viernes, 6 de noviembre de 2015

LOS CAMBIOS




Tía Alicia no decía su edad exacta. Cuando alguien le preguntaba, ella hacía bromas y juraba tener más años que un bebé, pero menos que un tiranosaurio, y de ahí nadie la sacaba. Reía y cambiaba el tema, mientras se cubría las manos, en intento de disimular las manchas que aparecen conforme avanza la edad. Una tarde se le ocurrió cambiar el acta de nacimiento. Hizo contacto con Armando, quien es un “huizachero” efectivísimo, y, en menos que canta un gallo y con un desplume de cuatro mil quinientos pesos, logró que su acta tuviera una reducción de cinco años, ¡cinco! ¡Ah, cómo se pavoneó al mostrar el documento y jurar que tenía la edad que ahí ostentaba! La alegría se le terminó en el instante en que sus comadres, todas de la misma edad, hicieron fila para recibir su dinero del programa “setenta y más”. Tuvo que tomar té de tila para calmar los retortijones de su panza. Los retortijones del corazón todavía le asfixian.
Los que saben dicen que los cambios son necesarios. El tío Patioclo (sí, así se llamaba) decidió una tarde cortarse el bigote y la barba que había tenido por más de treinta y cinco años. Sólo para cambiar. La historia del nombre del tío Patioclo es la misma historia de equívocos que se dan con frecuencia en las oficinas del Registro Civil de todo México. El papá del tío fue muy aficionado a la literatura griega y cuando lo llevaron a apuntar al Registro Civil el secretario no oyó bien el nombre de Patroclo y como el papá del tío tampoco oía bien, dijo que sí, que así quería llamar a su hijo, cuando el secretario se puso los lentes y con voz de abeja sin panal dijo: Patioclo. Los amigos del tío le dicen Patio y los de más confianza Patiecito. Cuando decidió rasurarse el pelambre que tenía el brillo de lo antiguo, su nieta Ariadna le preparó la espuma y un pomo con agua tibia para que la navaja resbalara sin mucha dificultad. Así fue. El tío, con cuidado tomó la navaja con la mano derecha y fue repasando su rostro como si en lugar de podar estuviese cardando una oveja querida. Ariadna abrió un frasco con alcohol, echó un generoso chorro en sus dos manos y las untó en la piel que lucía como autopista en día de inauguración. Ah, al tío no le bastaron dos noches de arrepentimiento. En cuanto salió al patio, Kalimán (el perro doberman) lo vio, le ladró como si fuese un demonio y se le echó encima. Las hijas que, en la cocina preparaban los tamales para celebrar el día de San Juditas, oyeron los ladridos y salieron a ver qué ocurría. Juana y Toña, las dos hijas vieron que Ariadna tenía una mano en el brazo del hombre y dedujeron que el hombre era un delincuente, ¡un secuestrador!, que trataba de llevarse a la nieta de Patioclo. Ambas gritaron y, sin dudar, corrieron a la cocina, tomaron, con dos trapos, la olla con agua hirviendo y salieron para patear al perro y echar el agua al cuerpo del delincuente. Ah, al tío no le bastaron las dos noches en el hospital donde, después que Ariadna reveló la identidad, fue atendido de las quemaduras de segundo grado, en pecho y brazos. Por fortuna, dijo la tía Hermisenda, su esposo logró cubrirse el rostro, porque de lo contrario, ese cutis de culito de niño recién nacido hubiese quedado como cara de momia de Guanajuato.
En estas anécdotas se advierte la necesidad del ser humano por propiciar cambios, por ser parte de las transformaciones, pero sucede que algunos no resultan como se esperaban. Estos sucesos caseros parecen reflejar lo que a nivel mundial relata la Historia. Las grandes Revoluciones, en lugar de ser esos rostros tersos como nalga de niño, han terminado siendo nalgas aguadas de vieja de ochenta y nueve. A veces más vale rostro barbado que rostro nuevo por conocer.