lunes, 5 de octubre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON ZAPATOS




Mariana y yo caminábamos por el parque central. Cerca de donde los boleros tienen sus sillas. Vi lo que en esta fotografía se ve, pero seguí caminando sin mayor asombro. Pero, Mariana me jaló de la manga de la chamarra y dijo: “Mirá, Alejandro, mirá, qué bonito. Rentan zapatos”. Ya no me dejó decirle que eso no era cierto, no me dejó decirle que alguien (un señor de paga) había llevado algunos pares de zapatos para que les dieran lustre. El bolero cumplió con el encargo y los colocó en fila (tal como se ve), los expuso al sol para que tomaran el brillo natural del día. Cuando el ilustre llegara, el bolero diría es tanto y ayudaría al señor de paga a subir los pares al auto de lujo. Esta fue la lectura que hice de ese montón uniforme de zapatos, pero Mariana no abandonó su sonrisa, insistió en que eso era el primer negocio en Comitán que rentaba zapatos. Y dijo que eso era magnífico, porque el dueño del local lo había abierto con la única intención de que aquellos hombres que no tenían posibilidades de usar zapatos cómodos ¡lo hicieran! Por unas cuantas monedas el zapatero generoso proveería de un par para cuando la lluvia cayera inclemente. ¡Ah!, dijo Mariana, no hay cosa más incómoda que un par de zapatos con hoyos en la suela en temporada de lluvia.
Como Mariana brillaba de la emoción, como brillaba con la misma intensidad de los zapatos recién boleados, le di un poco de cuerda a su juego y le pregunté si los usuarios dejaban su credencial de elector. Por supuesto que no, dijo ella. Dijo que dejaban, en prenda, los zapatos con hoyo. Vi su rostro y vi que, en efecto, creía lo que me estaba diciendo. Entonces pensé en aquéllos que nunca han tenido un par de zapatos y recordé el cuento de Ernesto Lafranco, escritor de El Salvador, que narra el caso de un hombre que robaba zapatos en casas de ricos y, al estilo de Chucho El Roto, los dejaba en casas de hombres miserables que, al despertar, encontraban ese generoso obsequio y daban gracias al cielo y a los dioses. Pero lo que el ladrón benévolo no calculó es que uno de los que recibieron el ultraje del robo contrató a un par de investigadores privados para que dieran con el paradero del ladrón. Los dos investigadores, después de intensas pesquisas, llegaron hasta la casa de uno de los hombres beneficiados, llamaron a la policía para detener al supuesto ladrón. El pobre hombre que no tenía más culpa que haber usado el par de zapatos robados fue sentenciado a cumplir una condena de diez años en la prisión más sórdida del país. Ahí sufrió horrores. Para reducir la condena se dedicó a realizar un servicio social en la biblioteca del penal y, poco a poco, su comportamiento ejemplar dio pábulo para que el alcalde de la prisión lo propusiera para una reducción de la pena. El gobernador de la provincia decretó la liberación adelantada. Una noche antes de su salida, él preparaba su maleta con las pocas pertenencias. Estaba emocionado porque sabía que al día siguiente su esposa y dos hijos (uno de ellos ya casado) lo estarían esperando en la entrada del penal. El custodio abrió la reja y dio paso franco a un hombre de barba. El custodio dijo que al nuevo presidiario le habían asignado esa celda. El nuevo se sentó en el camastro vacío, prendió un cigarro y ofreció otro a quien estaría libre al día siguiente. Éste aceptó el cigarro y con ello la plática entre ambos se dio. Los lectores de esta Arenilla ya intuyeron quién era el hombre de barba. Sí, era el ladrón noble, el que robaba zapatos. Cuando el viejo recluso se enteró de la historia, que el otro contaba con tranquilidad y orgullo, sufrió un arrebato de ira que no logró dominar. Ya no pensó más que en los años de miseria y de encierro que el otro le había propinado.
A la mañana siguiente, la esposa, la nuera y los dos hijos fueron llamados a la dirección del penal y ahí se enteraron de que el presidiario no saldría libre. Había ahorcado a un nuevo recluso, por lo que debería pagar una pena de diez años.
Llegamos a la esquina y, mientras Mariana me decía que nos sentáramos tantito en el parque, para ser testigos del instante en que alguien llegara a alquilar un par de zapatos, yo le dije que mejor fuéramos a la librería para ver si ya había llegado el libro de Del Paso. Ella no lo pensó dos veces. Dijo que estaba bien, que fuéramos. Mientras caminábamos lamentó no estar presente en el acto sublime de renta, pero se alegró por la posibilidad de que “Noticias del Imperio” ya hubiese llegado. Supe que había dado en el clavo (bueno, para estar a tono con el lenguaje de zapateros: había dado en la tachuela).