miércoles, 30 de septiembre de 2015

CUERDA PARA TRES AÑOS




Fue una mañana de septiembre de 2012. Conducía el auto por el bulevar cuando sonó mi teléfono móvil. Me hice a un lado y me estacioné. La voz fue clara: “Luis Ignacio quiere hablar con vos”. Estaba a dos cuadras del Hotel Los Lagos y el presidente electo me esperaba ahí. No tardé ni diez minutos en llegar. Miré el patio del hotel, es un patio lleno de árboles. Recordé que, de niño, una tarde fui a ver una función de cine ahí. La Coca Cola (mi papá era distribuidor del refresco en Comitán) había organizado la exhibición de una película. ¿Por qué en ese espacio? No me pregunten. Pero, al final, resultó el espacio ideal, porque el film era una película de Tarzán, el rey de la selva. Una microselva es ese patio del hotel. La noche de la función parecía que Tarzán, que iba de liana en liana, saldría de la pantalla y la inercia lo empujaría a continuar volando por los árboles reales. “El presidente te espera”, dijo el amigo que me había llamado. Entré a la sala. El motivo de la entrevista era ofrecerme un puesto en la administración que comenzaría el uno de octubre. Dije que sería un honor, si podía servirle a él y si podía servir a Comitán ¡aceptaba! Él cambió la Coordinación de Educación y Cultura y la convirtió en Dirección de Cultura para que yo la encabezara.
Fui al colegio y a mi Paty le dije que recién había estado con el presidente electo y me había invitado a ser Director de Cultura. Quince días antes había circulado el rumor. En la prensa aparecía mi nombre como el probable. Paty y yo habíamos platicado. Implicaba una gran responsabilidad y un riesgo. Le dije que estaría sujeto al escrutinio público y mi nombre andaría de boca en boca. En algunas ocasiones reconocerían el trabajo, pero la mayor parte del tiempo lanzarían críticas. El ejercicio público coloca a un funcionario a mitad del templete y, como si fuese feria, el juego es pegarle al tipo que asoma la cabeza por en medio de un hueco. Uno, cuando acepta un cargo público, asoma la cabeza en ese hueco. Es inevitable. “¿Y qué dijiste?”, me preguntó Paty. Le dije que como ya habíamos comentado la posibilidad y decidido que si era real la propuesta aceptaría no hice más que empeñar mi palabra. Paty se persignó y dijo: “Que Dios te ayude, que Dios nos ayude”. Y ahí quedó cerrado el pacto.
Sabía de la responsabilidad y del terreno pantanoso donde me metía, pero hoy, treinta de septiembre de 2015, digo que la cuerda alcanzó. Cuando tsunamis artificiales aparecieron dejé que se evaporaran por sí solitos. Así es siempre. Soy un convencido de que cuando uno actúa bien las malas intenciones se diluyen en su propia mediocridad.
El uno de octubre de 2012, el Licenciado Luis Ignacio Avendaño Bermúdez tomó protesta como Presidente Municipal Constitucional de Comitán de Domínguez, y yo asumí el cargo para el que me había invitado. Ese día decidí no responder, durante el tiempo del encargo, a algún comentario mal intencionado o aclarar algún infundio. Decidí que, sin importar el dicho de que “quien calla otorga”, era preferible hacer silencio. Decidí que aprovecharía la invitación y no me haría tacuatz ni un instante. Supe que era la oportunidad de retribuir algo a mi pueblo, a mi amado pueblo. Trabajé, trabajé. Cumplí con la palabra empeñada al Presidente: “De cuatro de la mañana a ocho de la noche estaré a su servicio y al servicio de Comitán. Haré una pausa a la hora de comer. Por cuestiones de sobrevivencia debo comer a mis horas y dormir a mis horas”. ¡Cumplí con mis horas y con las horas destinadas a mi trabajo!
Durante tres años empeñé mi pasión y mis voluntades en el ejercicio de mi encargo. Es tanto lo que hay que hacer que la arena del desierto opaca el cristal que uno desea sembrar. ¿Qué logra un poquitío de azúcar en medio de tanta agua salada que constituye el mar? No obstante uno debe cumplir. ¡Cumplí! No hice caso a las críticas. No fui un improvisado, no llegué a ver qué hacía, llegué a hacer porque sabía qué hacer.
Hoy es el último día de mi encargo. Muy pronto, en la UNAM habrá cambio de Rector. El actual, José Narro Robles, ha dicho que espera ser un buen Ex Rector. Yo aspiro a lo mismo, a ser un buen Ex Director de Cultura. No me meteré, ni para bien ni para mal, de acá en adelante. Mi cuerda ya llegó a donde debía llegar. A partir de mañana le toca a la nueva autoridad. ¡Suerte!
Continuaré con mis labores cotidianas de escritor, pero no aludiré (en mi ejercicio periodístico) a alguna acción referente al arte de dependencia gubernamental. No sería ético; es decir, no le entraré al juego de aventar polvo al Director en funciones.
Debo agradecer a muchas personas e instituciones. Acá lo hago. Todos reciban mi agradecimiento. Resalto siete esencias: al Licenciado Luis Ignacio por darme la oportunidad de servirle a él y a Comitán; al pueblo de Comitán por aceptar las propuestas; al Licenciado Jorge Luis Aguilar Gómez, por confirmarme en el puesto; a la mayoría del equipo de trabajo por su solidaridad; al amigo que se atrevió a sugerirle al Presidente para que me considerara como el posible; a mi Rector de la UMNRS por el permiso durante ese lapso; y a mi Paty, por resistir los aguaceros.
Ayer fui al hotel Los Lagos y me paré frente al patio central. Miré los árboles, esos árboles donde, de niño, miré a Tarzán y pensé: “¡Acá comenzó la cuerda para tres años!”. Cerré mis ojos y me di más cuerda, porque ¡la vida sigue!

lunes, 28 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY CALVOS RECICLADOS




Querida Mariana: La imagen es común y un poco indigna. Después de un partido Chivas-América hay aficionados que “pelonean” a otros. Con gran seriedad, casi casi como si se jugaran la vida, dicen: “Deudas de juego, son deudas de honor”. Y el cabello del perdedor cae al piso, como símbolo de que, de igual manera, “cayeron” los jugadores de su equipo favorito.
Llama mi atención ver cómo los aficionados no sólo apuestan dinero, casas o carros (un amigo me contó una vez que no sólo carros, que también mujeres. No quise creerle). Los aficionados también apuestan, como Sansones ingenuos, sus cabelleras. ¿De dónde proviene esa práctica? Debe venir de la lucha libre, donde algunos encuentros son ¡máscara contra cabellera! Los aficionados al fútbol no pueden apostar la máscara, a pesar de que, ya nos han dicho los sicólogos, estamos llenas de ellas. Los espectadores, parece, se quitan las máscaras al entrar al estadio; ¡ah!, las máscaras que la sociedad exige colocarnos en las oficinas, en los restaurantes y en los demás lugares donde tenemos un rol asignado. El estadio es el espacio para la catarsis, para embolarnos, para mentársela al árbitro y para orinar adentro de los vasos vacíos de cerveza y, a la hora del gol, aventarlo al graderío de abajo. Ya al otro día, en la oficina, los ejecutivos recuperarán sus máscaras y serán los alineados de siempre, de acuerdo al status asignado.
En los años setenta, las cabelleras largas de los muchachos eran símbolo de rebeldía. Los papás ponían el grito en el cielo (también los peluqueros, porque perdían clientes). Los setenteros andaban con pantalones acampanados, camisas floreadas y cabelleras larguísimas, pavoneándose por todos los corredores de la escuela preparatoria. Y ahí, ¡oh, Dios mío!, ocurría la mayor afrenta. Cuando iniciaba el ciclo escolar, los del segundo año hacían la novatada a los de primer ingreso, parte del jolgorio era cortarles el cabello. Vi, juro que vi, muchachos que, mientras caía su cabello (tijereteado), aguaban sus ojos. Vi, juro que vi, algunos de reciente ingreso tomar la máquina y pasárselas ellos mismos para que la afrenta no fuera tan severa. Al día siguiente ¡ni sombra de los chavos con cabello largo! Medio salón ostentaba las cabezas rapadas, al estilo de Yul Brynner. La mitad de esa mitad se ponía gorras para disimular la pelona, pero, a la hora del recreo, los del segundo año (muy pendientes) se las quitaban y las aventaban por encima del techo o les prendían fuego. Los novatos entendían que la calva debían mostrarla a los cuatro vientos hasta que la naturaleza (siempre generosa) hiciera el prodigio de sembrarles pelo de nuevo.
A mí, niña bonita, no me pelaron nunca. Esto fue porque el inicio del primer año de preparatoria lo cursé en la prepa de San Cristóbal de Las Casas. Como no hallé lugar en la matutina, me inscribí en la vespertina. Y en este horario mis compañeros eran personas mayores que no tenían la costumbre de hacer novatadas. Recuerdo, creo que ya te lo conté un día, a dos de mis compañeros que llevaban sus pachitas de trago en la bolsa interna de la chamarra y, con popotes, daban sorbos pequeños para mantenerse en calor. Con esto digo que ya era gente grande. Después de dos o tres meses regresé a Comitán y el doctor Elías Macal, director de la prepa de Comitán, me aceptó. La temporada de la novatada ya había quedado en el olvido, a mis compañeros del primer año ya les había salido cabello, pero uno de ellos no quiso esperar el principio del otro año para hacer la novatada con los de primer ingreso y dijo que yo debía estar pelón. Como siempre ocurre cuando la masa se impone, un grupo de cuatro cabroncitos dijo que sí, que debían pelarme así como ellos fueron pelados. Uno consiguió la tijera, mientras los otros me arrinconaron, pero (por fortuna) los cuatro abusivos comenzaron a gritar: ¡pelo, pelo, pelo! Esto hizo que el maestro Rey, que por ahí pasaba, se diera cuenta y amenazara con expulsarlos de inmediato si cometían su “fechoría”. El pelador guardó la tijera y los otros se escabulleron. Me gritaron “culero”, pero yo caminé como si fuese una dama a la que no podían tocar “ni con el pétalo de una rosa”. Mi cabellera siguió creciendo generosa y blonda. Meses después mis compañeros recuperaron sus cabelleras maravillosas y estuvimos al parejo. Mi amigo “El carracas”, que es tan malcriado, dice que “No me pelaron, ¡me la pelaron!”. ¡Ya conocés cómo es El carracas!
¿Por qué los aficionados apuestan sus cabelleras? ¿No están dispuestos a empeñar sus máscaras?

domingo, 27 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA BENDECIDA CON AGUA DE LA PILA




En Comitán, el barrio de La Pila es proverbial. Acá aparecen elementos de dicho barrio: paredes, canales, agua, el frente de un auto y un hombre que se rasura.
La imagen sin el hombre sería una imagen común. La presencia del hombre le otorga una singularidad especial. El hombre tiene un espejo redondo en la mano izquierda y en la derecha tiene un rastrillo, de esos Bic (amarillo) que se consiguen por menos de lo que vale una tableta de manía.
Si los comitecos hiciéramos un ejercicio de imaginación e imagináramos que esta foto corresponde a mitad del siglo XX la única diferencia ostensible sería la del frente del auto, porque todo lo demás casi casi permanece intocado. Ya los canales de los chorros del agua han sido modificados, pero la tradición continúa y el sonido que se escucha cuando el agua cae es el mismo chachachá de entonces. Ahí, en donde está el auto estacionado, se “estacionaban” decenas de burritos que esperaban que sus dueños les colocaran los barriles llenos de agua, líquido que sería comprado en las casas de los ricos que vivían en el centro de la ciudad. Ahí, en donde está el auto, decenas de burreros chanceaban, platicaban los sucesos del día anterior, fumaban cigarros de manojito y, no faltaba uno que otro, bebían un poco de posh.
Ahora, en este lugar sólo se escucha el insistente caer del agua que, sin tregua, cae como una bendición. A veces, las personas llegan hasta los chorros y cierran los ojos y escuchan ese murmullo que viene de mucho tiempo atrás. Estos chorros de agua han servido para que los tojolabales se limpien los pies después de largas jornadas, para que se laven la cara y los brazos. Los indígenas se descalzan, dejan los caites al lado, suben los pies sobre los canales de cemento, llenan sus manos con agua de los chorros y se refriegan la piel, lo hacen con fuerza, pero con ternura, saben que esos pies y esas manos son sus compañeros a la hora de sembrar y a la hora de la cosecha. El ser humano y el agua aliados desde siempre. En Comitán, esta alianza se propicia sólo en La Pila, lugar de tránsito, lugar de origen. Nadie ha visto un hombre descalzarse al lado de la fuente del parque central.
Alguien podría decir que La Pila es el santuario donde los hombres y mujeres deben hacer un alto, bien para escuchar el canto del agua o para emplearla en el aseo personal. Y este hombre es lo que hace, se auxilia con el espejo y se humedece el rostro barbado con agua de La Pila. No es cualquier agua, es el agua que ha llenado de vida a este pueblo. El hombre coloca el rastrillo debajo del chorro, lo limpia y luego, de nuevo, lleva el rastrillo a su cara y, como si el chunche fuese una yunta, ara sobre su rostro de tierra y deja que el sol siembre la nueva semilla sobre su cara. Al final, el hombre guarda el rastrillo en su chamarra y, con ambas manos, reúne mucha agua fresca y se la echa en el rostro.
Esta agua ha acompañado a los comitecos durante mucho tiempo. Cae en forma constante, fluye eterna. A la hora que el campanero sube a la torre del templo y toca las campanas para convocar a misa, el agua también da el primer repique, el segundo toque y el tercero. También convoca a sus fieles a acercarse, a ser humilde y reconocer que esos chorros son como el sonido de una flauta líquida que canta un canto dedicado a Chac, la deidad maya. Hasta acá llegan los tojolabales y antes de subir al templo para pedir a Tata Lampo que llueva sobre las milpas, toman el agua y la invocan, así sacian su sed. Han caminado durante una larga jornada y acá es como si en el Santuario de Lourdes escucharan una ligera cascada que ayuda a cerrar los ojos y a meditar para oír el canto supremo de la vida, el canto ¡del agua!

