viernes, 23 de octubre de 2015

LA DE LA SEGUNDA




Mariana y yo caminábamos por la calle 2ª. Ella comía papas fritas, no de las industrializadas sino de las que preparan en enormes cazos. Recién había abierto la bolsa de plástico transparente y le había echado salsa (ésta sí industrializada). Comía una tras otra, movía las manos como si las secara y sacaba la lengua en señal de que el picante estaba bravo. Yo caminaba detrás de ella, porque la banqueta exigía que, como en desfile, fuésemos en fila india. De pronto ella se paró en seco y yo choqué contra ella. “¡Así me siento cuando el mundo no me entiende!”, dijo. Se había detenido frente a esa piedra ahogada en la banqueta. Entonces bromeamos, dijimos que cuando ella tuviese ese sentimiento diría: "Estoy como la de la segunda” y sabríamos a qué se refería.
La de la segunda es como un iceberg. ¿Quién sabe el tamaño de la parte que está ahogada? Se intuye que la parte mínima es la que quedó visible, la que (si es posible decirlo) recibe el agua, el sol y el aire. Imaginé el sentimiento de Mariana y pude verlo tal cual: ahogado, enterrado.
La historia de esta banqueta es muy sencilla. Cuando hicieron el trazo se toparon con la piedra. ¿Iban a destinar un día para que un albañil la eliminara? ¿Iban a usar un cartucho de dinamita para hacerla polvo? ¡No! Tampoco era solución darle la vuelta. La solución fue la que se ve: ahogar la piedra y dejar que asomara su punta. Tal solución logró una alianza poco común entre el cemento y la piedra; de tal suerte que el maestro albañil decidió marcar los tramos con líneas hechas con piedra de río, un poco como si el juego fuera imaginar que la piedra grande es una mamá tortuga de Parlama y la fila de piedritas las hijas que esperan la orden para bajar a la calle y buscar el camino para llegar al mar. Entonces, Mariana dijo que la gente era inconsciente porque, sin dudar, muchas personas caminaban por ahí y pisaban por encima del caparazón de la mamá. Yo dije que no, dije que nadie sería tan tonto para pisar la piedra resbaladiza, pero acaba de decirlo cuando un niño pasó frente a nosotros y, en lugar de brincar o de rodear la piedra tortuga, hizo justo lo que Mariana advertía: pisó sobre el caparazón y, no satisfecho con su maldad, remató poniendo su pie izquierdo sobre la línea de tortuguitas. Pero ¿es que a ese niño tonto nunca le enseñaron que no es bueno pisar línea? ¿Nunca jugó el juego de Rayuela, en donde hay que poner la huella adentro del cuadro?
Mariana dijo que se sentía como la de la segunda y yo entendí. Sí, a veces es difícil entender a los humanos. No tienen conciencia del entorno ni del cuidado del medio ambiente. A veces, los humanos hacen trazos para hacer carreteras y, en lugar de dar la vuelta, tumban todos los árboles que interfieren en su trazo recto. Cuando menos, el albañil que hizo la banqueta de la segunda respetó la casa de esta tortuga, pero, qué pena, la ahogó para siempre. Uno entiende que una de las grandes ventajas de las tortugas es su inmovilidad, su capacidad de ensimismamiento, su don infinito para meditar, pero acá sí se pasaron. Esta tortuga se quedó semienterrada para siempre. ¿Qué dirían los japoneses? Los japoneses creen que las tortugas son los animales más sagrados de la tierra.
Esa mañana, Mariana se sentó un rato en una banqueta paralela que está por encima de la de la tortuga. Siguió comiendo las papitas, pero lo hizo en un ritmo más lento, como si la influencia de la piedra tortuga hiciera eco en su espíritu.
Comencé a sentir una opresión en el pecho, sin saber bien a bien porqué. Cuando el mundo no nos entiende nos sentimos como la de la segunda, así, apenas con la cabeza por encima, apenas con el espacio suficiente para respirar. La inmovilidad nos agobia y nos aplasta. Diez minutos después, Mariana sonrió y dijo que no todo era tan malo. Estar como la de la segunda le había permitido reflexionar y darse cuenta que, después de todo, no era tan mala la inmovilidad. Dijo que, al final, existía el recurso de aplicar el zapapico.