sábado, 7 de noviembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA EL ORIGEN DE LA ANÉCDOTA




Querida Mariana: Todo mundo cuenta anécdotas. ¿Qué es una anécdota? Es uno de los rasgos más luminosos de la vida. El contador de anécdotas es como uno de esos corredores olímpicos que pasan la estafeta al compañero. El contador de anécdotas las preserva y les otorga identidad. Si alguien no trasmitiera ese suceso especial dicho suceso se extraviaría en el tiempo y moriría. No nos damos cuenta, pero cuando las anécdotas fallecen de inanición algo grande se pierde en el mundo. Casi casi podríamos decir lo que decía un famoso astrónomo: “Se extinguió una estrella y el mundo no lo supo”.
Quien cuenta una anécdota comparte una experiencia. Cuando contamos una anécdota contamos un hecho inusual. Nadie cuenta lo que a continuación contaré: el tío Armando, a las seis de la tarde, decía: “Ya no estoy”, se sentaba en la mecedora, se cubría con una cobija de cuadros y se dormía. A las seis de la mañana del día siguiente, sin importar si había alguien en la sala, abría los ojos y decía: “Ya estoy”, doblaba la cobija y comenzaba su trajín del día, iba al jardín, podaba, regaba; hacía café y entraba a su taller donde recibía a las señoras y señores que le llevaban calzado para remendar. A las seis de la tarde repetía el ritual. Así era todos los días, incluso los domingos y días feriados. Nadie contaría esta anécdota, porque a don Armando nunca le sucedió un hecho extraordinario. Bueno, con decir que ni siquiera una enfermedad lo agobió. Los últimos treinta años de los ochenta y dos de su vida no hizo algo más. Todo fue una rutina agobiante, hasta que una mañana, su sobrina Elena se levantó a las seis con diez y le llamó la atención que el tío siguiera sentado en la mecedora. Elena se acercó y, con el pie izquierdo, movió una de las patas de la silla. El tío no reaccionó, Elena salió corriendo y, a mitad del corredor, gritó: “El tío murió, el tío murió”. El tío, en efecto, ¡ya no estaba!
Aunque, con ganas de meterla con calzador, alguien pudiese decir que lo acá narrado es una anécdota, porque el comportamiento del tío Armando era inusual. ¿Quién duerme todas las noches durante treinta años en una mecedora a mitad de la sala? El tío tenía una gran capacidad para invocar al sueño, porque la vida de la casa seguía sin modificarse mientras él dormía como bendito. Los niños jugaban carros, hacían ruidos como de sirena de patrulla, corrían, jugaban pelota y el tío ¡durmiendo! La tía gritaba, pedía café, miraba las telenovelas con el volumen alto, y el tío ¡durmiendo! El tío ni siquiera despertaba las noches en que había fiesta en la casa: en nochebuena todos corrían, los niños quemaban cohetes y los grandes sacaban las pistolas y disparaban al aire, y el tío, sí, durmiendo el sueño de los justos.
¿Cómo nació la anécdota? La tía Juventina contaba que en el principio, cuando todo estaba en silencio y en oscuras, Dios se asomó por la ventana de su cielo y miró que todo estaba tal como lo había dejado la noche anterior (la noche anterior significaba millones y millones de siglos luz), así que apagó la lámpara que tenía sobre su buró y dijo: “Buenas noches”, sabiendo que nadie lo escuchaba, porque Él era el Único. Durmió durante cuatrocientos treinta y dos billones de años luz, mas de pronto oyó algo como un pequeño ruido, algo como si un ratón estuviese royendo queso adentro de una caja de madera, aunque (se sabe) los ratones aún no existían; es decir, Dios aún no los había creado. Dios abrió los ojos, se desperezó con los brazos arriba, se puso el gorro, las pantuflas, abrió la ventana de su cielo y vio que, en el centro de la Nada, algo como una brasa hervía en un caldero y la ebullición hacía el ruido que Él había confundido con el mordisqueo de un ratón. En realidad el ruido era como el aire de una olla de presión que hirviera con la potencia de millones de bombas atómicas. Como Dios todo lo sabe, intuyó que estaba a punto de iniciar el Big Bang, levantó los brazos y dijo: “Se acabó la tranquilidad” y volvió a meterse a su cama. Dejó la ventana abierta porque sabía que la explosión iba a ser un maravilloso acto de fuegos de artificio y eso sí no se lo perdía por nada. Y en la madrugada de los tiempos el gran estruendo apareció, la alcoba Divina se llenó de deslumbres y Dios, recargado sobre la cabecera de nubes doradas, con los brazos detrás del cuello, disfrutó del espectáculo donde el universo respiró luz por primera vez y los ríos brotaron de la tierra y los pájaros volaron y las víboras se arrastraron por las ramas de los árboles recién nacidos. ¡Todo tuvo vida! ¡Todo fue un canto para bendecir la gracia de Dios! Y, la tía Juventina contaba, que una tarde de esas, cuando Dios se disponía a colocar el vaso de peltre lleno de agua en la hornilla de su estufa, un hombre metió la cabeza por la ventana y saludó: “Buenas, ¿se puede?”