miércoles, 28 de octubre de 2015

CADA QUIEN SUS FILIAS Y SUS FOBIAS





Hay mil modos de ser. En el mundo hay obsesiones para todos los gustos. Margarita cuenta que conoció una niña que amaba a las arañas. En la gaveta del buró tenía una tarántula. Todas las noches, a la hora que su mamá llegaba a leerle un cuento, la niña sacaba al animal y lo ponía sobre su pancita empijamada. Mientras la mamá contaba cómo el pirata obligaba a Peter Pan a subir al tablón que estaba en un costado del barco, la niña veía a la araña, por si ésta tenía alguna duda. Peter Pan era obligado a caminar por el tablón, conforme se acercaba al final el tablón se movía más y ya a punto de caer al mar y ser devorado por los tiburones, la tarántula movía una de sus ocho patas. La niña decía a la mamá que suspendiera la lectura y explicara el significado de la palabra tablón. Cuando Margarita me contaba esta historia y miraba mi cara de incredulidad, ella llevaba a la boca la cruz que hacía con sus dedos y juraba que era cierto, juraba que la araña, mientras comprendía el texto, estaba quieta. Sus ocho patas las ponía en posición de descanso y sólo los colmillos los movía como relamiéndose, como si el texto fuese un postre delicioso. Cuando saltaba una palabra extraña, Artejona (que así se llamaba la tarántula) movía una de sus patas, lo hacía como lo hacen los gatos cuando juegan. Margarita dice que la tarántula levantaba otra de sus patas cuando aún no tenía resuelta su duda, un poco como si fuese un animal amaestrado de circo o fuese una de esas atracciones de las ferias en donde el animador, en la entrada de la carpa, anunciara: “¡Pasen a ver a la única tarántula en el mundo que le gusta que le cuenten cuentos infantiles!”. Y Margarita cuenta que la niña no se dormía hasta que miraba que su mascota lo hacía. La tarántula, resueltas sus dudas, bajaba las patas hasta que su abdomen se untaba con el edredón y quedaba como aplastada. La niña, entonces, con un dedo sobre la boca, le indicaba a su mamá que era hora de terminar con la lectura. La mamá debía caminar en puntillas, no por su hija, sino para no despertar al animal.
Lo simpático de la historia es que cuando le pregunté a Margarita qué había sucedido con la aracnofilia de la niña, dijo que ella creció y tuvo a su amada araña hasta la noche en que conoció a Armando, quien luego se hizo su novio y posteriormente su esposo. Armando era lo contrario de la niña, tenía aracnofobia. Una noche, la joven tomó a su mascota, que había vivido más de veinte años con ella, la colocó en el asiento del copiloto de la camioneta, prendió el motor y se encaminó con rumbo a los Lagos de Montebello. La luna se reflejaba en el lago mayor. La joven bajó la tarántula, la abrazó, la cubrió con su suéter y bajó por las gradas hechas con troncos. Subió a una canoa, se impulsó con un remo y llegó hasta la mitad del lago, casi como si se pusiera en el centro de la luna reflejada. Sacó a su mascota, la llevó a sus labios, la besó y, con ambas manos, la colocó en el agua: “Nada, pichita, nada”, dijo y la soltó. Y Margarita cuenta (yo no le creo) que la tarántula movió sus patas y se dirigió hacia la otra orilla, como si supiera que ese era el territorio que le correspondía, ya que en una ocasión, la mamá de la niña les había contado el cuento del patito extraviado. La joven regresó remando con movimientos lentos.
¿Y eso fue todo? ¡No! Margarita dice que una noche ella invitó a su amado. Subieron a la camioneta, llegaron a Los Lagos y subieron a una balsa. Armando estaba feliz, la luna se desplegaba como un manto sobre el agua tranquila. Llegaron al centro de la laguna, la joven se recostó sobre el pecho de su amado y le pidió que oyera. El silencio era impresionante, apenas se escuchaba cómo el agua chocaba contra la barca, era un sonido como si mil grillos chapotearan felices. Oye, dijo la amada, y Armando oyó una voz tenue, como de silbato lejano, la voz contaba un cuento, el cuento de un patito extraviado.