sábado, 21 de noviembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ES UNA MUCHACHA COJA




Querida Mariana: la vida no es perfecta. Nunca lo ha sido, nunca lo será. La vida se mueve, como si fuese una novela de Tolstoi, entre “La guerra y la paz”. Existe el ideal de paz porque existe la realidad de la guerra. La paz es una utopía, mientras que la guerra es una certeza. Tal vez por esto La Biblia nos narra un territorio ideal llamado El Paraíso. En el Paraíso ¡todo era perfecto!, pero Dios expulsó a Eva y a Adán y ellos entraron a un mundo imperfecto, donde, a la vuelta de la esquina nos enteramos que sus hijos: Caín y Abel se olvidaron de la solidaridad consanguínea y uno mató al otro. Esto, dicen los estudiosos, es el símbolo que reinará en todos los tiempos: el aniquilamiento entre hermanos. ¿Qué otra cosa es lo que sucede cuando nos dicen que los Sirios atacan a los Franceses y éstos bombardean a aquéllos?
El tío Eusebio decía que “La vida es una muchacha coja”, lo decía en cualquier instante y siempre que alguien (en la mesa de cantina o en el café) comentaba algo acerca de un horror sucedido, que bien podía ser algo a nivel internacional, por ejemplo, el accidente de un avión que dejaba trescientos dos muertos, o algo a nivel local: el accidente automovilístico donde morían cuatro personas en un choque en la carretera de San Cristóbal de Las Casas a Tuxtla. “¿Ya se enteraron?” decía la comadre Alicia, en tono alarmista. “No, no, contá”, decía tía Elena, mientras servía más café a las tazas. Y la comadre Alicia contaba que en uno de los carros iba su sobrina Isabelita, acompañada por sus papás y un sobrino. Isabelita iba a tomar el vuelo a la Ciudad de México porque tenía una conexión con Air France para ir a París. Isabelita había ganado una beca para estudiar el idioma francés en aquel país y, ¡oh, el destino!, a mitad del camino ¡el accidente! Un camión de pasajeros rebasa en curva y se da de frente con el auto de los papás de Isabelita. Los cuatro murieron. Al decir que murieron los cuatro decimos que cuatro sueños se esfumaron. ¿Cuántos sueños se destrozan en un bombardeo? En ese momento, el tío Eusebio dejaba la taza de café sobre la mesa y decía: “Siempre lo he dicho, la vida es una muchacha coja” y ponía su cara de cuervo empapado.
Siempre que el tío decía tal cosa yo pensaba en aquella muchacha bonita que una vez vi en el metro. Enrique y yo habíamos ido al Palacio Nacional a ver los murales, luego comimos unos tacos de canasta y, por último, nos dirigimos a la feria del libro que ponían en el pasillo de la estación del metro Pino Suárez. Mientras recorríamos los stands llenos de libros y yo revisaba “El príncipe”, de Maquiavelo, y Enrique compraba un libro maravilloso que narraba los vericuetos de la Revolución Cultural China, decretada por Mao Tse-Tung, vi una muchacha bonita que revisaba un libro de poesía francesa, ella estaba a mi lado, podía oler el aroma de bosque que exhalaba su cuello. ¡Ah!, la muchacha era bella, vestía una blusa blanca con bordados de flores y tenía una cinta de cuero alrededor de la muñeca de su mano derecha. Quise, en ese momento que la vida me regalaba, ser como Ramiro que tenía la capacidad para romper el hielo en un dos por tres; quise no ser el tímido más tímido del mundo y poder decirle algo, no sé (¡qué voy a saber!), de tal suerte que ella volteara a verme, sonriera y comenzara a platicarme de poesía o de su escuela o de cómo ella ya había leído “El príncipe” y que le gustaría comentarlo conmigo. Pero ¡no!, yo soy incapaz de iniciar una conversación y sólo me conformé con cerrar tantito los ojos y aspirar su aroma. ¡Ah, olía tan a aire limpio de La Marquesa! Enrique vio mi torpeza y dedujo que era por la cercanía de esa muchacha, se inclinó tantito a mí y dijo que ella era muy bonita. Sí, alcancé a balbucear. Ella dejó el libro sobre la mesa, buscó en su bolso un billete y dijo que se lo llevaría, el dependiente, un muchacho con barba bien cuidada, le dijo que era tanto, tomó el libro y lo metió adentro de una bolsa de papel. Ella entregó el billete y el dependiente lo tomó, el muchacho dijo que a él le encantaba la poesía de Paul Éluard y ella sonrió, dijo que también le encantaba, entonces el muchacho, de memoria, comenzó a recitar unos versos de Éluard, ella volvió a sonreír y, después de dos o tres líneas, comenzó a decir en voz alta los mismos versos que el muchacho proclamaba. Todo esto sucedía mientras decenas de personas caminaban de un stand a otro, viendo libros y comprando. El bullicio de las personas que caminaban o platicaban parecía haber cesado y yo sólo escuchaba esos