sábado, 26 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ESTÁ LLENA DE LUCES




Querida Mariana: ¿qué sucede cuando hierve el agua? El agua ¡toma vida! A mí me sorprende ver cómo el agua comienza a despertar, a levantar sus brazos, poco a poco, hasta que (si no quito el vaso de peltre de la flama) es capaz de rebosar como si fuese un volcán.
No sé cuál es el proceso físico que ocurre, pero advierto que una sola gota de agua no me demostraría ese poder. Imagino que coloco una gota de agua en un vaso y lo caliento. ¿Qué sucede con la gota? ¡Desaparece! ¡Se evapora! Una sola gota de agua no podría darme el goce de ese maravilloso espectáculo cuando el agua hierve. ¡Ah, qué demostración de poderío, a la hora que un poco de agua comienza a hervir!
Por eso son impresionantes los ríos caudalosos y los mares abiertos. Millones de caballos de carrera corren desaforados en los campos del agua.
Lo mismo sucede cuando un hombre se manifiesta. Es una imagen triste. Una vez vi una serie de fotografías donde un hombre se paró a mitad de una plaza con la bandera de México. El hombre protestaba contra algo, no recuerdo qué, pero esto no es relevante, en este país ¡hay tanto porqué protestar! El hombre ondeaba la bandera, algunos peatones lo miraban y seguían su camino. Dos policías se acercaron al hombre, uno tomó la bandera y el otro lo tomó del brazo (casi casi como si lo invitara a desalojar el área) y el hombre bajó la cabeza y siguió a los policías. El manifestante desapareció, ¡se evaporó!, como si fuese una sola gota de agua.
¡Qué diferencia cuando la que se manifiesta es una multitud! ¡Qué mar tan lleno de vida cuando los manifestantes son miles y miles! Las calles se llenan de personas que levantan los puños cerrados, que mueven las banderas de la patria y que gritan consignas que revelan su coraje y su desencanto. ¡Ah, qué ríos inundando las calles!
Una manifestación provoca molestia en todos los demás que están como espectadores. Esto ocurre así porque no es un espectáculo común. No es común que miles de personas salgan a la calle con un mismo objetivo. Por lo regular, las personas salen a las calles por motivos muy diferentes: María corre con su mochila para alcanzar el transporte escolar; Juan aún se anuda la corbata mientras camina de prisa para no llegar tarde a la oficina (el jefe es tan severo); Rosario, todavía con los tubos en la cabeza y abrochándose la bata, sale a despedir a su hija universitaria. Así, millones y millones de personas salen de sus casas para ir al templo, al mercado o a la cita con el novio. Acá sí hay diferencia entre una persona y una gota de agua. De manera autónoma, las personas se mueven, arden en la llama de la vida, porque son la llama misma, se funden en ese mismo fuego. Pero esto es así cuando muchas personas caminan por las calles. ¿Qué sucede cuando la noche llega y medio mundo ya está en casa? La persona, entonces, se convierte en gota, simple y solitaria gota. Si el destino así lo decide, la persona desaparece como gota de agua expuesta a la flama.
Vos sabés, niña mía, que soy escaso. Las multitudes me apabullan. Como dice la gente “me engento” cuando estoy en un lugar que concentra muchísimas personas. Cuando, por cuestiones de trabajo o por azar, debo estar metido en medio de una multitud, procuro alejarme del centro, me escabullo y me quedo en la periferia, un poco (¡qué pena!) como si quisiera ser gota ardiendo en forma solitaria. No obstante, entiendo que hay ocasiones en que debo unirme a conglomerados que, aunque sean pequeños, exigen la integración.
Mis pasiones en la vida son actividades solitarias. Por esto no me gusta el fútbol o los juegos en donde es necesario la participación de muchos. Asimismo no me gustan las fiestas particulares. ¡Ah, cómo sufro cuando alguien me invita a un cumpleaños en el salón “La reja” o en el salón “El Laurel”! Sufro desde que recibo la invitación. Pienso que sería muy bueno que quien tuvo la gentileza de invitarme ¡me ignorara! Pero entiendo que esa persona me invitó por afecto y entonces, ¡ay, Señor!, me siento comprometido a ir, aunque sea diez minutos. Pero estos diez minutos son como si estuviese en un potro de tormento, de esos que eran comunes en las salas de la Santa Inquisición. Se trata de entrar al salón; se trata de ver si (por casualidad) hay un conocido sentado en alguna de las mesas. Pero (siempre es así) cuando ubico a algún conocido; es decir, alguien con quien no me sentiré extranjero, cuando estoy a punto de ir a saludarlo, veo que llega otro compa, se abrazan y el recién llegado ocupa el lugar que me correspondía, el que era mío. Entonces no me queda más que sentarme en la primera silla que encuentro vacía, saludo. Los que están en la mesa responden a mi saludo, pero advierto (los miro en sus caras) que mi presencia no es agradable, casi lo contrario. Ellos estaban esperando a uno de sus conocidos. Las señoras tuercen la boca en signo inequívoco que he sido nombrado “persona non grata”; los señores fingen una sonrisa. Quienes están sentados a mis costados se ladean tantito, con lo que sus espaldas son como esos muros que levantan los gringos para que no pasen los indocumentados. Me convierto, en automático, en un indocumentado y sé que estoy en territorio extranjero. La plática que se da en la mesa redonda suena como si se desarrollara en chino y yo me voy sintiendo cucaracha. Es cuando me levanto y veo que mis vecinos se acomodan felices y las señoras botan sus sonrisas de piraña y retoman sus rostros de gansos dispuestos a gozar la fiesta de cumpleaños. Me levanto y voy entre las mesas, como si fuese en medio de un laberinto, y me topo con el cumpleañero, le doy un abrazo con todo mi cariño y pretexto que tengo una reunión urgente, digo que acabo de recibir una llamada telefónica del secretario particular del Primer Ministro y debo salir, de inmediato, hacia el aeropuerto de Tuxtla, para de ahí volar al Distrito Federal y de ahí a Londres. No sé si el cumpleañero lo cree o no, pero yo sí me lo creo, así que me despido y camino tropezando con las mesas. Los dejo ahí, con su festejo. Perdonen, me gustaría quedarme hasta la hora en que ya ustedes (señoras bonitas) tiran las zapatillas y se suben a bailar a las mesas; a la hora en que ya ustedes (señores apuestos) tataratean de bolos y se quedan viendo feo y se retan a golpes. Me gustaría acompañarlos, pero, qué pena, debo volar de inmediato con rumbo a Londres, me espera el Primer Ministro. ¡Uf!
Por eso, cuando debí estar en un festejo comprometedor y vi a don Robert sentado en una mesa redonda para doce y vacío el asiento a su lado, y él levantó la mano y me saludó, supe que ahí era yo bienvenido y él también estaría gustoso de estar conmigo. Y así fue. Estuve durante una hora (tiempo récord) y me sentí muy a gusto. Tal vez fue porque con don Robert no fui gota solitaria, sino agua solidaria. Él y yo fuimos compañeros de trabajo durante buen tiempo. Él fue encargado de hacer la limpieza y entregar oficios en el Pabellón Municipal, oficina en donde laboré. Me daba gusto verlo al entrar al pabellón. Antes de las ocho de la mañana él ya estaba, con el trapeador en la mano, cumpliendo con su labor. A las doce del día entraba a la oficina y limpiaba el escritorio y pasaba una escoba por los entresijos de las paredes para evitar la proliferación de telarañas, porque, ah, qué necias, las arañas disfrutaban mucho hacer sus puentes en la viga que daba sobre mi cabeza. Me encantaba el momento en que don Robert revisaba el basurero. El basurero de la oficina estaba colocado en una esquina distante como cuatro metros de la puerta. Don Robert tomaba el basurero de plástico, vaciaba el contenido en un contenedor que dejaba a la entrada de la puerta, entonces, yo suspendía mi labor, dispuesto a gozar el momento en que mi amigo, como si fuese un experto jugador de boliche, flexionaba sus piernas, llevaba su brazo derecho hacia atrás y, con el basurero apenas tocando el piso, extendía el brazo y soltaba el basurero que, como si fuese la bola de boliche, se desplazaba por el piso recién trapeado y quedaba justo en su lugar original. Yo aplaudía y don Robert sonreía, sabiendo que cumplía su trabajo con gran alegría. Sólo en una ocasión (de cientos) don Robert erró el tiro, el basurero chocó contra la pata del escritorio y no logró la chuza. ¡Qué paso, don Robert!, le dije y, bromeando, le concedí (¡pucha!) una última oportunidad. Don Robert levantó el basurero, caminó hasta la puerta, se concentró, cerró tantito los ojos, y soltó el brazo, el basurero se desplazó en línea recta y suspendió su movimiento dos centímetros antes de la pared: ¡Chuza, chuza!, gritamos ambos. Sonreímos. Casi estuve a punto de pararme y abrazarlo; casi a punto de invitarlo a subir al pódium de los vencedores y oírlo entonar el himno nacional mientras la bandera mexicana ondeaba en el pabellón en honor a don Robert, el campeón mundial del boliche con basureros de plástico.

