estar más llenos de colgaderos de nubes que de cruces que señalan fosas.

sábado, 6 de junio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DE UN NOMBRE



Querida Mariana: todos tenemos un nombre propio. Es uno de los postulados de los Derechos Humanos. Tengo un amigo que, en el sitio de su casa, sembró un árbol de tenocté. El día de la siembra armó un guateque, con manteado, cervezas, chicharrones, tortillas recién salidas del comal y salsa molcajeteada. Cuando la mayoría de invitados estábamos ya entrados en el arguende, él dio dos palmadas y una muchacha (bien bonita), con vestido de escocesa, salió del interior de la casa y tocó el violín. El compadre Ramón, quien ya se había resbalado dos o tres pitutazos de comiteco, alzó los brazos y, como si fuese Anthony Quinn en la película “Zorba, el griego”, se puso a bailar a mitad del patio, levantando una pierna ahora y después la otra, con un ritmo de garza tullida. El amigo (dueño de la casa y del árbol plantado), al término de la melodía, dijo que nos presentaría al nuevo integrante de la familia, extendió el brazo y señaló: “Acá está Venancio” y todos aplaudimos. ¿Venancio se llama el árbol de tenocté? ¡Así es! No es un nombre muy comiteco que digamos. Cualquiera pensaría que debió llamarse Caralampio, pero, bueno, cada quien nombra a sus hijos como quiera. Y mi amigo quiso llamarle así. Ahora, cuando vamos a su casa, preguntamos por su esposa, por sus hijos, incluso por su mascota, y al término de la relación, no falta el nombre de Venancio. Él nos dice que está muy bien y nos lleva al sitio y vemos que, en efecto, Venancio ha crecido fuerte y ahora ya florea y da vida al sitio de la casa de mi amigo.
Te cuento esto para que veás que nuestra costumbre de poner nombres propios se extiende a mascotas, árboles y plantas. No nos basta el nombre científico de un árbol, sino que procuramos hacerlo más íntimo y le ponemos nombre que debiera corresponder a seres humanos.
Martha bautizaba a sus mascotas y muñecas con nombres extraños. Tuvo una muñeca de trapo, negra, con vestido de bolitas rojas y blancas, que la llamó Puntitos. Rodolfo, que era un maldoso, el mayor de los primos, la molestaba y le preguntaba por qué la había bautizado con el nombre de “putitos”. Martha lloraba, se cubría los ojos con su brazo y lloraba. ¿Cómo le regresaba la risa a Martha? Ella volvía a sonreír a la hora que el tío Ausencio entraba a la sala, se quitaba el cinturón y daba un par de cinturonazos en el trasero de Rodolfo; luego enviaba a Sara (la sirvienta) a comprar una nieve de vainilla en “Nevelandia”. Martha lengüeteaba la bola de helado y sonreía. En una mano sostenía el cono y en la otra cargaba a Puntitos.
Pero, ya lo dije, no sólo a las muñecas bautizaba con nombres extraños, también acostumbraba poner nombres raros a sus mascotas. Incluso, sus mascotas no eran las mascotas comunes y corrientes que todo mundo tiene en su casa. Ella no tenía gatos ni perros, ella tenía como mascota a una tortuga enorme y a un cachorro de jaguar, que su tío Romeo le había traído del rancho. Cuando el tío entró cargando el cachorro todo mundo se opuso. ¿Cómo era posible que una fiera salvaje estuviese en la casa? Todos dijeron que era un peligro. Sí, dijeron, el cachorro era como un inocente gatito, pero crecería y cuando creciera habría necesidad de enjaularlo. Además, dijo la tía Roselia, algún vecino podría dar aviso a las autoridades y se volvería una tragedia. Pero, era el cumpleaños de Martha y la niña ya le había conseguido una mantita para cubrirlo en las noches y lo había bautizado con el nombre de “Pechuguín”. Los papás consintieron en que se quedara un año. Al año, Martha permitiría que el animal regresara al rancho. “¿Es un trato?”, dijeron todos y la niña, muy seria, parada a mitad de la sala, dijo: “¡Es un trato!”. Así, Pechuguín se quedó en casa. El cachorro se hizo muy amigo de la tortuga “Perestroika”. ¿De dónde Martha sacó el nombre? De un programa de televisión. Mientras el papá escuchaba el noticiario (lo escuchaba porque siempre veía la televisión con los ojos cerrados), el conductor dijo que Gorbachov estaba desarticulando la estructura comunista en la URSS a través de dos ejes: la transparencia (glasnost) y la reestructuración (perestroika). Como Martha tenía una amiga que se llamaba Alicia Pérez, desde esa tarde, dijo que su amiga era la Péreztroika y también llamó así a su mascota, que era tan grande que siempre la llevaba sobre la plataforma de un carrito. Era maravillosa la escena: Martha jalaba el carrito que parecía tener un enorme caparazón y detrás del carro iba el cachorro como si participara en un desfile.
