miércoles, 21 de octubre de 2015

DE CUANDO APARECEN IDEAS




“¡Ay, pobre Cata!”, dijo la tía Emilia. Sí, pobre Cata. Era un caso único en el pueblo. El doctor Ibarrola decía que era un caso único en la región, y don Efrén, que era un hombre muy leído, muy estudiado, decía que, sin duda, era un caso único en el país. Lo cierto es que pobre Cata. Cuando le llegaban las oleadas de ideas se ponía muy mal. De hecho, la tarde del 8 de enero de 2013, la oleada fue tan intensa que le dio una marejada temblorosa, tan intensa que sus brazos y piernas se azotaban contra el piso como si alguien majara hierro. De ahí ya no volvió a pararse, quedó como en estado de coma permanente. Cuando la tía Emilia la vio tirada en el piso, como si fuese un trapo de esos que usan los mecánicos, lloró, pero, dos minutos después, se limpió los ojos con la punta del chal y dijo que eso era lo mejor, así dejaría de sufrir esa molestia indecible, llamó a los dos hombres que la ayudaban en la limpieza de la casa y llevaron a la Cata a su cama y desde entonces ahí sigue. Ya los de casa la han olvidado, puede decirse que ya agarraron otra diversión, porque lo que le sucedía a la Cata era el entretenimiento favorito de los de casa, inicialmente. Conforme en el pueblo se supo del hecho insólito los vecinos comenzaron a llegar a la hora que asomaba el grito de: “¡Ya le va dar!”. En ese instante comenzaba la procesión de decenas de personas, las señoras se limpiaban las manos con el mandil y dejaban los platos sucios sobre la mesa; los niños aventaban los carros sobre el montón de arena; las niñas dejaban a sus muñecas y ya no importaba cambiarles el pañal; los carpinteros daban el último envión con la garlopa. Todo mundo salía a la calle y corría con rumbo a la casa donde la pobre de la Cata, ya desparramada en un sofá que dejaba ver uno o dos resortes torcidos, esperaba la llegada inminente de la oleada. El primer día que la oleada le dio, Cata estaba en el jardín regando los claveles y, de paso, las acelgas. Tuvo que sostenerse en el árbol de durazno, sintió algo como un avispero adentro de su cabeza, parecía que cientos de abejas intentaban abrirse paso por su corteza cerebral, como si cientos de pájaros carpinteros insistieran en abrir huecos. La Cata tiró la regadera y se llevó las manos a las sienes. Era un ruido insoportable, pero, cosa rara, dos minutos después la sensación de cientos de hombres golpeando contra una viga de metal, se convirtió en una sensación placentera, porque era como si su cabeza (así lo explicó días después en el consultorio del doctor Ezequiel) recibiera oleadas de plumas de paloma. En cuanto tal sensación cesó, se vio obligada a abrir la boca porque sentía algo en su interior y fue entonces cuando se sorprendió ante el vomitadero de palabras que era la condensación de muchas ideas revueltas.
El noventa y nueve, punto noventa y nueve de la población mundial tiene, de pronto, ideas que quién sabe de dónde llegan. Mucha gente se pavonea porque, sin invocarla, aparece una idea que puede ser común, como la del hombre que pensó que inventar un calzado contra el agua puede ser la panacea, o una idea infrecuente, como la de la mujer que cree que la cura del cáncer está en el análisis del corazón, porque, asegura que el cáncer de corazón es extremadamente raro. ¿Será porque el corazón está siempre en movimiento? Pero, como aseguraba don Efrén, el caso de Cata era un caso inusual. A Cata le llegaban oleadas de ideas, eran tantas que, como en un día intenso de tráfico vehicular en cualquier calle de Tokio, las ideas chocaban, se empujaban y, al final, buscaban una salida antes de morir por la estampida.
Así, pues, los vecinos del pueblo, en cuanto supieron lo que a Cata le sucedía, corrieron a ver cómo su rostro se transformaba y no podía evitar tal fenómeno. “¡Ya le va a dar!”, gritaba alguien cuando veían que Cata estiraba el brazo para sostenerse. La gente, entonces, corría, se sentaba en el piso y miraban cómo ella comenzaba a convulsionarse, a torcérsele la boca y a hundírsele más los ojos en las cavidades, de tal forma que su rostro tomaba la apariencia de esas calaveras que Guadalupe Posada pintó. Cuando Cata abría la boca, expertos en semántica, semiótica y en sistemas filosóficos, tomaban un lápiz y papel o computadoras personales y escribían al ritmo que las palabras eran vomitadas. En este momento, muchos espectadores dejaban de ver a la Cata y veían el prodigioso fenómeno en que los sabios trataban, como si fuesen pescadores de peces vela o de salmones, atraparlas para el análisis y su correspondiente registro. Porque en cuanto la noticia de la mujer que vomitaba borbotones de ideas geniales cruzó los límites del pueblo, los sabios se interesaron y llegó el momento en que, una mañana, una delegación del Instituto Talverkov (especializado en el estudio de la mente) bajó del autobús que hacía la corrida nocturna, se instaló en el único hotel disponible y, a la mañana siguiente, acudió a presentar sus credenciales en casa de la Cata. La oferta fue muy atractiva: la familia permitiría que ellos llevaran un registro de la actividad mental de la Cata y, en compensación, recibiría un pago de mil dólares. Para tener una idea de lo que significaba la cantidad de mil dólares bastaba saber que los empleados de la fábrica de aguardiente, por trabajar de lunes a sábado, de seis de la mañana a seis de la tarde, recibían un salario mensual de treinta dólares.
La familia de la Cata pudo hacerse millonaria si no hubiese sido porque una semana después de la llegada de la delegación del IT, la Cata comenzó a vomitar pura idea tonta. En cuanto el bonche de ideas pasó por el tamiz de los científicos se dieron cuenta que las ideas geniales que habían dicho los pobladores salía de la mente de su paisana se habían agotado. Así que los científicos se retiraron y, para no dejar mala imagen, dejaron sobre la mesa del comedor un sobre con dos billetes de cien dólares.
La tarde del ocho de enero, la Cata vomitó un enredijo que ni Dios padre podría entender, fue tal la confusión que algunos de los espectadores dijeron que era como un bosque con los árboles volteados, así que las frondas tocaban el piso y las raíces de movían como cabezas de Medusa. Llegó el momento en que las raíces se enlazaron de tal forma que todo fue como mil telarañas enredadas. A las seis de la tarde con treinta y dos minutos, La Cata ya no pudo más y dobló la cabeza como si fuese un pajarito agotado, y desde entonces está en coma.
Resulta ingrato saber que una mujer que tuvo tantas ideas enredadas en la mente, ahora no pueda generar ni una sola imagen. Aunque, ¿quién sabe? La doctora Mariela Iturriaga, quien le conectó electrodos, dice que su cerebro aún registra cierta actividad mental. ¿Será que, como si fuese un volcán algún día despertará y lanzará su magma de ideas a todo el mundo?
Mientras tanto, la gente del pueblo extraña a la Cata. A veces, para evitar el aburrimiento alguien grita: “¡Ya le va a dar!”, y todos corren, pero, cuando encuentran a los traviesos botados de la risa a mitad de la plaza, regresan a sus actividades que dejaron en suspenso. A veces, alguien dice: “Ay, pobre Cata” y los que están cerca suspiran y dicen: “Sí, pobre la Cata”.