Posdata: me gusta arder en la llama solitaria de Dios, pero, a veces, es un privilegio de la vida estar con gente amable y buena. Salud, don Robert, ¡salud!

miércoles, 23 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DE HOMENAJE




La maestra Matilde Mandujano fue homenajeada. Ella murió hace años. Una mañana, en el Colegio Mariano N. Ruiz (escuela donde ella laboró), las autoridades educativas le rindieron un homenaje. Un homenaje modesto pero emotivo. En la entrada de un salón se escribió su nombre y en el interior se colocó una fotografía, sólo para decir que ella sigue presente; sólo para que las nuevas generaciones sepan que el mundo camina no únicamente por la labor actual sino por el trabajo de quienes precedieron la acción.
En todas partes del mundo hay instantes en que los maestros son recordados. En este país (como en algunos otros) se instauró el Día del Maestro. Los alumnos recuerdan con afecto y veneración a algunos de sus maestros y maestras; algunos otros los ignoran y no caen en la cuenta del servicio recibido; y algunos alumnos más tienen un recuerdo ingrato de algunos de ellos. Porque, ya lo dijo la sentencia bíblica: “De todo hay en la viña del señor”, y así como hay alumnos malcriados, también hay maestros jodones y negativos. Ah, pero cuando un alumno se topa con un verdadero maestro, el camino se ilumina y todo en la vida suena al agua limpia que fluye por las venas de la Tierra.
La maestra Maty fue una maestra de fluir transparente. Se “especializó” en el primer grado y enseñó a leer y a escribir a cientos de chiquitíos. ¿Cuántos años dedicó a la docencia? No sé, pero yo tuve la fortuna de ser su compañero de trabajo durante varios años y fui testigo de su labor comprometida. Ella, igual que la madre Sara, despreciaba los días de asueto. Sabía que la constancia es la maestra de la vida. En su casa aceptaba, por las tardes, a los alumnos que andaban un poco rezagados con respecto al avance de los demás compañeros. Lo hacía como una verdadera labor de apostolado; sólo para dar, para hacer que el mundo de la pequeña parcela tuviera mejor cosecha. Además, a mí me sorprendía su capacidad de descansar “haciendo adobes”. Había ratos en que sacaba un comal al patio y hacía caramelos de miel. Ah, qué labor tan difícil, qué pesado dar forma con los dedos a la miel hirviendo. Al final le quedaban unos caramelos casi perfectos en su redondez. Listos para llevarlos a la boca, para endulzar la vida. Tal vez esto sintetizaba la vida de la maestra.
En esta fotografía está el cuadro de honor donde ella aparece; luego está el Arenillero. A continuación Miguel (quien, durante el tiempo en que la maestra Maty laboraba, impartía la clase de Mecanografía. No faltó el alumno abusivo que le decía Maestro Teclas); luego está Lulú (actual directora del nivel preescolar); Roberto (subdirector de los niveles de secundaria y bachillerato); Kena (directora del nivel primaria), Jorge (Director General Emérito de la institución): Geny (impartió clases en nivel secundaria, durante algún tiempo); Lolita (hija de la maestra Maty); Carlos Arturo (nieto que heredó la vocación); Carlos, bisnieto; Juan Roberto (ex alumno de la maestra, en los años setenta); y Verónica (secretaria de la institución, en el nivel secundaria).
El acto de homenaje fue un acto modesto. Hay millones de escuelas en el mundo. ¿Cuántas maestras como la maestra Maty? Por fortuna, también muchas. De igual manera, es una fortuna que el colegio Mariano N. Ruiz reconozca la labor de quienes han dejado lo mejor de sí. Abrir las manos y dar, dar con la convicción de que el Universo llena de luz las palmas para que se iluminen los corazones y las mentes de los chiquitíos. ¿Qué sucede cuando un alumno aprende a leer y a escribir? No es posible advertir el prodigio, pero es como si la semilla hubiese “prendido” para que un árbol comience a nacer. ¿Hasta dónde llega ese árbol? ¿Cuántos nidos aceptará en sus ramas? ¿Cuánto oxígeno proveerá a la humanidad? La maestra Maty fue sembradora de semillas buenas. ¡Ah, qué bendición saber que en el mundo hay millones y millones de maestras que hacen lo mismo! De las maestras jodonas ¡líbranos Señor! ¡Danos más campanas transparentes que suenen como sonaba el espíritu de la maestra Maty!

lunes, 21 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON PUPITRES




¡No! Los pedagogos actuales no avalarían este tipo de pupitres, aducirían que no es lo más conveniente para realizar técnicas grupales. Hoy están de moda los foros. Los alumnos mueven sus sillas de uno a otro lado. ¡Dios mío, estos pupitres no se movían ni con un temblor de 6.2! Hoy están de moda las sillas ergonómicas y blanditas. Estos pupitres eran duros, tanto que a veces se cumplía la sentencia y se nos borraba la raya donde la espalda termina su honroso nombre. Era una madera dura, pero permitía que la espalda estuviese derecha. ¿No es acaso esto una recomendación sana? Ahora, los usuarios se desparraman sin clemencia en las sillas ergonómicas y hacen que sus columnas queden como varillas dobladas.
Los pedagogos actuales no saben que estos pupitres, de paleta generosa, eran herramientas fundamentales para el desarrollo intelectual. No saben que propiciaban y alentaban el perfeccionamiento de la imaginación.
¿Qué les queda hoy a los niños que están con los videojuegos tarde y noche? ¿Qué les queda cuando la paleta de su silla ergonómica es apenas un pequeño territorio? Nosotros, los usuarios de estos hermosos pupitres, tuvimos una gran campiña para cabalgar sobre el potro de la imaginación.
Cada alumno tenía su pupitre, pero se pegaba al lado del otro, lo que permitía una cercanía con el amigo consentido, pero delimitaba los propios espacios. Acá se ven pupitres con las bocas abiertas al frente, para guardar los útiles. Los que nosotros usamos en los años 60s tenían la boca cerrada y la abríamos mediante un par de bisagras colocadas en la parte superior. ¿Ya vieron ese canal que está en la parte de arriba? Ah, ese canal era el espacio para colocar lápices, borradores, reglas y demás chunches necesarios. En ese canal, por ejemplo, los aficionados al soccer colocaban los balones hechos con plastilina, pequeñas bolitas que podían manipularse con los dedos. Mientras el maestro dictaba la fórmula para encontrar el volumen de una esfera, nosotros, niños listos, poníamos en práctica la fórmula para hacer una esfera con plastilina de color azul. Asimismo, a la hora que el maestro dictaba la fórmula para hallar el volumen de un cilindro, nosotros hacíamos el cilindro que serviría como poste de una portería. Ah, era un prodigio armar la portería (que se paraba al lado del canal de los chunches). Era una labor divertida parar los dos postes y luego unir el transversal que hacía que los postes verticales acusaran con caerse. Al final la portería quedaba media chueca, pero eso le imprimía mayor emoción al juego. Cuando el maestro explicaba cómo podía hallarse el área de un rectángulo, nosotros, en el rectángulo de la cancha, jugábamos los tiros libres. Colocábamos la pelotita de plastilina a mitad del tablero de madera y con el dedo índice (doblado) en un movimiento de catapulta golpeábamos el balón y éste corría por todo el campo. ¡Gol, gol, gol! (No gritábamos porque eso significaba expulsión, pero sí movíamos los brazos, por debajo, para que el compañero viera nuestra satisfacción al ver el marcador: Alejandro 1 – Ramiro 0. Pero luego, Ramiro, en su pupitre, y en su campo, hacía la misma acción y empataba el partido. Así nos la pasábamos, mientras el maestro dictaba la Primera Ley de Newton: “Todo cuerpo continúa en reposo hasta en tanto no se vea obligado a cambiar su estado por una fuerza impresa en él”, nosotros nos matábamos de la risa (agachando nuestra cabeza y deteniendo el chorro de risa con la mano), porque ya lo habíamos experimentado: la pelotita había abandonado su estado de reposo con el golpe certero de nuestro dedo índice que, ¡oh, prodigio!, era el pie de Pelé o de Garrincha (en el caso del equipo de Ramiro) o el pie de Chava Reyes (en mi equipo).
¡Ah, cuántos prodigios de imaginación se desarrollaron en estos pupitres rotundos! Batallas similares a las que sostuvo El Cid Campeador o aquellas que se desarrollaron en la Segunda Guerra Mundial. ¡Ah, cuántos combates de tsizimes sin alas! Ramiro era experto, los enfrentaba con gran capacidad; las tenazas de las hormigas se trababan y nosotros apostábamos el refresco del recreo (tal vez Ramiro era experto en batallas tsizimeras porque su papá era gallero y él había crecido en ese ambiente de peleas de animales).
Ahí, en esos pupitres, los alumnos rememoramos el instante en que el Apolo alunizó; asimismo convertimos la madera en un mar donde las carabelas de Colón hicieron posible el descubrimiento de un nuevo mundo.
Esos pupitres nos ayudaron a entender capítulos fundamentales de nuestra historia, así como lugares geográficos y alentaron, de mil formas, la riqueza de la imaginación.
Por eso, ahora, cuando algún pedagogo dice que esos pupitres son obsoletos y recomienda un asiento ergonómico, con paleta minúscula, yo, por debajo del pupitre, me mato de la risa, pero por decencia (así como lo hacíamos Ramiro y yo en el salón), me pongo la mano en la boca y evito la carcajada.

domingo, 20 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE VE QUE EL ORDEN DE LOS FACTORES…




Querida Mariana: Todos los maestros de matemáticas sentencian: “El orden de los factores no altera el producto”. ¡Ah, bendita ley matemática! Dos más tres es igual que tres más dos. Por desgracia, esta ley no puede aplicarse en otras disciplinas. A manera de chanza no puede decirse que el marcador América 3 – Guadalajara 0 es igual al marcador Guadalajara 3 – América 0; ni tampoco puede decirse que si un kilo de azúcar vale veinte pesos, veinte kilos de azúcar vale uno. La matemática es simpática, porque, en efecto, el orden de sus factores no altera el producto; aunque parece que esa ley tampoco es de aplicación general en el universo de la matemática, porque si el factor cero se coloca a la derecha tiene un valor diferente al que está colocado a la izquierda. De hecho, mi Paty, cuando está enojadita, me dice que valgo un cero a la izquierda; es decir ¡nada!; ah, pero cuando está contenta, entonces me siento como un cero a la derecha, y es que el cero a la derecha sí tiene un gran valor y en la medida que está más a la derecha más valor tiene. Si a mí me hubiese tocado ser un cero en la vida me gustaría ser, cuando menos, el cero que convierte una cifra millonaria en una cifra billonaria. Ser cero de millón es de más categoría que ser cero de diez.
Acá, en esta fotografía vemos que en ortografía el orden de las letras sí altera el producto. El ignorante podrá decir que es lo mismo, pero el sabio dirá que no es lo mismo. ¿Qué dice este letrero? Pues dice lo mismo que el letrero “Se vende teja de barro”, pero, sólo para rimar, digo que no es lo mimo bacín que jarro; el primero sirve para recoger los orines, el segundo, ¡ah, qué diferencia!, sirve para servir el cafecito caliente. Lo mismo se aplica en el lenguaje. La oración que aparece en el letrero que está al lado de un medidor de consumo de energía eléctrica es como bacín. Uno entiende que el redactor es un individuo que no concluyó su educación primaria. Pintó el anuncio para decir que vende teja de barro, lo hizo de manera improvisada, porque aún se pueden ver los trazos hechos en lápiz. Esos trazos le sirvieron como líneas guía para que las letras no se le fueran chuecas y para que lograra cierta simetría. Un experto en lenguaje diría que este mensaje produce prurito en sus dos acepciones: en el deseo de que las cosas tiendan a la excelencia, y en el picor que aparece en todo el cuerpo y en el espíritu. Los ignorantes no comprenderán que este tipo de anuncios públicos son como orines y dan ganas de vomitar. Pero, uno entiende este país, en donde todo es como un remiendo, como la pared ya escarapelada, como esos pedazos de tejamanil en donde está colocado el medidor. ¡Dios mío! ¡Ya quisiera ver en una ciudad de país desarrollado una base para medidor como ésta!
Por eso, a veces me topo con amigos que no les da prurito leer este tipo de anuncios, dicen que si se entiende todo va bien. Yo siempre digo que una ortografía más o menos recta (que eso significa orto) nos ayuda a vivir mejor. No imagino vivir una vida en donde los factores del lenguaje no alteren el producto. No puedo imaginar una vida con b de burro (bida).
¿Ya viste mi niña esa e estilizada con cuatro líneas horizontales? ¿Es válido modificar la grafía de las letras? ¿Es válido escribir Q para abreviar la palabra qué?
El maestro Rey siempre decía que el lenguaje es la vestimenta de nuestro espíritu. Parece que lo hemos olvidado, ahora, medio mundo insiste en vestir de manera casual (y eso está bien), pero lo que no se vale es vestir nuestro espíritu con andrajos, porque, en la vestimenta, tampoco tiene cabida el apotegma de que el orden de los factores no altera el producto. En tratándose de vestimenta no es posible ponerse la trusa por encima del pantalón ni la pantaleta por encima del vestido. Y cuando alguien escribe de manera tan alevosa como el individuo que escribió el letrero de esta foto es como si insistiera en ponerse el calcetín encima del zapato.
En materia de lenguaje hay normas que diferencian los jarros de los simples bacines. Conservemos en nuestro espíritu los aromas del café y botemos los tufos del orín. Bueno, es lo que digo. No sé qué pensés al respecto, mi niña bonita.

sábado, 19 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON AROMA A CAFÉ CON PANELA



Con un respetuoso abrazo para la familia Armendáriz Guerra,
por la ausencia física de María Luisa.