versos que sonaban como un río de agua limpia. Cuando terminaron de decir el poema ambos rieron. El muchacho le dio el cambio del billete y un papelito, le dijo que ahí en ese papelito estaba su número telefónico, agregó: “Llámame, cuando quieras salimos a tomar un café”. La muchacha leyó el número y dijo: “Yo me llamo Rocío”, extiendo la mano y agregó: “Mucho gusto, Manuel”. Sin duda que el tal Manuel, a su número telefónico había agregado su nombre. El nombre de ella tintineó en mi corazón, casi casi (bobo) como si ella estuviese platicando conmigo y no con el muchacho lector de Éluard, Mallarmé, Baudelaire, Rimbaud y quién sabe cuántos poetas franceses más. Recordé que yo tenía un libro de poetas franceses en casa, casi estuve a punto de decirle a Rocío que yo tenía un libro de poetas franceses en casa, casi a punto de decirle que se lo prestaba, a punto de darle un papelito con el número telefónico del departamento y con mi nombre, pero ¿cómo iba a decir eso si yo era el tímido más tímido del mundo y además ella estaba bien emocionada platicando con el muchacho de pelo ensortijado y ojos azules? Sin duda que ella, a la hora que le dijera eso, voltearía a verme y como si yo fuese un mendigo pidiendo una moneda me diría que dejara de estar molestando, ¿no veía que ella estaba hablando de poetas franceses? Enrique pagó el libro de la Revolución Cultural China con el otro dependiente, un señor vestido con un overol de mezclilla, al estilo de los que luego vería usar a Chico Che. El señor le dijo que si ponía el libro en una bolsa, pero Enrique dijo que no, luego mi amigo me preguntó si iba yo a comprar “El príncipe”, dije que no y puse el libro cerca de donde Rocío tenía puesta la mano, mi mano rozó tantito la mano de ella, volví a cerrar los ojos. Ella le decía al tal Manuel que sí, que le iba a marcar al otro día, a ver si salían el sábado. Sí, dijo Manuel, el viernes termina la feria acá y hasta el lunes nos iremos a Morelia. Rocío preguntó a qué iban a Morelia y Manuel dijo que a otra feria del libro y comenzó a narrar que ellos, su papá y él, visitaban diversas ferias de libros en el país. Enrique me jaló, me dijo que siguiéramos viendo los stands, pero yo me resistí, tomé el libro de “El principito”, de Saint Exupery (parece que estaba empecinado en tener tratos con la nobleza, porque Rocío también era como una princesa) y extendí un billete, lo hice con aplomo, un poco como para ver si ella me miraba y decía: “Ah, El Principito, es una novela divina” y dejaba a Manuel con la palabra en la boca y se ponía a hablar conmigo y decía la famosa cita del libro: “Sólo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible para los ojos”. Yo estaba seguro que en ese momento ella vería lo esencial en mí y olvidaría los ojos azules y el pelo ensortijado, bien bonito, de Manuel. El hombre del overol me dio el cambio y me preguntó lo mismo que le preguntó a Enrique. Yo, con tal de prolongar un poco más el tiempo para estar al lado de esa muchacha bella, dije que sí, que pusiera el libro en una bolsa de papel. En el momento que el dependiente metía el libro en la bolsa, Rocío se despidió de Manuel, confirmando su llamada del día siguiente. Enrique, en voz baja, me dijo: “Ahora nos toca a nosotros, la sigamos”. Mi corazón se aceleró, pero sólo un segundo, porque supe que la persecución se iba a concretar a eso: a seguirla, a verla de lejos, a abrir mis belfos para continuar aspirando su aroma, se concretaría a ser un mero perrito faldero, pero justo cuando ella caminó por el pasillo con rumbo a la estación “Zócalo” del metro, Enrique y yo vimos que ella rengueaba, la pierna izquierda la tenía más pequeña y esto la obligaba a hacer un movimiento de florero bamboleante en medio de un lago. Enrique dijo: “Es coja”, lo dijo como si con eso le restara puntos a la belleza perfecta de la muchacha, un poco como si se pusiera de mi aliado y dijera que no valía la pena, que para Manuel estaba bien, pero que para nosotros, que éramos de la nobleza (no por algo llevaba “El Principito” en mis manos), no era digna. Conforme caminó la vi que su renguera era más intensa, cada vez que aceleraba su paso su movimiento de barca zozobrante era más notorio. Sí, le dije a Enrique, es coja. Lo dije en voz alta, como para terminar de convencerme que ella no era la muchacha bonita perfecta que yo había imaginado.

Posdata: Hasta la fecha, querida mía, cuando cierro los ojos y pienso en Rocío recuerdo la cita de “El Principito” y sé que lo esencial es invisible para los ojos. Olvido su renguera y digo que ella era la niña más bonita del universo y yo estuve cerca de ella.