sábado, 3 de octubre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE EL LIBRO ES COMO UN ÁRBOL




Querida Mariana: vos y yo vivimos entre libros. Los libros son como árboles y nuestro entorno es como un bosque. ¿A qué se juega en un bosque? ¡Uf, no alcanza la vida para jugar todos los juegos! Ahora recuerdo cuando mi primo Memo iba al rancho de su papá, cuenta que al término de la temporada de vacaciones él lloraba, porque sabía que debía dejar ese espacio y volver al engorroso territorio de la escuela. ¿Qué niño puede preferir el encierro entre cuatro paredes al generoso espacio abierto de los bosques y de las montañas?
Me gusta el término “montaña de libros”, así como también disfruto el término “torre de libros”. ¿Mirás cuánto puede hacerse con los libros? Los libros son como árboles que forman bosques, pero también son como chinchibules que juegan en medio de las frondas. ¿Cantan los libros como chinchibules? ¡Por supuesto que sí! ¡Ah!, basta abrir un libro de poesía para oír cómo la palabra echa gorgoritos, a veces son gorgoritos como los que aventaba Pedro Infante cuando ya sólo le quedaba un chisguete de voz, pero a veces, ¡genial!, son verdaderas arias que suenan como la voz de La Callas o la de Plácido Domingo.
Vivimos entre libros. Así lo decidimos. El otro día recordé un par de libros que me obsequió mi papá. Eran dos tomos de pasta dura que contenían la selección que hizo José Vasconcelos para que los niños mexicanos de 1924 tuvieran contacto con textos de Andersen, Homero, Cervantes y Wilde (¡Ah!, Wilde, ahí leí el cuento de “El príncipe feliz”, un cuento que disfruté enormidades y que llenó de placidez y ternura mis tardes en aquella casa inmensa donde vivimos). También leí textos de Tolstoi, Shakespeare y muchos más escritores de gran altura. Los libros se llamaban “Lecturas clásicas para niños”. En esos tiempos no existían esas absurdas luchas sexistas de lenguaje. Ese “para niños” incluía a todos: niñas y niñas, adultos y “adultas” con el corazón fresco.
Mi papá, niña querida, siempre me obsequió chunches mágicos. En una navidad me regaló un carro de pedales que hizo que yo fuera el “Checo” Pérez, de mi generación. Las crónicas de esos tiempos dirían que en los amplios corredores de la casa se vio a un corredor de autos ganar todos los premios de carreras habidos y por haber (mi auto era plateado, casi casi como un descapotable que usaba Santo, el enmascarado de plata). En otra navidad, recibí el regalo de una marimba (acá entre nos disfruté más el auto que este chunche, pero debo reconocer que mi papá, con ese obsequio, me dijo que la marimba era una vena importante que siempre bombearía vida a mi corazón). Luego, otro obsequio fantástico fue ese par de libros que me permitió acercarme a buenas lecturas.
El otro día, un amigo comentó que los actuales libros de texto gratuitos tienen chistes, en las páginas correspondientes a la materia de español. Él dijo que, cuando estudió la primaria, sus libros traían poemas y fábulas clásicos. Fue cuando pensé que yo, de niño, gracias a mi papá, conocí a Wilde y a Cervantes, entre otros grandes. Parece que José Vasconcelos andaba bien encaminado, sabía qué debían leer los niños de los años treinta. Julio Cortázar recomienda no hacer concesiones en el terreno literario; es un poco como decir que los lectores deben ser tratados como lo que son: ¡personas inteligentes! Vasconcelos pensaba, entonces, que los niños debían leer lo mejor de la literatura. Ahora, medio mundo se queja de los textos malhechos que redactan los niños y jóvenes. Bueno, no conozco los libros de texto actuales, pero si creo lo que mi amigo dice, los chistes son mal ejemplo para los niños lectores. Juan dice que todo es un plan con maña, insiste que a los gobernantes no les interesa que los niños y jóvenes de esta patria sean grandes lectores, porque, se sabe, el lector se convierte en un ser reflexivo y pensante, y, a los gobernantes, les interesa que los mexicanos no reflexionen. La ignorancia de la población es buen caldo de cultivo para la explotación. Yo conocí el caso de Monchito, quien era un empleado analfabeta. ¡Ay, Dios mío! Su jefe le hacía las cuentas equivocadas y a Monchito no le quedaba más que aceptar las cuentas que su jefe le hacía, cuentas que siempre estaban a favor del cabrón explotador. ¿Será que nos está haciendo falta espíritus con la marca Vasconcelos?
Ah, si la gente que no lee supiera toda la maravilla que encierran los libros, con seguridad se volverían lectores.
