domingo, 29 de noviembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL CIELO ES UN JARDÍN




Al estilo de José Martí, esta pared podría decir: “Flores en mis manos crecen”. Tal vez esto es algo como una enseñanza. La pared acusa debilidad y arrugas, ya extravió su lozanía de juventud. ¡Quién sabe cuántos años tiene! No obstante, en compensación, como si le creciera una mata de cabello, las flores la orlan a modo de corona. ¡Ah, qué juego de danzarines a la hora que el viento juega con esas flores! La inmovilidad de la pared (inmóvil por siempre, hasta que un temblor o un pico de albañil le hagan la travesura) hace un prodigio de espejismo. No todo es estático, su aparente inmovilidad hace que el movimiento de arriba sea más visible, un poco como sucede cuando estamos estacionados sobre un auto y el auto que está al lado comienza a moverse: tenemos la sensación de que es nuestro auto el que se mueve.
El piedrín y las piedras más grandes del suelo juegan el mismo juego de “encantados” que juega la pared. Las piedras tienen la particularidad de poder modificar su vocación. Imaginemos a un niño (un niño que se llame Alejandro y que es hijo único) que va al traspatio de la casa y juega solo en ese espacio donde la pared recibe, como madre generosa, los nidos de flores. En un momento determinado podrá levantar una piedra pequeña, apenas del tamaño de una canica y la lanzará contra la pared, imaginará que esa pared no es una pared simple sino que es el muro de un castillo, porque esta pared se rebela en la aceptación de ser una pared modesta, por eso tiene torreones al estilo de las almenas de castillos. El niño (Alejandrito) imagina que está en la orilla de un foso lleno de cocodrilos, pero debe seguir aventando piedras, como en catapulta, porque es la única forma de abrir las defensas del enemigo. Pero Alejandro, ¡qué pena!, termina triste y se sienta en una de las piedras grandes, olvida el foso y olvida el castillo, porque fue incapaz de hacer algún daño en esa trinchera adversa. Alejandro no puede mover las otras piedras, lo único que puede hacer es levantar guijarros y aventarlos a determinada distancia, distancia muy breve, porque sus brazos son débiles, nunca como los de Arturo que, en la escuela, es el representante del lanzamiento de bala en los concursos deportivos de zona.
Pobre Alejandro, lo que él no alcanza a ver es que la inmovilidad de la pared (el muro del castillo) es aparente. También se mueve a la hora que el viento mueve las flores que nacen en su cima. ¡Ah, qué bonito movimiento de esas flores! Se mueven como si fueran integrantes de un ballet ruso. ¿Cómo es que tanta flor nació ahí arriba? ¿A poco la corona del muro es algo como un arriate? Por lo regular, las plantas tienen la vocación de la tierra, pero a éstas, insolentes, les gusta la altura. Lo bueno es que no tienen a alguien que les prohíba subir. Ahí, cerca del cielo, se sienten bien. Estas flores saben que cuando están sembradas en la tierra se vuelven tan indefensas como las piedritas, cualquier niño las corta. Alejandro ha visto a Margarita cortar flores y hojas para jugar a la comidita. Qué contradicción tan grande. ¿Cómo es posible que alguien que tiene nombre de flor corte las flores?
Tal vez estas flores no pertenecen a la tierra, tal vez son del cielo; tal vez sólo se pararon ahí para descansar un rato; tal vez son nietas de un papalote.
Alejandro escucha el grito de su mamá desde la cocina: “Vení ya a cenar”. Alejandro se limpia los ojos con la manga de su suéter, no quiere que su mamá vea que tiene los ojos rojos, le preguntaría y Alejandro, como ha aprendido a no mentir, tendría que decir la verdad, que ha estado llorando porque no pudo debilitar las defensas enemigas y nunca se sabe la respuesta de la mamá, porque ella lo quiere mucho, pero es una adulta y se sabe que los adultos no entienden las gestas heroicas que realizan los niños en los traspatios de las casas.