Querida Mariana: Fabio dice que nos perdemos en medio de lo nuestro. Lo dice porque el Comitán de hoy está muy lejos del Comitán de los años sesenta. Una vez, Fito, quien ahora radica en la ciudad de México, me dijo que cuando venía a Comitán se sentía un extraño porque a nadie reconocía. Fito me dijo esto hace más de quince años. ¿Qué diría ahora que ya Comitán tiene más de cien mil habitantes y muchos de éstos son gente llegada de fuera? Fito tenía la sensación de extravío, no se sentía chilango y ya había dejado de ser comiteco. Confesó que ya no era de aquí ni de allá. Una sensación extraña, pero comprensible.
Recordarás que Totó, el protagonista de la película “Cinema Paradiso”, regresa a su pueblo muchos años después; lo hace porque su mamá le avisa que su amigo Alfredo ¡murió! Alfredo era el proyeccionista en el cine Paradiso (el Saborío, de aquel pueblo, hacé de cuenta). La mañana del entierro, Totó (ya grande, ya convertido en uno de los grandes directores del cine italiano) comienza a ver, por en medio de la multitud desconocida, los rostros de personas que alimentaron su infancia. Son rostros ya viejos, pero son rostros aún reconocibles. Para quienes vivimos el Comitán de los años 60s nos sucede algo similar. Por eso, acá en Comitán cotorrean con eso de que preguntamos: “Y, vos, ¿hijito de quién sos?”. Lo hacemos en un intento de ubicar los lazos que colgamos y ahora son como hilos a punto de romperse para siempre. El otro día (¡qué pena!) una muchacha bonita (dieciocho años, si mucho) se acercó y me sonrió. Ella vestía una playera y unos jeans ajustados. La vi con la mirada que algunas de mis alumnas definen como intimidadora. Entonces me preguntó si yo era fulano de tal, dije que sí. ¿Por qué me conocía? ¿Había leído alguna de mis novelillas? ¿Era admiradora de mis textos? Ella sonrió y dijo que su abuelo me mandaba saludos. Al final resultó que es nieta de Alfredo, amigo de mi infancia. ¡Dios mío, nieta! Alfredo se casó a los diecinueve, tuvo una hija a los veinte; su hija (aprendió muy bien de su papá) se casó también cuando tenía diecinueve años de edad y ahora la nieta de Alfredo (diecisiete o dieciocho años) es una muchacha bonita. Ah, sentí el aire del parque como una bofetada que me recordó, como un balde de agua fría, que soy un viejo de cincuenta y ocho años. La lógica y los principios más elementales exigían que debería ver a esa niña con una mirada más limpia y desvié mi asquerosa mirada de sus pechitos. Todas estas niñas son las nietas precoces de mis amigos o de hombres y mujeres de mi generación que, si bien nunca fui amigo de ellos, sí puedo reconocerlos como parte de mí. Porque, niña mía, la gente que se mueve a nuestro alrededor conforma parte de ese paisaje que llamamos vida. Nuestra vida está hecha no sólo de los amigos y de los familiares, también está conformada por doña Sara Bigotes que tenía dos perros color miel y que era dueña de una tintorería; está hecha por don Arturo Rivera que vendía dulces y chocolates en un local del portal frente al parque; está hecha por el mítico tío Jul, que preparaba panes compuestos, unos deliciosos tamales de azafrán y, por supuesto, los huesos que aún llevan su nombre: huesos de tío Jul. La vida está costurada también por esos retazos que, junto a nosotros, caminaron las mismas calles y escucharon los mismos sonidos de la marimba, los pregones de: “¿Va’sté a comprar manía?” y los repiques para misa de siete en el templo de Santo Domingo.
Y Fabio dice que nos perdemos en lo nuestro, porque Comitán es nuestro y, sin embargo, ahora a veces caminamos como si anduviéramos en calles desconocidas y fuéramos extranjeros. Otros son ahora quienes se erigen como los dueños de este pueblo, ¡nuestro pueblo! Por ello, cuando camino por el entorno del parque central y encuentro a don Fili, en “La comiteca”, ¡me da gusto!, porque ahí está el Comitán eterno, el inmarcesible, el que, a pesar del tiempo, sigue dando cuerda a nuestro corazón. Qué bueno que el Hotel Delfín siga llamándose así. Y digo esto, porque ahora muchos negocios han cambiado su razón social. Ahora (son los signos de los tiempos) muchos locales comerciales ostentan nombres extranjeros. Por fortuna, detrás de toda esa parafernalia contemporánea, aún perviven lugares que siguen siendo faro para nuestro caminar. “La proveedora cultural”, después de más de sesenta años, sigue brillando. A veces, cuando entro al local (ya muy diferente a como era), mi memoria pareciera oprimir el botón de “rewind” y estoy dispuesto a no asombrarme si, en la caja, aparece don Rami Ruiz, el propietario original.
Desde mi regreso de Puebla, que ocurrió en 2008, me he dedicado a descubrir las huellas de los 60s. No lo hago con el interés del arqueólogo ni, mucho menos, con la carcasa del investigador o con el teodolito del cronista o el bisturí del historiador. ¡No, Dios me libre! Lo hago, simple y sencillamente, para alimentar mi espíritu. Lo hago un poco para decirme que soy de acá; para reafirmar mi convencimiento de que, a pesar de que Comitán ya está en un proceso irreversible de transformación, aún hay balcones que muestran corazones limpios y nobles. Porque el Comitán de los 60s fue un pueblo sencillo, en el que, como dice la tía Elena, todo mundo se conocía; es decir, conocíamos nuestras fortalezas (que eran muchas) y reconocíamos nuestras debilidades (que eran pocas). ¿Ahora? Ahora, como dice mi Paty, no sabemos qué pata puso ese huevo y por eso, con cara de extranjero, le preguntamos a la muchacha bonita: “¿Hijita de quién sos?”. Mientras esperamos la respuesta, hacemos changuitos, y deseamos que nos digan el nombre de algún conocido, de alguien que nos demuestre que Comitán aún sigue siendo de los comitecos de siempre.
Por esto, mi querida Marianita, cuando mirás que mis ojos se humedecen a la hora que, en el atrio del templo de San Sebastián, una bola de ejecutantes somata la marimba, debés comprender que ese sonido me remonta a los recuerdos más sublimes de mi infancia y adolescencia. Los de mi generación todavía crecimos con el sonido de la marimba. La marimba iluminó los desayunos donde los amigos festejaban su primera comunión o las comidas donde los papás celebraban los cumpleaños en medio del baile y de la copita de comiteco. Ese sonido estaba aliado con el aroma de la juncia regada en el piso o convertida en lianas atadas de uno a otro pilar de madera; y este sonido y este aroma estaban unidos al sabor inconfundible de los tamales de bola con su chile de Simojovel y del espumoso aroma del chocolate caliente. Esas esencias nos formaron, de ellas estamos hechos. Por eso nos duele que ahora estén agazapados detrás de los pilares, como si tuviesen pena por mostrarse, como si sintieran estar en un pueblo ajeno.
A veces voy al parque central y pienso en qué momento la marimba se hizo a un lado para que entraran los mariachis. ¿En qué momento los maravillosos mariachis (hijos del centro del país) patearon a los marimbistas y los quitaron del estrado de honor en que siempre estuvieron? Los jóvenes de mi generación aún dieron serenata a sus novias, con marimba (yo nunca lo hice, porque no tuve novia). Ah, era emocionante ir a cenar chalupas antes de que llegaran las once y media de la noche, y luego caminar a la casa de la novia del amigo, en donde ya el camión de “Manuel Hijo” (Manuel te hago uno) estaba estacionado y uno de los marimbistas (el más joven) trepaba sobre el toldo del camión para robar la luz que haría funcionar el ya “metidito” teclado. ¡Dios mío! No nos dimos cuenta, pero la intromisión de ese teclado electrónico ya nos advertía lo que pronto se nos echaría encima. Una tarde (tampoco nos dimos cuenta bien a bien) las serenatas comenzaron a darse con mariachi, y luego fueron con tecladistas y luego con los estéreos de los carros y, Dios mío, las serenatas con marimba ¡desaparecieron! Y esto fue, también, ¡oh, Señor!, el presagio de que los de antes se irían apagando como velas en medio de un ventarrón.
¿Qué queda del Comitán de los 60s? Aún quedan trazas, pero ya son como líneas pintadas con gis. Por eso, mi niña amada, cuando me topo con un compa de aquellos tiempos, ¡me da mucho gusto! Me da gusto porque ahí también estoy yo. A veces voy a echarle gasolina al auto, voy a la Gasolinera de Arnulfo (amigo de mis tiempos de siempre), pido doscientos pesos y, mientras busco el billete en mi cartera, oigo que alguien me saluda: “¡Qué tal, Alex!”. ¡Ah, bendición, es El güero! El güero lleva años de años vendiendo chunches para autos, chunches como limpiaparabrisas y forros para volantes. Me da mucho gusto verlo y sé que él, con ese ¡Qué tal, Alex!, también se reconoce en el Comitán nuestro, el Comitán infinito. Le pido, entonces, que, por favor, cambie los limpiaparabrisas y él, con una gran sonrisa, hace su chamba, la chamba que ha ejercido desde hace añísimos. Y cuando le pago, quisiera decirle: ¡Ah, querido güero, qué bueno que seguís acá, haciendo lo de siempre, lo de cuando no tenía carro, pero iba en el auto de Jorge y dábamos vueltas y vueltas al parque, las tardes de domingo!

Posdata: Aún hay huellas. Se trata de buscarlas con denuedo, sólo para que sean como ungüento para el alma; sólo para evitar el camino que Fabio presagia.

viernes, 18 de septiembre de 2015

VIENTO CON POLVO




Una palabra puede activar mil imágenes. Siempre me pasa así. Cuando estaba en la primaria, cuando el maestro nos leía un texto histórico bastaba una palabra para que yo perdiera el hilo de la narración y me fuera por la libre, por otros caminos que, a veces, me catapultaban a mundos irreales. Uf, era penoso bajar a la realidad a la hora que el maestro me daba un zape en la cabeza y los compañeros reían.
Ayer en la mañana algo similar sucedió. Muy temprano, estaba en la universidad cuando escuché una llamada en mi celular: ¡era Geny Cifuentes! Apenas saludó y soltó lo que tenía trabado en la garganta: “¡Murió Laco!”, dijo. Yo alcancé a decir qué pena, antes de colgar, y entonces, como si el teléfono tuviese una interferencia u otra llamada se intercalara, escuché: “¡Viento, viento, viento!” Colgué y entonces todo fue Laco, un viento llamado Laco.
En el patio de la escuela caminaban los estudiantes, ellas con las libretas cubriéndose los pechos, ellos con la mochila en la espalda. Adentro de la oficina el Viento Laco trepó en los archivadores y, con la elocuencia que siempre lo caracterizó, gritó: “Sí, yo también soy jolote”. Estas palabras las dijo una tarde que, en San Cristóbal, dio una conferencia. Manolo Nucamendi, Marcos Puig y yo habíamos viajado especialmente desde Comitán para oír la voz de Laco. Todo había sido como cuando uno está de juerga y decide seguir la pachanga en Puerto Arista. En la mañana de ese día, Manolo dijo que Laco estaría en San Cristóbal, en la Casa de la Cultura, y disertaría una conferencia acerca de la literatura chiapaneca. “¡Vonós!”, propuso Manolo y nosotros dijimos ¡Sí! Al salir del Colegio (lugar donde laborábamos), a las dos de la tarde, subimos a la camioneta de Manolo y a las tres y media ya comíamos en el Tuluk (palabra que, ¡oh, coincidencia!, significa guajolote). ¿De qué año hablo? Hablo de un año del siglo pasado, de cuando no había tantos topes en la carretera Comitán – San Cristóbal y los únicos bloqueos eran los que veíamos por televisión, donde los defensas de Los Patriotas impedían el avance de Los Empacadores de Green Bay.
Al término de su conferencia que, como siempre, estuvo salpicada de conocimiento y de chascarrillos que la audiencia celebró con carcajadas, los tres nos acercamos a saludarlo. Él platicaba con dos muchachas, al vernos movió los brazos (como guajolote, perdón) en señal de que éramos bien recibidos en ese círculo. Nos acercamos y él, como si continuara la conferencia, siguió desparramando conocimiento y chanzas. Cuando hizo una pausa, Manolo dijo que éramos comitecos y entonces él se carcajeó y dijo lo que ya dije líneas arriba: “Sí, yo también soy jolote”. En Comitán, los Zepeda tienen el apodo de jolote, aféresis de guajolote. Don Pepe Zepeda es don Pepe Jolote; por lo tanto, don Eraclio Zepeda era, por decisión propia, don Laco Jolote.
Supe, entonces, que él era un personaje más de la literatura. Así como él creó don Chico que vuela, esa tarde estábamos presenciando el nacimiento (aún jolotío con plumas tenues) de don Laco Jolote. Y pensé que el mundo de los cuentos infantiles se renovaba, porque, ¡ah, qué maravilla!, cuántos cuentos podrían escribirse con ese personaje que era inmenso, con gran tzijnij y argüendero (como son todos los guajolotes en las granjas). Y él, Laco jolote, reía y su panza se movía como una gelatina enorme, como panza de sapo. Y ya sabiendo que era personaje de literatura infantil pensé que también podía ser de literatura erótica, porque el Comitán de los jolotes, también es el Comitán del Cotz; cotz es un vocablo tojolabal que significa jolote, pero también alude al acto sexual y entonces el cándido personaje de don Laco Jolote se convirtió en don Laco Cotz y, para evitar la duplicidad de la sílaba co, el personaje se convirtió en Lacotz, ¡ah, qué bendición!, y digo qué bendición porque esta palabra sonaba como Lacoste, y esta palabra, todo mundo lo sabe, es el nombre de una empresa que tiene un cocodrilo como logotipo, y así fue cómo, en medio del aire gélido de San Cristóbal, don Laco Jolote se convirtió en don Lacocodrilo y entonces lo vi, en medio de ese círculo de muchachas bonitas y de nosotros, barracos ya mayorcitos, abrir su buche de jolote, abrirlo con la fuerza de las mandíbulas de un cocodrilo y lo vi, como tronco viejo, flotar por encima de las aguas del Grijalva. Y supe que ese personaje daba para muchos personajes más y para mil cuentos, pero, viéndolo así, con su abanico de plumas y sus fauces con dientes de bisturí, pensé en quién escribiría esos cuentos y supe que no lo haría él. Ah, qué pena. No lo haría, porque le miré horma como de que ya se había cansado de contar cuentitos y acometería, como si fuese un elefante memorioso, la aventura de escribir cuatro novelas que aludieran a los elementos: agua, tierra, fuego y aire (¡viento!, ¡viento!).
Entonces regresé al día jueves diecisiete de septiembre de dos mil quince, regresé a la universidad y miré a los muchachos que, con paso rápido, porque ya se les había hecho tarde, se dirigían a las aulas. Todo parecía normal, pero no era así, porque Eugenio había dicho: “¡Murió Laco!”. Laco jolote, Laco cotz, Lacocodrilo, Laco fuego, Laco tierra, Laco agua, Laco viento, ¡viento! Me di un zape, entré al salón y comencé a dar mi clase. ¿Se valía leer un cuento de Laco?