. Dios, que estaba de buenas, dijo: “Ya se pudo”, y le ofreció una taza de café (acá la tía decía que el café ofrecido había sido café chiapaneco, en específico “Café Conquistador”). El hombre (que, por supuesto, andaba desnudo) se sentó, cruzó la pierna y, con aire despreocupado, le preguntó a Dios si podía hacerle una consulta. Dios, que ya se comentó, andaba de buenas, dijo: “Sí, claro, pero recuerda que toda consulta causa honorarios”. El hombre rio de buena gana, porque sabía que Dios bromeaba. ¿Qué honorarios podría cobrar el dueño del universo? Dios jaló una silla y se sentó al lado del hombre, le dio una palmada afectuosa sobre el hombro y le dijo: “A ver, consulta”. El hombre se llevó las manos a la cara, como si llorara o tuviera vergüenza, y dijo, en voz baja: “Mi mamá dice que tú me hiciste de la costilla de Eva, ¿es cierto?”. Y la tía Juventina terminaba ahí su relato, nosotros, los sobrinos le reclamábamos, decíamos que la historia no podía terminar ahí, pero ella, sin más, se levantaba, se alisaba la falda y decía que ahí terminaba la historia, que eso era el origen de la anécdota y, cediendo tantito, nos preguntaba: “¿No entienden que al decir que no la mujer sino el hombre es el que nace de la costilla de la otra está lo simpático de la anécdota?”. Nosotros no entendíamos, porque cuando el tío Gumersindo (esposo de la tía Juve) contaba una anécdota, él le daba el final esperado. Los sobrinos argumentábamos, entonces, que la tía no sabía contar anécdotas y corríamos a la sala donde, siempre, el tío leía el periódico. El tío doblaba el periódico, lo dejaba sobre la poltrona y nos decía que nos sentáramos en el piso, a su derredor, y contaba la anécdota del ladrón que una noche entró a casa del tío y cuando fue descubierto con un bolso de tela lleno de cubiertos de plata, se hizo el sonámbulo, estiró los brazos y caminó hacia la puerta, con los ojos cerrados, como si, en realidad, fuese un sonámbulo, pero antes de que saliera, el tío le cerró la puerta y el ladrón chocó, el bolso rodó por el suelo y todos los cubiertos quedaron regados. El ladrón hizo como que el golpe lo despertaba y, con tono enojado, preguntó qué hacía el tío en casa de él y, siguiendo su farsa, trató de echarlo a la calle. La anécdota comenzaba a delinear su final cuando el tío contaba que sacó la pistola, obligó al ladrón a hincarse y lo amenazó con soltarle un plomazo si no confesaba su delito. El ladrón estaba a punto de confesar su culpa cuando se escuchó que alguien tocaba la puerta. La esposa del ladrón, que siempre lo acompañaba en todos los hurtos y lo esperaba en la calle, era quien tocaba la puerta. Ante la insistencia, el tío preguntó quién era y la mujer dijo: “Don, disculpe, estoy buscando a mi Eloy, es sonámbulo y no sabe lo que hace”. El tío contaba que eso hizo que soltara una carcajada. El tío abrió la puerta y dejó que la mujer se llevara al marido, quien, en un acto de preclaro arrepentimiento, alcanzó a meterse la mano en la bolsa trasera del pantalón y entregarle al tío su reloj de oro. La mujer dijo: “Mire, pues, Don, mi Eloy cuando está dormido no sabe lo que hace”, y ya el tío no supo si la mujer se refería al hecho del hurto o a que, tonto, había devuelto el reloj. Nosotros los sobrinos aplaudíamos y comentábamos que el tío sí sabía contar anécdotas porque les daba un final. Y es que en ese tiempo pensábamos que, en efecto, todas las historias tenían un final, pero cuando lo decíamos en voz alta, la tía Juventina reía como garza sin pico y nos decía que éramos unos mocosos necios, ¿qué no nos dábamos cuenta de que el origen de la anécdota decía que la historia del origen no tiene final? No le entendíamos, entonces ella, como si contara con manzanas, decía que el universo no tendría final y se metía en cuestiones científicas y explicaba que los sabios decían que el universo está en expansión, pero que un día (dentro de miles y miles de años luz) llegará a su límite y comenzará a contraerse para volver a ser Nada (billones de años luz después). ¿Y cuando sea Nada?, preguntábamos. Entonces, ella, victoriosa, caminando de un lado a otro del pasillo, con las manos en la cintura, decía que todo volvería a la calma inicial, a la tranquilidad de Dios y la historia se repetiría.

Posdata: Para que la anécdota sea sabrosa debe ser contada en vivo y en directo, tomando un café o una cerveza.