El otro día fui a la librería Lalilu (uf, es maravilloso que en Comitán exista una librería atendida por propietarios que son lectores y amantes de los libros. Una vez que estuve en Xalapa y caminé en la Feria del Libro al lado del escritor Sergio Pitol, éste me dijo que en el país hacían falta librerías, pero además faltaban libreros con conocimiento. Sol y Samy -propietarios de Lalilu- sí son como esos antiguos libreros que amaban su oficio y contagiaban el amor a los libros). Ahí en Lalilu me topé con Ornán Gómez, escritor, lector y maestro promotor de la lectura. Bastó que abriera su morral de tela para que viera dos libros recién adquiridos, estaba a punto de hincarles el diente a “Los detectives salvajes”, del escritor chileno Roberto Bolaño y “La tristeza extraordinaria del leopardo de las nieves”, del escritor brasileño Joca Reiners Terron. ¿Mirás qué prodigio? En esa pequeña bolsa, Ornán llevaba dos grandes bosques, un chileno y otro brasileño. El libro de Bolaño ya lo leí. Bolaño es muy buen narrador. Harold Bloom, reputado crítico literario (pucha, qué palabrita me aventé: reputado, ¡ah, la reputada!), cuando le preguntaron qué pensaba de la obra literaria de Bolaño, dijo: “Hay algo ahí, ya veremos”, y, niña mía, cuando algún lector profesional encuentra “algo” en la obra quiere decir que algo hay ahí que puede dar luces. ¿Quién es Joca Reiners Terron? ¡Quién sabe! Ya Ornán anda en camino de saberlo. ¿Habrá algo ahí? Espero que sí y espero que Ornán encuentre también algo que le ayude a descubrir su propio camino literario. Ornán es generoso, porque parte de su vida la dedica a promover la lectura, a hacer que niños y jóvenes se acerquen. Lo hace, tal vez, con la misma intensidad con que el maestro Florio hace florituras a la hora de contar cuentos, porque Florio anda en el mismo camino que Ornán, y Florio ya está reconocido como uno de los grandes cuenta cuentos de la región.
Vos y yo vivimos entre libros. Igual que los demás lectores del mundo, no salimos de casa sin un libro en la mano, en el bolso. Los libros son lo que el cigarro para el fumador y lo que la botella de “Charrito” para el teporocho. Ellos, desde que Dios amanece están con el cigarro en la mano o empinándose la botella de alcohol. Cuando el fumador no tiene cigarros, se tira debajo de la mesa y busca una “chenquita” para saciar la ansiedad; cuando el bebedor amanece sin un poco de trago siente que se muere. Los lectores también somos de la misma estirpe. Claro, la lectura está colocada en el extremo opuesto del vicio dañino. Algunos lectores dicen que su vicio es ¡la lectura! Esos lectores se equivocan, la lectura no es un vicio, porque éste es un hábito que hace daño. Si bien la lectura es perniciosa, porque causa daño a los poderosos y tambalea la estructura de los explotadores, la lectura es un hábito, es una dependencia. El fumador depende de la nicotina, así como el bebedor de Coca Cola depende del ingrediente secreto que esta agua negra contiene (algunos expertos dicen que es una pizquita de cocaína). De igual manera, el lector depende de la luz de la palabra, pero hay kilómetros de distancia entre depender de la muerte o depender de la vida. Los seres humanos dependemos del aire, del agua y del sol. Estos tres elementos están presentes, de manera singular, en los bosques, y los libros, querida mía, conforman los mejores bosques del intelecto. ¡Ah!, qué sabroso pasear por esos caminos donde todas las estaciones del año están presentes. Qué sabroso caminar por encima de las hojas secas, qué rico ver cómo las hojas que aún penden de los árboles aglutinan el rocío de la madrugada. ¡Qué divertido mover una rama y mojar al que está debajo! Qué prodigio observar cómo se cuela la luz del sol por en medio de la fronda. Qué deleite cerrar tantito los ojos y escuchar el canto de cientos de chinchibules que brota de las simples hojas de papel.
Lloré, mi niña. Lloré cuando leí el cuento de Wilde. La golondrina (golondrinita, le dice el Príncipe Feliz), en lugar de volar hacia Egipto, país al que volaron sus hermanas, se queda al pie de la estatua para hacerle compañía, pero ella muere por el frío del invierno. ¿Te das cuenta? Se queda con las patitas engarrotadas a los pies del Príncipe. La tristeza es tal que hasta el corazón de bronce del Príncipe se parte en dos.

Posdata: Claro, cuando Dios pide a un ángel que le lleve dos esencias, el ángel le lleva el corazón de bronce, fracturado, y la golondrinita. También donde Dios mora ¡es un bosque!