miércoles, 16 de septiembre de 2015

EL ALMA DE ALMA




La actriz Alma Muriel murió un día de 2014. Era un día luminoso, pero luego se enredó en una bufanda de neblina. Alma tenía que llamarse, como decir Mahatma (alma grande).
El edificio que acá se ve, era el edificio que veíamos todas las mañanas. En este edificio vivía Alma. Es un edificio que está en la calle Tlacotalpan, de la colonia Roma, en la Ciudad de México. Nosotros vivíamos en la casa del frente. Bastaba cruzar la calle para llegar a la banqueta donde, una mañana, vimos a Alma barrer. Ahora que acabo de escribir estas dos palabras “Alma barrer” pienso en cómo puede barrerse un alma.
¿Quiénes veíamos a Alma? Miguel, Enrique y yo, que habíamos ido a la Ciudad de México para estudiar en la universidad. Los tres en la UAM, de recentísima creación. Miguel en Xochimilco, Enrique en Azcapotzalco y yo en Iztapalapa. Después de un trimestre fallido, malogrado, me cambié a la UNAM y por ahí anduve cinco años, en la Facultad de Ingeniería.
El día que vimos a Alma fue prodigioso. El cuarto de Miguel daba, precisamente, frente a ese edificio. El cuarto nuestro daba a un patio interior. Miguel, la mañana del prodigio, entró corriendo a nuestro cuarto y nos dijo que fuéramos, rápido. Enrique y yo nos paramos y seguimos a Miguel por el pasillo hasta llegar a su cuarto. Se llevó un dedo a la boca, indicándonos que guardáramos silencio, y con su mano derecha nos convocó a acercarnos a la ventana. Así lo hicimos. En la banqueta de enfrente, una muchacha barría. Enrique fue el primero que descubrió de quién se trataba, dijo: “Es Alma Muriel”. Yo me pegué al cristal de la ventana y dije que sí, que era Alma. Nos quedamos en silencio, admirándola. A la distancia era una mujer común y corriente, con dos piernas, dos manos, un torso no muy generoso y una escoba, pero nosotros sabíamos que ella era como una diosa, era Alma, la famosa actriz. Nada dijimos. En Comitán habíamos visto su película “Bikinis y rock”, en donde, por consenso, nos quedamos con las imágenes de los bikinis.
Vimos a Alma barrer la banqueta, nos quedamos embobados, casi casi como si estuviésemos en el cine y la viéramos en una película (como sí la vimos después, ya en 1978, en la cinta “Amor Libre”, donde el asqueroso de Manuel Ojeda, muy galán, muy piloto de aeronave mexicana, la seduce y ella, tonta, mil veces tonta, cae redondita y deja que el Ojeda le meta la mano, y tal vez algo más, en la cabina de un avión, mientras vuelan quién sabe a dónde).
El otro día, por esas cosas de la nostalgia, entré a Google Maps y busqué la primera casa en donde Enrique, Miguel y yo vivimos en aquella ciudad. Y “caminando” a través de las cámaras de Google logré llegar al edificio de departamentos de Alma. Acá en este edificio vivió esa maravilla de mujer. ¿De qué murió en el 2014? No lo sé. El día que supe que había muerto estuve triste un rato. Ah, pensé, mi vecina se fue.
¿Por qué salía a barrer? ¿Qué nos quería decir? No sé si debo entenderlo como un acto de humildad o como un acto snob. Voto por lo primero. Y voto por lo primero, porque Alma no vivía en el Pedregal de San Ángel, ella vivía en un modesto edificio de la colonia Roma. Tal vez, muchos años después, ya con más paga vivió en otra colonia y en otra casa, dejó el modesto departamento de la Roma y fue a vivir a donde viven los artistas glamorosos, porque ella estuvo en medio del glamour, pero cuando la vimos una mañana barriendo la banqueta era tan común como nosotros.
Miguel dijo que bajáramos a pedirle un autógrafo, un poco para que, cuando regresáramos a Comitán, lo enseñáramos a los amigos y dijéramos que nosotros vivíamos frente a la casa de Alma Muriel. Enrique y yo fuimos al cuarto por un cuaderno y Miguel se adelantó, bajó las escaleras, cruzó el zaguán y salió a la calle. Alma ya no estaba. (Ahora que escribí “Alma ya no estaba”, algo se me quedó trabado en el teclado). Cuando Enrique y yo bajamos sólo encontramos a Miguel. Éste propuso que, la próxima vez, bajaríamos los tres con escobas y barreríamos nuestra banqueta, seguro que ella sonreiría y sería el pretexto ideal para acercarnos a platicar con ella. ¡Uf, sería grandioso estar cerca de Alma! Pero las clases en la UAM comenzaron y debíamos tomar nuestro camión temprano, en las tardes íbamos al boliche y luego al cine. A veces llegábamos tarde a la casa, tatarateando porque habíamos comido en algún restaurante de carnitas al estilo Michoacán y tomado cervezas y dos o tres cubas. Antes de meter la llave en la cerradura de la puerta mirábamos el edificio de Alma y Enrique proponía que le lleváramos serenata. ¿Lo imaginan -decía- que le diéramos una serenata con marimba? Cerrábamos los ojos tantito y lo imaginábamos, pero, como dijera doña Lolita Albores: “Caso hay”. Además no sabíamos en qué departamento vivía, tal vez su departamento era uno de los departamentos interiores. Ah, hubiera sido tan bonito que su departamento diera a la calle.
El otro día me ganó la nostalgia y caminé, virtualmente, por esa calle de Tlacotalpan, la calle de Alma Muriel.

lunes, 14 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA BANDERA




¿Tres en una? ¿Acaso el propietario de esta azotea quiso representar en cada escudo un correspondencia para cada color de nuestra bandera?
La lectura es sencilla, como sencillos los elementos: un mazo de flores, un atado de cables, el pretil de una azotea, el asta que detiene la bandera con un lazo, y el cielo. De fondo, siempre, el cielo.
Se sabe que el territorio natural de las banderas son los espacios de altura. En esta temporada, los cielos de México se inundan de banderas. Se ha dicho que la bandera pareciera ser propiedad de las autoridades en el resto del año, cuando sólo la izan en escuelas y edificios públicos. En septiembre, la gente común compra una bandera y la coloca en las paredes, ventanas y azoteas de sus casas. La bandera de esta fotografía tiene la característica de tener tres escudos. Mariana dice que el propietario de la casa compró un lienzo propio para pendón y no para bandera. Existe una ley sobre el uso de la bandera, del escudo y del himno nacional, que son nuestros símbolos patrios. Esta ley indica que la bandera mexicana consta de tres franjas colocadas de manera vertical, con los colores verde, blanco y rojo y un escudo al centro. Así que esta bandera tricolor con tres escudos no corresponde al ciento por ciento con las especificaciones legales, pero, en serio ¿quién se fija? Si a esas vamos, la banda presidencial tiene sus alambres chuecos.
El propietario de esta bandera sólo cumple con su pasión mexicana; se equipara un poco al mexicano que en la noche del grito le agrega el ¡cabrones!, al grito protocolario de ¡Viva México!, que es enunciado por la primera autoridad de la patria, del estado o del municipio.
Por supuesto que esta bandera de tres en una no podría tener cabida en otro mes que no fuese septiembre. En septiembre los excesos se apoderan de nuestro nacionalismo y la pasión va más allá de lo permisible.
Mariana dijo que si ese caos de alambres no era algo como una metáfora que envolvía la bandera de nuestra patria en nuestros tiempos. Dije que no, dije que ese caos sólo representa el caos de las ciudades que crecen sin orden y sin aplicar las leyes. Ella (Mariana, no la patria) dijo que entonces sí le daba la razón. Dijo que aún en septiembre (mes de los excesos patrios) esta bandera no podría estar ondeando por estos rincones, porque sólo contribuía a engrandecer el caos. Entonces, Mariana me preguntó (siempre sabe cómo desarmar mis argumentos) ¿qué mensaje se envía a los escolares al colocar una bandera diferente a la que todos los lunes izan en el patio de su escuela? Estaba a punto de responder cuando ella agregó, ya con la sonrisa en su boca: “¿Acá debe uno saludar tres veces? ¿Hacerlo con tres manos? Iba a decir que la bandera era simpática y que era una bandera sencilla colocada en una modesta azotea de un modesto pueblo mexicano; iba a decir que la confusión de la patria no está en las azoteas de las casas de los mexicanos honestos ni en sus intentos de celebración; iba a decir que esta bandera no era una bandera oficial, de esas bordadas en hilo de oro que penden de los edificios gubernamentales, pero ya nada dije, ¿qué podía decir?
La fotografía es sencilla, como sencillos los elementos que contiene, pero las disquisiciones de Mariana la enredaron un tantito, como enredados los cables que pasan frente a ese mazo de flores que, contagiado del mes patrio, se elevan con gallardía con sus verde hoja y rojo flor.
Nada más dije, sólo vi cómo la bandera, sin hacer caso a la reflexión de Mariana, se desplegaba con emoción al ritmo que le imponía el viento, un viento que sube desde la Ciénega y baña esta azotea que, sin pudor, refrenda su gusto de ser mexicana y de gritar: ¡Viva México, cabrones!

domingo, 13 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON UN PASEO POR LA FERIA DE LA VIDA