El año se cumplió y Pechuguín ya no entraba en la casa de madera que había sido el hogar de “Atenas”, la perrita French que había sido mascota de la tía Romelia. Una tarde llegó el tío Romeo y dijo que afuera estaba la camioneta para llevar al cachorro. Todos respiraron tranquilos. La amenaza de la fiera en casa terminaría. Martha (contra todos los pronósticos) no se opuso. Muy tranquila vio que subieran al cachorrito en la góndola de la camioneta, que lo amarraran a una esquina y le pusieran un poco de comida. Cuando su mamá le dijo que se despidiera de Pechuguín, la niña entró a su cuarto y sacó una maleta que ya tenía preparada. “Me iré con Pechuguín”, dijo. La mamá rió y dijo que, por favor, metiera su maleta al cuarto, pero dos horas después, todos los vecinos vieron cómo la niña subió a la góndola, abrazó a su mascota y dijo adiós, con la mano levantada. Cuando, al día siguiente, la abuela le preguntó al papá de Martha por qué había permitido que la niña se fuera, él dijo que le haría bien, que ya regresaría cuando comenzara a extrañar la casa. Lo cierto es que Martha creció toda su infancia y adolescencia en el rancho. El tío Romeo la traía todos los fines de semana a Comitán, la inscribió en la prepa abierta y así sacó su bachillerato. Ahora, mi prima estudia un doctorado relacionado con la atención a animales y trabaja en una reserva en Sudáfrica. El otro día me mandó una fotografía en el Facebook y me dijo que ese cachorro de león tenía mucha semejanza con el carácter de Pechuguín.
Los nombres, querida Mariana, permanecen más allá de la vida. Recordamos a nuestros muertos gracias a los nombres que tuvieron. A veces, cuando los amigos vamos a comer a un restaurante aparece, por ejemplo, el nombre de Miguel y, de inmediato, todos recordamos a nuestro querido amigo, quien falleció ya hace muchos años. A veces, Javier me manda un mensaje al celular para recordarme que es aniversario del fallecimiento de Miguel, y vamos a su tumba y dejamos algunas flores en la entrada de la capilla. Adentro de la capilla hay una placa de mármol que dice su nombre. Los nombres nos acompañan durante toda la vida y se prolongan más allá.
El otro día, mis compañeros de trabajo y yo, fuimos a la escuela de una comunidad rural del municipio, llevamos “El mushkac de bolsillo”, que, vos sabés, es un espectáculo de cuarenta y cinco minutos donde contamos cuentos, presentamos mímica, música y trucos de magia. En la pared externa de un salón está escrito el nombre de la escuela: “Maestra Mirna Vera Téllez”. ¡Uf, qué remolino! De manera instantánea apareció la hormita de la maestra, quien (fue mi privilegio) me honró con su amistad. No fuimos uña y carne, pero siempre que me topeteaba con ella me saludaba de manera afectuosa. La maestra Mirna fue diputada local por este distrito y, por desgracia, falleció cuando la avioneta en que viajaba se olvidó de aletear y se vino hacia abajo. Pero ahí está la permanencia del nombre, en una pared de una comunidad modesta. En ese momento, la maestra Mirna volvió a revolotear en mi memoria.
Hay libros que tienen una relación extensa de nombres para bebés. Cuando una pareja se entera de que un bebé está en camino, de inmediato comienza a pensar “qué nombre le pondremos, matarile rile ron”. No es cosa sencilla. El nombre elegido será el nombre que lo acompañará toda su vida. No es poca cosa. Hay personas que aborrecen sus nombres; hay otras que los toleran y otras que sí están conformes, incluso que aman sus nombres.
Mis libros están firmados sólo por mi primer nombre y mi apellido paterno. Es como una tendencia: Günter Grass, Roberto Bolaño, Ornán Gómez, Óscar Bonifaz, Ernest Hemingway, Juan Rulfo, Juan Gelman, Álvaro Mutis. Son pocos los escritores que firman con dos apellidos: Gabriel García Márquez, Gustavo Ruiz Pascacio. Pareciera que si el nombre y el apellido son muy comunes existe una necesidad de extender un poco más la cuerda. A final de cuentas, los famosos, muy famosos, pierden un poco el nombre y se quedan sólo con el apellido. Si alguien dice Di caprio o Stallone no hay necesidad de decir más.

Posdata: Vos no necesitás más. Muchos de mis lectores sólo me piden saludar a Mariana. Es como si tu nombre estuviera por encima de tus apellidos, encima de los techos de las casas de Comitán, encima de los cielos.