miércoles, 7 de octubre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN JUEGUITO SENCILLO




Querida Mariana: en la prepa me gustaba acompañar a Chito. Él siempre se sentaba en la bardita que daba a la calle. Cada vez que teníamos un receso, bien porque no llegaba el maestro o porque el salón estaba cerrado, ya que uno de nosotros le había puesto Resistol 5000 a la chapa, Chito corría (es un decir, porque caminaba con paso lento) al pretil de piedra y se sentaba con las piernas al aire. Desde ahí miraba lo que pasaba en la calle. Y en la calle pasaban muchas cosas: pocos autos, pero muchas personas. Cuando yo le preguntaba por qué le gustaba estar ahí, me decía que era como estar en el cine, pero en vivo. Y entonces yo miraba hacia el frente e imaginaba que eso que ahí pasaba era el cine, era la vida. Me sentaba, a su lado, en el pretil y hacía lo mismo que Chito: ¡miraba! No hacíamos otra cosa. De vez en vez él decía algo y yo lo oía. Pocas veces yo hacía comentarios. Por eso me gustaba acompañar a Chito, porque, como él decía, era como estar en el cine. Mirábamos lo que sucedía enfrente. Una vez, la película fue intensa, porque un automovilista dio la vuelta sin fijarse, perdió el control y estampó su auto en la casa de la esquina (que era una tienda donde vendían telas). La gente se arremolinó, el automovilista bajó y checó el daño de su auto, el dueño de la tienda salió, revisó el daño de la pared y encaró al automovilista imprudente. Vimos, desde nuestro palco, cómo el tendero levantó las manos, las bajó, una y dos veces, señalando la esquina escarapelada. Como siempre sucede, el tendero comenzó a subir la voz y a exasperarse. Vimos cómo flexionó los brazos, puso las manos sobre el pecho del automovilista y lo empujó. El automovilista se fue hacia atrás y quedó recostado, de fea manera, sobre el cofre del auto. Uno de los curiosos abrazó por detrás al tendero y (lo vimos) le habló en intento de calmarlo. El automovilista se repuso, dio la vuelta al carro, abrió la cajuela y sacó la llave que sirve para cambiar las tuercas de las llantas y gritando, como si fuese un piel roja (que su piel estaba de ese color por el coraje), se fue encima del tendero que seguía aprisionado. Cuando el tendero vio que el energúmeno venía contra él, con la llave de cruceta por lo alto, aventó a la persona que lo detenía y se agachó delante del carro. La persona samaritana cayó y su cabeza chocó contra la esquina dañada. Su cabeza sonó y comenzó a sangrar. Los curiosos gritaron y tres hombres detuvieron al automovilista, le quitaron la cruceta, mientras otras personas se hincaban en torno al hombre que sangraba profusamente de la cabeza.
En ese tiempo no sucedían muchas cosas en Comitán. La ciudad era tranquila, pero Chito y yo, de vez en vez, veíamos cosas sorprendentes. En ese tiempo, la Cruz Roja no existía, así que un muchacho corrió hasta el parque central (la distancia era de una cuadra), hasta el sitio de carros de alquiler, y vimos (desde nuestro lugar de privilegio) cómo el taxi recorrió la cuadra en reversa hasta que llegó al lugar donde el herido ya había sido levantado. Dos hombres ayudaron al resquebrajado a subir al auto y el taxista enfiló con rumbo al consultorio del doctor Guillén, que estaba, también a media cuadra del centro. Ya para esa hora, media preparatoria había salido al corredor y miraba el suceso. Dos de nuestros compañeros se pusieron las manos en las bocas, como bocinas, e imitaron el sonido de las sirenas de las ambulancias. Todos reímos. Algunos niños corrieron detrás del taxi ambulancia y se arremolinaron a la hora que bajaron al herido.
Chito tenía razón: estar mirando la calle, desde el pretil de los corredores de la prepa, era como estar en el cine. Ahí pasaban los autos y las muchachas bonitas que estudiaban en otras escuelas.
Ahora, siempre que veo a una persona que saca una silla a la banqueta y se sienta a ver lo que pasa en la calle, pienso en Chito y en el cine que tuvimos en los años setenta.