Querida Mariana: Encontré a Paco y a su papá en la Feria del Libro que organizó Coneculta, apenas el mes pasado. Paco es mi amigo y su papá fue mi maestro del cuarto grado de primaria, en la Fray Matías de Córdova. Impartía las materias que todo curso exige, pero, a la hora que ya la matemática nos había puesto como zanates acalorados, él nos decía que sacáramos nuestro cuaderno de dibujo y copiáramos lo que en el pizarrón dibujaba. Con una gran facilidad dibujaba un loro y luego, con gises de colores, le daba vida. Nosotros, muy aplicados y contentos por el respiro, nos empeñábamos en hacer nuestro trabajo lo mejor posible. No recuerdo que alguno de mis compañeros haya superado al maestro (a veces sucede que en un grupo aparece un Miguel Ángel que pinta mejor que el maestro), pero tampoco recuerdo que alguien haya pintado una mesa o una silla en lugar del loro. El loro que dibujábamos tenía panza de danta y cabeza de toro, pero era verde y estaba parado en una rama de árbol.
Ya luego supe que mi maestro Javier impartía clases de modelado en la escuela preparatoria y los muchachos se divertían modelando el loro en plastilina. Era la consecuencia lógica: pasar del plano, al mundo en tercera dimensión.
Mi niña, vos sabés que mi memoria es como un trozo de plastilina azul expuesta al sol del mediodía, pero conservo dos recuerdos de mi maestro Javier. El primero es el día en que nos dijo que guardáramos los útiles y nos acercáramos al escritorio de madera. Todos le hicimos caso (en ese tiempo, los alumnos respetábamos las indicaciones del maestro). Cuando todos estuvimos sentados en el piso, alrededor del escritorio, él sacó un radio portátil, forrado con una carcasa de piel en color café. La carcasa tenía muchos hoyitos en el lugar donde estaba la bocina. Prendió la radio, escuchamos el himno nacional y luego la transmisión del partido México-Francia, en el mítico estadio de Wembley. Era el 66 y en Inglaterra se celebraba el Mundial de Fútbol. A mí nunca me ha llamado la atención el fútbol, ni oído, ni visto, ni practicado, pero esa mañana me volví parte de ese grupo y grité a la hora que Enrique Borja anotó el gol del empate.
El otro recuerdo que tengo es la tarde en que, cinco o seis integrantes del equipo de básquetbol, fuimos a la casa del maestro Javier y le pedimos favor que nos pintara un águila en nuestras playeras. Él colocó todas las playeras sobre el escritorio que tenía en su estudio y, con gran habilidad, dibujó, con un plumón, la cabeza de un águila en cada playera blanca. Ya a nosotros nos tocó ponerles color con pintura café. Ahí fue donde estuvimos a punto de echar a perder el trazo magistral. La playera de Mario quedó como si el café de la taza la hubiese manchado.
Paco tiene la bendición de tener a su papá con vida. Así lo ha entendido. Siempre que puede se da el tiempo para acompañarlo. El día de la Feria del Libro los vi juntos. Mi maestro estaba con las manos agarradas por encima de su estómago, una actitud cotidiana en él. Si alguien no lo conoce, sabrá que ese rasgo lo describe a la perfección: un hombre ecuánime, casi sabio.
Querida mía, he escuchado muchas historias donde los hijos lamentan no haber estado más tiempo con sus padres. Paco es excepción a la regla. Paco, siempre que puede, va a casa de su papá y sale con él. Mi maestro disfruta la compañía del hijo, sigue modelando su figura. Casi puedo verlo, Paco aún es como un trozo de plastilina, pero ya casi es mármol y el maestro Javier es un Miguel Ángel que cincela el espíritu de su David.
Cada vez que veo a Paco al lado de su papá siento que un aire fresco, como pajarito, se para en mi árbol. Sonrío, porque los veo sonreír. Ellos modelan la vida y lo hacen de manera sosegada, con la actitud del sabio: ¡con las manos unidas al frente!

sábado, 12 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON AROMA A NOSTALGIA




Querida Mariana: a veces hago ejercicios memorísticos. ¿Cómo se llamaba aquella niña que fue mi vecina en los años sesenta? Recuerdo que era muy bonita, cuando reía se le hacían dos hoyitos en sus mejillas; rengueaba. Debe seguir rengueando en el pueblo donde viva actualmente. Recuerdo que una mañana un camión de mudanza se paró frente a la casa y tres cargadores subieron mesas, sillas, armarios, cajas de madera y de cartón. Mi vecina se marchaba de Comitán. ¿A dónde iría? Le pregunté a mi mamá, pero ella no supo. Mi mamá no había hecho migas con la familia de la niña de los hoyitos. Tal vez fue una de las primeras veces que conocí la tristeza. Yo jamás había hablado con la niña, pero, todas las tardes me asomaba al balcón y pedía a Dios que me permitiera verla. En ocasiones mi petición me fue concedida. La puerta de la casa vecina se abría y la niña asomaba con una canasta de mimbre en la mano. Iba por el pan. Ella salía sola. ¿Cuántos años tenía? Tal vez cinco o seis. Yo tenía ocho. Ella cerraba la puerta y caminaba por la banqueta, rengueaba, caminaba con paso de pato, de pato feliz. Jamás la vi seria, ella sonreía siempre y en cuanto lo hacía dos hoyitos aparecían en su cara. Es lo que recuerdo de ella, que era una niña muy bonita, que yo me paraba horas y horas en el balcón para verla de lejos, de vez en vez. ¿Nunca supe cómo se llamaba? Sí, lo supe algún día, esto es lo que aún me duele. Lo supe, pero una tarde (tampoco sé por qué) mi memoria se nubló y olvidó su nombre. Ahora, qué pena, sólo puedo referirme a ella como la niña bonita de los hoyitos en las mejillas. ¿Cómo supe su nombre? Una tarde llamé a Sara y le di un billete que había robado del escritorio de mi papá. A Sara le dije que ese billete era el pago anticipado para que averiguara el nombre de la niña. Sara tomó el billete, lo metió entre sus pechos y dijo que sí, que ella averiguaría el nombre de la vecina. En cuanto cerró la puerta pensé que tal vez ella sí sabía el nombre y, en la tarde, me diría que le había costado trabajo averiguarlo, pero que ya lo tenía y me diría el nombre de la niña bonita. En la tarde, Sara tocó la puerta de mi cuarto, entró y dijo que ya sabía el nombre, se acercó, me puso una mano en mi oído y, con voz bajísima, me dijo cómo se llamaba la niña. Yo sonreí. Sara, en el mismo tono de voz, dijo que para conseguir la información había dado el billete, ¿podía darle otro para ella? Dije que sí, que el domingo le daría mi gasto. Caro me salió el descubrimiento y ahora, cincuenta años después, ¡no recuerdo el nombre! Vos sabés, mi niña, que mi memoria es endeble, pero no tanto. ¿Cómo es posible olvidar el nombre de una niña que me gustaba? Recuerdo que, en un cuaderno, con letra pequeña, escribía su nombre, una y otra vez, lo repintaba, le ponía colores. ¿Cómo entonces lo olvidé? Tal vez, ahora lo pienso, fue porque Sara me lo dijo en voz casi inaudible, tal vez por eso su nombre se fue deslavando con el tiempo.
Por eso, querida Mariana, el otro día algo se me trabó en la garganta y sentí un asfixio pero lleno de colores, como si un arco iris se derramara sobre mi corazón. Un amigo me invitó a casa de su papá, me senté en un sillón en la sala, mientras una muchacha de la servidumbre me servía un vaso de limonada. Platicábamos, mi amigo y yo. Las paredes de la casa están llenas de fotografías en color sepia, con marcos dorados, a la usanza comiteca. El papá de mi amigo entró (él tiene más de ochenta y cinco años), caminó con paso cansino y, viendo a mi amigo, preguntó: “¿Dónde está mi mamá?”, mi amigo dijo que se estaba bañando. Dudé si había escuchado bien, ¿de verdad había dicho “mi mamá”? Mi amigo dijo que sí, que yo había escuchado bien. Su papá busca a su mamá (ya fallecida hace quién sabe cuántos años). Dios mío, al señor lo vi como un pichito, con aflicción, buscando a su mamá. Mi amigo dice que es su mayor obsesión. Cuando supo que ella estaba bañándose se tranquilizó, pero siguió caminando, con rumbo al patio, tal vez en donde está el baño de la casa. Mi amigo me confió que la búsqueda va más allá, me dijo que el otro día le pidió que lo llevara a la Cristóbal Colón, quería comprar un boleto para viajar a Comitán, porque quería ir a ver a su mamá. ¿Mirás qué belleza? Como en su casa no encuentra a su mamá, tal vez cree que él vive en otra ciudad y desea ir a Comitán para regresar a su casa y hallar a su mamá y abrazarla y platicar con ella, sentados en el corredor, tomando una taza de café, acompañada con una rosquilla chuja. Dios mío, mi corazón se puso como ciruela pasa. Mi amigo dice que su papá tiene más de ochenta y cinco años, casi noventa o más, pero yo lo vi como si fuese un niño de cinco; un niño de cinco que quedó solo en casa y ve que su mamá no regresa y la busca por todos los cuartos y no la encuentra, porque, ¡Dios mío!, el niño no lo sabe, pero ella no volverá. ¿Cómo recuerda el rostro de su mamá este niño de más de ochenta y cinco años de edad?
Pero hay más historias en este mundo de Comitán. Historias que tienen que ver con esa cuerda que siempre se enreda en nuestra garganta y que nos oprime el corazón. La nostalgia por lo perdido hace que la memoria se convierta en ese animalito que se llama cuyo y que se sube a una rueda giratoria y da vueltas y vueltas sin descanso. Mi memoria es así, estoy como cuyo dando vueltas y vueltas y no logro aprehender rostros y actitudes de mi infancia. Todo aparece envuelto como en una niebla. Estoy seguro que si lograra pasar del otro lado de esa capa todo sería tan claro y tan diáfano, pero no alcanzo a traspasar y las imágenes son borrosas. ¡Ay, yo supe un día cuál era el nombre de esa niña de hoyitos y hoy no logro pepenarlo!
Y digo que hay más historias sublimes que tienen que ver con el recuerdo y con la aprehensión de imágenes. La otra tarde, estaba en la entrada del auditorio del Centro Cultural y me puse a platicar con la mamá de un amigo. Ella es una mujer bondadosa, con un gran ánimo y un carácter de lorito, porque pareciera pasar de una rama a otra con gran alegría. Una alegría opacada por un reciente suceso: no hace mucho falleció su compañero de vida. Me quedé mudo cuando ella me dijo que escribe cartas a su esposo desaparecido, dijo que en la noche, después que echó llave a la puerta de calle, que tapó la jaula de la cotorra y rezó sus oraciones, saca un cuaderno del buró y le escribe cartas a su difunto amado. Me dijo que le cuenta cómo le fue en el día, narra los sucesos más importantes del pueblo, le confía sus alegrías y desesperanzas, haciendo énfasis en las primeras. Me dijo que, con letra manuscrita y pluma de tinta negra, le cuenta cómo están las vidas de sus hijos. Le dice que se alegraría si supiera que fulanito logró tal hazaña y ella, llena de optimismo, le promete que seguirá velando por ellos, como si él estuviese todavía en casa. Mucho de lo que hace lo hace en nombre de su compañero difunto. Mientras me lo contaba, pensé que era bueno que lo escribiera. Es muy conocido aquel proverbio que dice: “Lo oral vuela, lo escrito permanece”. Ella todo lo fija en su cuaderno, con hojas de rayas. Ahí está su vida compartida. A la hora que escribe es como si tomara de la mano a su compañero y lo invitara, como lo hizo tantas veces cuando él vivía, a caminar juntos ese sendero que se llama vida.
Yo escribí muchas veces el nombre de la niña. Igual que la mamá de mi amigo, en la noche, ya a la hora que la casa estaba en silencio, a la hora en que sólo un grillo se asomaba en una hendija, sacaba la libreta que tenía guardada bajo llave en la gaveta y, alumbrado con la lámpara del buró, escribía su nombre. Lo hacía con cuidado, intentaba que el nombre quedara lindo. Una vez escrito el nombre lo repintaba una y otra vez, hasta que el nombre tomaba un relieve y era como una marquesina anunciando el nombre de la actriz principal. Y delimitaba el nombre con un rectángulo, a manera de marquesina, y en todo el borde pintaba puntitos con destellos, simulando lámparas. Y pensaba que si ella, la niña bonita, viera su nombre en mi cuaderno, sonreiría y en su carita se le harían los dos hoyitos que siempre aparecían cuando ella estaba contenta, y siempre estaba contenta, por eso, cuando la veía caminar, yo también sonreía al verla rengueando, con su pasito de pato.
La quise mucho. ¿Por qué entonces no recuerdo su nombre? ¿Por qué no lo grabé en mi memoria si lo escribí tantas veces? Tal vez me equivoqué y hay situaciones en la vida en que no bastan las hojas de los cuadernos, tal vez los seres humanos debemos grabar, con cincel, los actos más sublimes en otra superficie. Tal vez no tuve la suficiente pasión para bordar su nombre en la orilla de mi corazón. Algo me faltó. Sé que tengo una memoria de pumpo, pero esto no justifica este olvido. Sé en dónde estaba cuando ocurrió el temblor de la ciudad de México, en el año 1985; sé qué hacía cuando cayeron las Torres Gemelas, de Nueva York.

