domingo, 4 de octubre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE HACE UNA PREGUNTA




Querida Mariana: El maestro de secundaria decía que no hay pregunta tonta. Si existe alguna duda, así sea una cosa elemental, debe formularse la pregunta. Por eso, ahora me atrevo a preguntar: ¿cómo crece el monte? El otro día vi una fotografía de un desierto y, como su propio nombre designa, tal espacio estaba lleno de arena, sin un rastro de hierba. ¿Cómo, en el patio de la casa, crece la maleza? Juancho, hace muchos años, se hizo la misma pregunta y llenó de arena su patio, a fin de hacer una réplica mínima del Desierto de Gobi. Ah, le quedó un territorio planchado como alfombra amarilla. Pero, su goce se fue al pozo cuando, después de varias semanas, un hilillo de hierba abrió la alfombra y asomó su cara. ¿Cómo crece el monte? He visto fisuras en piedras donde una plantita asoma. ¿Cómo es posible que la vida aparezca en medio de una hendija inerte?
Un lunes caminé por el parque de Guadalupe, miré la escultura que ahí está colocada, escultura fruto de uno de los simposios que organizó el artista Luis Aguilar. El arriate tiene dos árboles sembrados y tierra y pasto, un pasto que es como estropajo usado. El miércoles recibí una llamada telefónica y una amiga me citó en el parque central. Salí de casa y pasé por el mismo parque y, ¡oh, sorpresa!, el arriate resplandecía. Decenas de plantas compartían su rostro amable. Me hice la misma pregunta tonta: ¿cómo crece el monte? Y me hice la pregunta porque supe que esas plantas no habían crecido por generación espontánea. Entonces fui y pregunté con un vecino cuál había sido el prodigio y el vecino, muy tranquilo, pero con la voz orgullosa, dijo que eso había sido una iniciativa ciudadana, un poco en la misma tónica del grupo de comitecos que ha realizado una intensa campaña a favor de salvaguarda y embellecimiento del bulevar. ¿De qué va la campaña? Va en intento de hacer agradable la vida de los vecinos y de quienes transitan por ahí, va en intento de hacer más afectuosa la propia vida. El desierto es inclemente, decenas de cuentos y de novelas y de películas hablan de las condiciones arduas que “florecen” en esos páramos. Los trashumantes no alcanzan a ver más que arena y arena, un poco como si la vida se escondiera, porque la vida está encaramada en los árboles, ahí en donde los pájaros cantan y el agua se descuelga como chango contento.
Un sector aledaño al parque de Guadalupe ha tomado un rostro más afectuoso. Ya te conté cómo una vecina obsequia macetas para que quienes ahí habitamos sembremos plantas y las coloquemos en las banquetas. El rostro de esta parte esboza ya una ligera sonrisa. Hace falta más. Será cuestión de que todos los vecinos se solidaricen con esta noble propuesta. Y ahora, ¡ah, qué bueno!, más vecinos han unido sus entusiasmos y han sembrado plantas en los arriates del parque.
Me dio gusto ver cómo varios padres de familia llevaron a sus hijos a sembrar buganvilias en el bulevar. El mismo contento apareció en mi espíritu cuando vi que en el parque de Guadalupe la gente abría huecos donde sembraba flores y cargaba botes con agua para regarlas.
Los desiertos son impresionantes y de una belleza insólita. Nosotros, los de estas regiones templadas de América, no estamos habituados a esos territorios en donde la arena es la diosa. Nosotros estamos habituados a llenar de plantas los patios y los jardines de las casas. No nos conformamos con ello, empleamos las paredes para colgar maceteros de donde cuelgan helechos y esas plantas hermosas que son como racimos verdes de caquita de borrego. Ha sido proverbial el éxodo de indígenas que llegan de la región de Los Lagos y ofrecen las orquídeas. Estas plantas son una ofrenda que la región Chuj nos entrega a los ladinos, pero con la condición de que las cuidemos, de que las protejamos, de que las hagamos sentir bien, como si continuasen en su espacio sagrado. Ahora, los arriates del parque de Guadalupe también están convertidos en santuarios donde la vista de los caminantes puede hacer una oración. Un grupo de ciudadanos conscientes y comprometidos con su ciudad ponen su fe en aras de hacer una ciudad más digna, más habitable. Ellos no ponen su granito de arena (porque no desean construir un desierto), ellos contribuyen con su gránulo de luz para iluminar el corazón de los vecinos y de los trashumantes. ¿Qué puede decirse de ellos? Tal vez sólo valga un gracias. Gracias por hacer que nuestra ciudad no se convierta en un páramo, por procurar que siga siendo la ciudad maravillosa que siempre ha sido: Comitán ¡de las flores!
Creo que nunca sabré cómo nace la maleza, pero ya sé, un poco, cuando menos, cómo las personas siembran fe en medio de una tierra buena.