Posdata: los sucesos brutales e inesperados que nos ocurren no los olvidamos jamás. Los momentos sublimes también los grabamos para siempre. ¿Por qué entonces no recuerdo el nombre de aquella niña? ¿Por qué, Dios mío, a veces soy como el papá de mi amigo y busco en todos los cuartos de la casa?

viernes, 11 de septiembre de 2015

EN TIEMPO DE PAZ




Iban en un camino de terracería. Martha sacaba la cabeza por la ventanilla y el aire movía sus cabellos. Pepe, en la parte trasera, jugaba un juego en su teléfono portátil; mientras Margot jugaba a encontrarle formas a las nubes. “¡Un armadillo!”, gritó la tía Elena y Margot buscó en el cielo, pero ya el tío Armando frenaba de golpe, todos se iban hacia adelante y, con las manos, impedían chocar contra el cristal o contra los asientos delanteros. ¡Un armadillo!, repitió la tía y señaló hacia la derecha del camino. Más allá del límite cercado con alambre de púas ¡estaba un armadillo, pequeño!
La tía chasqueó los dedos y pidió la cámara. ¡Apúrense, se va! Pero el armadillo avanzaba lento, como si fuese un panzer francés en territorio ruso. Martha sacó más la cabeza y, emocionada, dijo que jamás había visto un animal así. El armadillo ya subía por una pequeña colina y mostraba su caparazón brillante.
Margot colocó sus manitas sobre el cristal trasero y vio cómo el armadillo, como si fuese un tanque de la segunda guerra mundial, ya corría por la segunda sección del terreno. Estaba claro que su objetivo era alcanzar la cima de la colina, donde se alcanzaba a ver un sembradío de plantas de maíz. Su visión era nítida, a pesar de que ya el animal ponía distancia. Margot daba pequeños brinquitos sobre el asiento, estaba emocionada. Ella, igual que Martha, jamás había visto un armadillo, ni siquiera en los zoológicos. Los zoológicos del mundo, por lo regular, tienen preferencia por animales exóticos enormes, como elefantes, jirafas, tigres, leones, osos y panteras; o por animales simpáticos como changos, pingüinos, koalas y venados.
De pronto, Margot vio lo que ya todos habían visto: los alambres de púas, los vio tendidos de manera horizontal, detenidos por postes que se asfixiaban con los amarres. Preguntó si el animal se había lastimado al pasar. No, dijo, Martha, cómo crees, el animalito pasó por debajo, pero por la perspectiva, la niña vio que el animal rozaba el alambre, sí, ahora mismo estaba rozando su caparazón con la tira de púas, escuchó el rechinido del alambre contra el caparazón y un lamento, muy similar a cuando su perro fue atropellado. Margot dijo que salvaran al animal, soltó el cristal, abrió la puerta, bajó y corrió hacia el territorio donde el armadillo avanzaba. Martha gritó, el tío bajó apresuradamente y corrió hacia donde, ya pecho a tierra, Margot también avanzaba.
El armadillo ya estaba a punto de alcanzar la cima, Pepe pensó que al llegar a la cumbre, el panzer podría camuflarse en medio de la milpa. Ahí no podría verlo el enemigo. El tío cogió de un pie a Margot y le gritó que se detuviera, que no se pusiera de pie, porque encima de ella estaban los alambres de púas. Margot se detuvo, pero, casi llorando, pidió al tío que salvara al armadillo. Así, repegada al suelo levantó su cara y vio que el armadillo ya estaba en la cima de la loma y vio que ya había librado la alambrada, ¡estaba salvado! Pepe pensó lo mismo, ahora, el panzer sólo tenía que avanzar por en medio de la milpa y el enemigo no podría descubrirlo, pero justo cuando la sonrisa aparecía en el rostro de Pepe y en el rostro de Margot y también en el del tío, que ya jalaba a la niña hacia este lado, se escuchó un disparo, un disparo que salió de detrás de la milpa. ¡El enemigo!, pensó Pepe y cerró los ojos. El tío se paralizó un segundo, pero al siguiente jaló a la niña sin importar que su caparazoncito se lastimara leve con el alambre. Se paró, abrazó a la niña y corrió hacia la camioneta, a unos cuantos pasos gritó que se subieran todos, que cerraran las puertas, que subieran las ventanas, que se tiraran al piso. Dio vuelta a la camioneta, subió de prisa, casi tiró a Margot sobre el asiento delantero, ahí donde Martha se cubría la cabeza con las dos manos, encendió el motor, metió primera y avanzó. Otro disparo se escuchó. Pepe supo que el enemigo también los había descubierto a ellos y sintió miedo y gritó para que el tío imprimiera más velocidad, pero ya escuchaba un tercer disparo y la camioneta parecía avanzar de manera muy lenta, como si fuese un panzer francés en medio de la estepa rusa.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

SERÉ TU AMA




La mujer bajó de la camioneta y pidió ver al rotulista. Un joven que pintaba una manta en el piso, sin levantar la vista, gritó: “Moncho, te buscan”. Moncho sacó la cabeza, detrás de una puerta y preguntó: “¿Qué quieren?”. El joven iba a hablar, pero la mujer dijo: “Quiero que me pinte un letrero”. Moncho salió por completo, se limpiaba las manos con un poco de thiner y un pedazo de estopa. La mujer le mostró la camioneta estacionada. La mujer vestía botas (llenas de lodo) y tenía las cejas unidas, como las tenía Frida Kahlo. En la cadera derecha llevaba colgado un fuete. Moncho titubeó y dijo: “Ay, jefecita, llegó en mal momento”. “No -dijo la mujer- vos sos el que está en mal momento”. Moncho sonrió y preguntó: “¿Qué va a decir?”. La mujer salió, esperó que Moncho hiciera lo mismo y, con el fuete, señaló la parte trasera de la camioneta: “Quiero que diga: ¡Seré tu ama!”. “¿Nada más?”, preguntó Moncho y tiró el pedazo de estopa. La mujer se acercó al rotulista y lo señaló en el pecho con el fuete: “Quiero que sea con letras rojas”.
En este país los choferes de camiones y camionetas tienen costumbre de colocar letreros en las defensas, en los toldos, en los laterales, en todas partes. Es una manera de personalizarlos y, además, una forma de mostrar algo de la personalidad del propietario. Los creyentes colocan: “Si no regreso, ya estoy con Dios”. ¡Dios mío! ¿Quién sube a un colectivo que tiene tan funesto mensaje? Los calientes libidinosos mandan a rotular: “¿Qué sientes cuando me voy?”. ¡Qué letrero tan vulgar y tan de doble sentido! Los cínicos escriben: “No te quedas, ¡me alejo!”.
La mujer dijo que regresaba en dos horas y dejó un billete de cien sobre la mesa de madera adornada con manchas de mil colores. El joven rió y dijo que la vieja era bragada y la imitó: “Vuelvo en dos horas, que ya esté listo” y luego, con voz de loro enojado, agregó que Moncho se había topado con su ama. No, dijo Moncho, a mí nadie me manda. El joven se paró y dijo: “¿No? ¿Y por qué temblaste ante la doña?” y agregó que ya le quedaba menos tiempo, que se apurara, porque la doña estaba a punto de volver y que se acordara del fuete. Moncho tomó un bote de pintura roja, una brocha media y delineó las letras: “¡Seré tu ama!”, luego con la pericia de tantos años, comenzó a repintar el letrero. En dos ocasiones dio dos o tres pasos hacia atrás y observó el delineado. Como siempre, había hecho un trabajo de excelencia.
Es un hecho que hay más choferes hombres que mujeres, por ello, son los hombres quienes tienen la preferencia por colocar letreros en los parachoques. Hay muchos que prefieren letreros religiosos. En las carreteras de todo el país circulan camiones con citas bíblicas. Muchos prefieren el salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”. Algunos maldosos aprovechan los letreros y, con pintura en aerosol, hacen agregados. En una carretera de Veracruz, iba un camión con el letrero que reproducía un fragmento del salmo 22: “Dios mío, clamo de día, y no respondes” y algún joven le agregó: “Es que no es territorio Telcel”.
A las dos horas en punto, la mujer entró al taller. El joven, sentado sobre la mesa, balanceaba sus piernas. “Moncho”, gritó el joven, lo hizo con cierta sorna. Esperaba la reacción de la mujer. Moncho asomó la cabeza por la puerta y dijo: “Ya quedó, doña”. “¿Cuánto debo?”, preguntó la mujer. El joven vio a Moncho, esperaba la respuesta. “Con los cien está bien”, dijo Moncho, refiriéndose al billete que la mujer había dejado sobre la mesa. La mujer dio media vuelta, subió a su camioneta, la prendió y dejó una nube de polvo. El joven agarró el billete, se lo dio a Moncho y dijo: “¿De cuándo acá los rótulos los das a cien pesos? No cabe duda que te topaste con tu ama”. “¡Pinche vieja! Es un billete falso”. El joven rió, se hizo para atrás, quedó tirado sobre la mesa, retorciéndose de la risa. Ya, en la calle, la nube de polvo se había desintegrado.

lunes, 7 de septiembre de 2015

POR LOS CIELOS DE LOS CIELOS




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un bisturí y mujeres que son como una nube.
A una mujer nube ningún amante la satisface porque éste no puede prometerle bajarle las estrellas. ¿Para qué quiere una estrella la mujer nube? ¡Para nada! A la mujer nube le basta alargar la mano para tener a la ídem todas las estrellas de la Vía Láctea. De igual manera es difícil invitarla al mar o al bosque para un picnic. El amante de una mujer nube debe entender que ella está acostumbrada a viajar por uno y otro lado sin que algo la estorbe, viaja a donde el viento la conduce. Llora a cada rato, es comprensible: siempre está llena de agua.
Tampoco se puede jugar con ella a encontrar formas a las nubes. Se pondrá furiosa pues pensará que el amado está coqueteando con las demás nubes. Nunca se le puede decir, por ejemplo: “Aquella nube tiene forma de pez”, porque ella odia todo lo que viene del mar. Los científicos no lo han documentado con profusión, pero lo cierto es que todo lo que vive en el cielo odia lo que vive en el mar. Y esto se debe a la prepotencia de los peces voladores que no se conforman con nadar. ¿Cuándo han visto que un ave nade? Lo más que hacen las gaviotas es darse un chapuzón para coger algún atún. La mujer nube se pregunta siempre: ¿Por qué las estrellas de mar plagiaron ese nombre celeste? ¿No pudieron llamarse pulpos de arena o cefalópodos arenilleros?
¿Cómo entonces seducir a una mujer nube? Bueno, lo primero que debe tomarse en cuenta es que nunca debe decírsele que está pachoncita o que se parece a un algodón de París. Por la tendencia de moda ahora las nubes tienden a ser delgadas y casi etéreas.
Se le puede contar chistes y ella, botada de la risa, echa chisguetes de agua, como si sufriera incontinencia, pero esto no le molesta, porque a final de cuentas le sirve como válvula de escape para que no se sienta como modelo de Botero. La mujer nube tiende a ser muy sociable y se mueve en grupos. De hecho, el dicho de que “toda mujer va acompañada por otra al baño”, se aplica perfectamente a ella: “Toda mujer nube llueve acompañada por otras”. Siempre viaja en grupo.
El cielo de Comitán tiene la característica de estar limpio de nubes con inusitada frecuencia. Esto sólo significa que la mujer nube es escasa. Si el amado no logra seducirla, la mujer nube viaja con rumbo a la Selva. Ahí se estaciona sobre los árboles altísimos y desahoga sus frustraciones.
En síntesis, la mujer nube desea un hombre que sea no un águila sino un humilde papalote hecho con papel de china. Con esto queda perfectamente explicado el poder de la mujer nube, porque cuando algo le molesta, de inmediato lanza rayos y centellas o, simplemente, orina y el papel de china se deshace.
No obstante que está acostumbrada a vivir en medio del aire y levita como lama del Tibet necesita el afecto de algo terreno. Esto es así porque su vocación está definida por el servicio que brinda a los terrícolas. Ella (qué contradicción) no justifica su existencia por su vuelo sino porque alguien, en la Tierra, la ve volar o da gracias a Dios cuando llueve sobre las milpas.
Toda ella es armonía, siempre y cuando no la hagan enojar. Ya se dijo que ella, fuera de sí, lanza rayos y centellas y provoca inundaciones.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la realidad metida en un túnel de sueño y mujeres que son como la página del libro que nunca se acaba.

domingo, 6 de septiembre de 2015

UN ÁRBOL DIFERENTE




Es un recuerdo de hace muchos años. El tío Romeo nos llevó a Los Lagos. Por la tarde de un día anterior llegó a la casa y le dijo a mi papá que iría a Montebello y pidió permiso para que yo fuera. Yo no sabía nada del viaje. Mi papá dijo que sí. Yo no quería ir, porque significaba cambiar la función de matiné por la salida. Mi mamá me preparó un itacate con paquitos de frijol y no me quedó que, contra mi voluntad, el domingo a las cinco de la mañana, subir a la camioneta del tío. En el asiento del copiloto iba Angustias (Dios mío, qué nombre eligieron para mi prima) y en el asiento posterior estaba Romeito, quien era apenas un niño de dos años. ¿Cuántos años tenía Angustias? Creo que la misma edad que yo, siete, más o menos.
Llegamos a Montebello, después de un viaje de más de tres horas, a través de un camino de terracería, que dividía en dos el bosque lleno de pinos y de cantos de pájaros. El tío estacionó la camioneta en un claro del bosque, ya en las orillas de un lago y dijo que era hora de desayunar. Todo mundo sabe que desayunar, sentados sobre el césped húmedo, debajo de las sombras de pinos verdes, es muy disfrutable. El aire limpio renueva todo. Abrí la servilleta donde mi mamá había colocado los paquitos de frijol y ofrecí a todos, tal como me habían enseñado en casa. Mi tío sacó huevos duros, salsa verde y más paquitos (con chorizo y huevo) y me dijo que tomara lo que deseara. Tímido alargué la mano y tomé dos tortillas con chorizo y huevo. Ah, me supieron a gloria.
El tío dijo que en cuanto termináramos de desayunar iríamos a pescar al Lago Esmeralda. En el compartimento de las maletas de la camioneta el tío traía cañas de pescar (improvisadas con varas de membrillo, cáñamo y clavos en forma de anzuelo, que preparaba en su herrería) y una buena dotación de lombrices que había arrancado en el sitio de su casa. Angustias y Romeito gritaron de alegría y subieron sus brazos demostrando emoción. Yo, que nunca me he distinguido por expresar emociones de alegría, dije que sí, que estaba bien, cuando el tío me preguntó si estaba de acuerdo. Al terminar de desayunar, Angustias se hizo para atrás y quedó acostada, boca arriba; su hermanito hizo lo mismo. Angustias colocó sus manos detrás de la cabeza, Romeito lo imitó. Fue cuando mi primo abrió los ojos como boca de olla y dijo: “¡Mirá, papá, un árbol de gotas!”. Mi tío vio el árbol y sonrió. Sí, dijo, son gotas de rocío. Las ramas del árbol estaban llenas de cristales. El árbol era como una gigantesca lámpara. Romeito ya no preguntó más, porque el tío se levantó y nos apuró a ir a la camioneta para preparar los aperos de pesca. Angustias abrió un frasco y sacó las lombrices que ensartó, casi satisfecha, en los anzuelos. Me dio una caña y echó una carrera, pocos metros adelante se paró y gritó: “¿A que no me alcanzás?” y continuó con la carrera. Yo caminé a paso normal, pensé que no la alcanzaría ni me interesaba ese tipo de competición. En realidad ni me importaba la actividad pesquera. Algo en mi cabeza había quedado sonando: “¡Un árbol de gotas!”. Y es que sí, cuando mi primo señaló el árbol y lo vi pensé lo mismo, pensé que esas gotas crecían en cada una de las ramas. Pensé entonces que los papás (los tíos, sobre todo) son quienes se encargan de cancelar los sueños. Aunque, el tío no había dicho nada más. Se concretó a decir que era el rocío. ¿Y qué era el rocío?

sábado, 5 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE LA PATRIA




Querida Mariana: septiembre es un mes limpio. Tal vez el más limpio del año. Claro, cuando las fiestas patrias asoman, el cielo se llena de humo por los cohetes y los fuegos de artificio. ¡Ah!, cómo se torna gris lo que pretende ser pulcro, pero no nos molesta, porque sabemos que nuestro pueblo mexicano alborota su emoción con el tronido de cohetes. A muchas personas les hierve el buche cuando los vecinos alimentan su espíritu patrio con la quema de triques y cohetes. Dicen que los “quemacohetes” son inconscientes porque los animalitos sufren mucho ante tal desenfreno. Es cierto, el mes más limpio lo contaminamos, contaminamos sus cielos con humo y sus suelos con vómitos de borrachos. Quién sabe qué asociación misteriosa corre por nuestras venas al creer que el nombre de México tiene una red de vasos comunicantes conectada con el tequila y el mezcal.
La tía Enedina tenía palomas en su casa. Siempre que iba me gustaba correr detrás de las palomas y ver cómo alzaban el vuelo en parvada. Se paraban en el borde del tejado y me miraban desde su altura. Siempre tuve la impresión de que ellas se burlaban de mí, yo no tenía alas. Una tarde de septiembre encontré a la tía sentada debajo de un árbol de durazno, bordaba un trozo de tela. Me dijo que estaba tejiendo un traje para Elpidio. Sonrió y luego explicó que Elpidio era el palomo que estaba, en ese momento, caminando alrededor de la fuente del patio. El traje tenía broches en la parte de abajo y dos huecos para que las alas pudieran quedar libres para el vuelo. Me causó curiosidad. Le pedí a la tía que me permitiera ver el proceso, que no le pusiera el traje al palomo sin que yo lo viera. La tía hizo mi gusto: una tarde llamó por teléfono a la casa y dijo que yo fuera, que tenía pay de manzana. Cuando llegué a su casa cogió a Elpidio con ambas manos (era sorprendente ver cómo las palomas obedecían a sus indicaciones, bastaba ponerles un poco de maíz para que volaran hasta la palma de la mano de la tía). Elpidio se dejó colocar el suéter, que era una manta blanca bordada con los tres colores de la patria. Elpidio quedó en posición de firmes y esperó que la tía, con ambas manos, lo impulsara hacia el cielo, Elpidio voló, un poco titubeante. Era comprensible, el traje tenía cierto peso; por eso, la tía lo hacía con manta delgada, para que fuera lo más liviano posible. Apenas Elpidio aleteó y voló hacia el pretil de la fuente, la tía, emocionada, dijo: “Ahí va la patria” y señaló con su dedo índice.
¿La patria es esa profusión de banderas y el desborde de gritos de ¡Viva México!? Por supuesto que no, la patria es algo más que el sombrero de palma y la botella de licor. La patria está más allá de esta temporada en donde la radiodifusora que, durante todo el año trasmite música en inglés, destina una hora para poner música de mariachi. La patria es más que un plato de pozole estilo Jalisco; es más que un contingente desfilando; más que la mención de Hidalgo y demás héroes. ¿Qué es la patria?
Para nombrar a la patria usamos ¡la palabra!, y en esta temporada le agregamos ¡el grito! No basta decir: ¡Viva México!, hay que adicionarle el ¡cabrones!, como si fuese necesaria esta imprecación para dejar en claro que como México no hay dos. ¿Qué necedad de repetir lo obvio? Es lógico que como México no hay dos, así como no hay dos Francia ni dos Italia. Una amiga regresó de Estados Unidos de Norteamérica hace poco y me dijo que aquel país tiene un gran desarrollo, y noté en su cara que me decía un poco que el nuestro está medio jodido, mas luego agregó: “Pero acá hacemos muchas fiestas, allá son muy aguados”, y entonces imaginé a nuestra nación como una mujer arreglada para el festejo de la Independencia y la imaginé con sus trenzas amarradas con listones tricolores y vi a hombres y mujeres llenando las plazas, caminando por calles llenas de luz, donde, a los lados, están los cazos llenos de aceite con las chalupas poblanas (que son muy diferentes a las nuestras). Y vi a las parejas caminando abrazados, a los papás llevando a sus hijos de caballito, encima de sus hombros. ¡Ah, qué galanura de festejo! Celebramos nuestra independencia y nos enorgullecemos de ser mexicanos; por ello, millones de aficionados, cuando la selección de fútbol gana, salen a las calles a aturdirse con los cláxones de los autos y con el sonido agudo de las trompetas de plástico.
La noche del quince, ¡damos el grito! La gente responde a la convocatoria de reunirse en la plaza central de los pueblos para bailar, escuchar la participación de cantantes de música ranchera y para corear el ¡Viva México! que encabeza la autoridad del pueblo, del estado o de la nación. Grupos de ciudadanos críticos, molestos con la actuación de las autoridades, invitan a no acudir a las plazas centrales, “Los dejemos solos con su grito”, dicen, pero el pueblo no hace caso. En la noche del grito las plazas se llenan. ¿Por qué? Muy sencillo. La noche del grito no es exclusividad de los gobernantes, esa noche es propiedad del pueblo, del que se siente orgulloso de su patria. ¿Por qué damos el grito? ¡Ah!, eso sí ya es materia de sociólogos expertos. ¿Cuándo el hombre grita? Por lo regular el grito aparece en un momento sublime, que puede ser de alegría o de dolor, es la válvula de escape, lo que permite la catarsis. Es (perdón por la comparación tan burda, mi niña), es un poco como el vómito del espíritu. Si la gente no grita queda frustrada. Los amigos que son aficionados al fútbol me explican que cuando su delantero favorito mete un gol el grito que se expande en el estadio no es más que la válvula que ayuda a sacar todo lo acumulado, no sólo por la tensión del partido sino toda la basura interna que es el residuo del trabajo, de la escuela, de la rutina, de la incomprensión y de la frustración. Rocío coincide con la teoría de mis amigos futbolistas, me cuenta que tuvo un amante inexperto. El pobre compa jamás logró anotar un gol y ella terminaba frustrada, con el disgusto del aficionado que asiste a un encuentro que termina cero a cero. El acto amoroso también exige el grito liberador.
Niña mía, la Historia (con mayúscula) da cuenta de naciones que son dictaduras y que son como mamás impositivas que siempre les dicen a sus hijos: “¡A mí no me gritas!”, y, por supuesto, lo dicen con un grito y con una cachiporra en la mano. En las democracias, los gritos están exentos de cadenas. Los hombres y mujeres pueden gritar, pueden vomitar sus rencores, sus frustraciones y sus esperanzas.
He de ser sincero. No acudo al Grito, no voy a la plaza central. Vos sabés que siempre me acuesto temprano. A las once de la noche, hora en que la plaza está llena de personas que gritan, yo duermo. A veces, despierto y escucho el rebumbio de los cohetes y triques; en medio de la niebla de mi sueño oigo los gritos de ¡Viva México!
Una vez, sólo una vez, fui al zócalo de la ciudad de México, a celebrar El Grito. Bueno, no fui, me llevaron, mis tíos y mi mamá, yo era un niño de seis o siete años de edad. Mi tío, cariñoso, me subió a sus hombros y desde ahí yo vi la multitud con banderitas, trompetas y silbatos. Los edificios circundantes tenían imágenes luminosas, ahí estaban las siluetas de Hidalgo, de Morelos y de doña Josefa. Todo era una sinfonía de color, matizado con el murmullo agobiante de miles de personas. Mi mamá me compró un antifaz. Cuando los fuegos de artificio comenzaron yo elevé la mirada y vi, emocionado, ese despliegue de color que era como la cola de un pavo real que se deshacía en mil luces de bengala. De pronto sentí un piquete en el ojo: “Mi ojo”, grité y dos segundos después apareció el grito de mi mamá: “¡Se quemó su ojo!”. Me llevé la mano al ojo, pero el antifaz estaba ahí. Mi tío me bajó de inmediato, me quitó el antifaz y abrió mi ojo. ¿Qué vio? ¿Qué podía ver en medio de esa penumbra sólo iluminada por el reflejo de mil destellos en el cielo? Me ordenó que abriera el ojo y sopló. ¡Parpadea!, dijo y yo lo hice. Ya nada sentía. Nada tenía, nada había pasado. La explicación posterior, ya cuando íbamos en el auto rumbo a la casa de mi tío, fue que el antifaz había rozado mi ojo. Pero hubo un instante en que mi mamá pensó que un rescoldo de fuego me había dejado ciego. A mí no me sucedió algo, pero sé de personas que, en medio de la multitud, han sufrido accidentes con consecuencias fatales. Hay niños que se queman las manos a la hora que lanzan los triques a mitad del patio; hay otros que sufren una herida en el cuero cabelludo cuando les cae una vara de cohete.

Posdata: procuro no gritar, pero cuando algo me molesta ¡lo hago! ¿Qué celebra la gente cuando acude al Grito? ¿Por qué gritan las personas al ritmo de matracas? ¿Son gritos de alegría, de dolor, de coraje? No me gustan los gritos. Es preferible la palabra mesurada, la que suena como un riachuelo de agua limpia. Septiembre es el mes más límpido. A veces lo ensuciamos con tanta cohetería, con tanto barullo, con tanto sentimiento patriótico, pero ¡que Viva México, cabrones!