domingo, 8 de noviembre de 2015

PRESENTACIÓN DE NOVELILLA BREVE




El pasado viernes presenté mi más reciente novelilla. Lo hice en la Librería Lalilu, un espacio prodigioso que abrió sus puertas en Comitán. Esa noche leí un texto que ahora comparto con los lectores de la DIEZ.

Buenas noches.

Agradezco a Samy y a Sol por la generosa posada para que mi niño nazca en este Belén; agradezco a mi jefe, el Maestro José Hugo Campos Guillén, Rector de la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar, institución que es mi casa, por la mano generosa siempre tendida; y agradezco, mucho, a cada uno de ustedes por acompañarme en este acto de presentación.

Un personaje de Rosario Castellanos, en su novela “Rito de iniciación”, pregunta: “¿Tú crees que vale la pena escribir un libro?”. La respuesta es: “Creo que no. Ya hay muchos”.
Y el personaje de Rosario va más allá, dice: “Si se para uno a considerarlo bien, hay muchos libros. Se tropieza uno con ellos a cada paso. Acechan a la vuelta de los más ocultos recovecos…”.
Creo que todos coincidimos con esta opinión. Hay millones y millones de libros en todas las lenguas, de todos los tamaños, de todos los temas. Hay muchos libros. Tantos que no alcanza la vida para leer ni el punto cero uno por ciento. ¿Cuántos libros leemos en nuestra vida? Los lectores expertos no alcanzan a leer más allá de unos cuantos miles. Entonces, la pregunta del personaje de Rosario puede formularse de nuevo: ¿Vale la pena escribir un libro?
Acá, en este espacio prodigioso de la Librería Lalilu, estamos adentro de una burbuja hecha con libros. ¿Cuántos libros hay acá? Algunos miles. Si un lector se propusiera leer todos los libros que hay aquí, sólo tendría una certidumbre al acometer tal empresa: ¡la vida no le alcanzaría para agotar todos los estantes! Y esta librería es pequeña, apenas gatea. ¿Cómo serán aquellas librerías que existen en ciudades como Buenos Aires, París, Nueva York? Yo no alcanzo ni siquiera a imaginarlas. Mi mente no da para tanto. No alcanzo a imaginar cómo es la Vía Láctea, que es una minúscula fracción del universo. Bueno, de igual manera no alcanzo a imaginar cómo serán esas librerías que contienen miles y miles y miles de libros. ¡Uf! Hay muchos libros. ¿Para qué, entonces, el Molinari insiste en escribir libros, publicarlos y compartirlos? Mis lectores saben que pretendo imitar a Woody Allen, quien, año con año, presenta una nueva película. Hasta hoy he cumplido mi propósito. El año pasado, Coneculta-Chiapas publicó mi novelilla “Historia triste de un cuentahistorias”. Hoy presento ante ustedes la novelilla que corresponde al 2015: “La tarde que conocí el cine” y ya escribo la que, primero Dios, presentaré en el 2016: “Libro para regalar un día de cumpleaños”.
¿Cuál es mi obsesión? ¿Cuál mi terquedad? ¿Por qué la insistencia? Escribo y publico para compartir con ustedes. Quiero pensar que el mundo se construye a través de las palabras y las que reúno son palabras que nunca han sido dichas. Mis palabras arman (es mi modesta pretensión) una nueva figura en el Mandala universal. Escribo para que mis lectores completen su propio círculo. Los lectores, ¡ustedes!, son la materia prima en este eslabón. ¡No lo sabré yo que he sido lector de cientos de libros! No lo sabré yo que soy lector apasionado y espero seguir siéndolo el resto de mi vida.
¿De qué va mi más reciente novelilla? Es un homenaje al cine a través del juego, a través de la imaginación. Es un homenaje a la imaginación. A la usanza clásica podría decir que si alguna escena se corresponde con la realidad ¡es mera coincidencia!
Si ustedes lo permiten leo una pequeña parte de la novela, para que sepan por dónde camina. Con ello podrán determinar si vale la pena comprar el libro o hacerse tacuatzes y pensar que, I’m sorry, perdieron unos minutos de su valioso tiempo.
“¿Tú crees que vale la pena escribir un libro?”. La respuesta es: Sí, a pesar de que hay muchos, tal vez uno nuevo acomode de otra manera el universo.
Va fragmento:


Nunca imaginé que quince o veinte minutos después iba a toparme con Santo, el enmascarado de plata, “en persona”. Salimos de la tienda y yo salí feliz con mi máscara. ¿Por qué doña Angelita, la tendera más seria de la comarca, me había regalado esa máscara? Doña Angelita, como si confesara algo, hizo que me acercara y dijo: “Tené, te la regalo”, me dio la máscara del Santo y regresó la de Blue Demon a la bolsa. Mientras yo, con una sonrisa de atardecer, repasaba con mis dedos los contornos de los ojos de la máscara, ella agregó: “Vas a ser un luchador de grande”. Ya no recuerdo si di las gracias. Estaba feliz. Mi mamá no salía de su asombro. Cuando salimos, mi mamá y yo caminamos por la avenida central, estábamos a una cuadra del cine. ¡La tarde estaba espléndida, recién bañada! Mi mamá me acarició la cabeza con el movimiento que siempre hacía, me despeinó tantito. ¡Ah, qué plenitud! Le pregunté a mi mamá si podía usar la máscara y ella dijo que sí. Nos paramos en la banqueta, yo me quité el gorro de lana y ella me ayudó a anudar la cinta detrás de mi cabeza, yo acomodé tantito la máscara para que mis ojos coincidieran con las aberturas y caminé, de la mano de mi mamá, con gran emoción. Los niños que pasaban a mi lado ¡me miraban!, dejaban de ver su camino y me veían con sorpresa y con envidia. Yo era Santo, ¡Santo, el enmascarado de plata! Supe que la máscara lograba un prodigio, el prodigio de convertirme en otro. Nadie reconocía al que estaba debajo de la máscara, nadie sabía que yo era yo, yo era Santo, uno diferente, uno por encima de los demás. Ah, caminé orgulloso. Pensé: si Pepe me viera, se moriría de envidia.
La calle estaba animada, igual de luminosa que yo. Varios niños, también con bufandas y gorros tejidos con estambre, agarrados de las manos de sus mamás, se detenían ante el aparador de la tienda de ropa de Las Ancheyta. La escena del aparador era una escena más bien pobre, pero como era la única vitrina arreglada con motivos navideños, todo mundo la miraba con admiración. Los niños, de mi edad o un poco mayores, señalaban con sus manos y, emocionados, descubrían el tren que daba vueltas y vueltas sobre una montaña pintada de azul y gris, como si la tarde fuera de plomo. Al fondo, un sol, con una boca sonriente, iluminaba una choza donde un niño Jesús era más grande que el buey y el burro. Las figuras eran de pasta. Al lado de la Virgen María (una imagen también de yeso) había un grupo de ovejitas hechas con algodón y unos pastorcitos que en el pueblo llamaban “chujitos”, porque representaban a indígenas de la raza Chuj, raza milenaria que habitaba en las cercanías del pueblo. ¡Todo iluminado! Casi tan iluminado, como iluminada la marquesina del Cine, como la vitrina donde estaban pegados los carteles de las películas que se exhibirían en la semana. Mi mamá y yo habíamos seguido caminando, pasamos por donde una mujer tenía un anafre sobre la banqueta y ofrecía elotes asados, que servía en una hoja de maíz, con una mitad de limón y un poco de Polvo Juan, que era una mezcla de tostada molida con chile. Mi mamá me había hecho a un lado para que no me quemara y habíamos seguido caminando y ya estábamos frente a la vitrina del cine, ahí donde se mostraban los carteles con los próximos estrenos: carteles con escenas de hombres a caballo, con armas al cinto (casi casi como si fueran Pepe y yo jugando a los vaqueros e indios en el sitio de la casa). Mientras mi mamá me llevaba de la mano, yo miraba esos carteles tratando de aprenderme de memoria cómo los vaqueros jalaban la rienda del caballo o cómo miraban hacia donde estaba el horizonte; cómo entraban a los bares, cómo daban un empujón a la puerta abatible; cómo caminaban una vez que estaban dentro del bar, cómo se acercaban a la barra donde el dueño, con una jerga, limpiaba la superficie y temía que algún bebedor hiciera para atrás su silla, sacara su pistola y encarara al nuevo parroquiano: el delincuente que había cometido el robo del banco en el pueblo vecino. No podía registrar todo en mi mente, porque mi mamá llevaba prisa por llegar a casa. ¡Había tanto qué hacer! Pero, de pronto sentí que cesó la presión de mi mamá sobre mi mano, sentí cómo se enfrió la suya, como si la metiera en una cubeta llena de hielos. Desde mi altura subí la mirada y la vi, la vi como aquella bíblica estatua de sal. ¡Su cara había perdido el color y era como un cartel de cine que hubiesen limpiado con cloro! La presión de su mano sobre mi mano se hizo más intensa, me apretó como si su mano fuese una tenaza y me jaló, me jaló ¡para adentro del cine! Me sentí como un papalote en medio de una tromba. Segundos después ya estaba en el vestíbulo del cine. ¡Fue la primera vez que estuve ahí! Estábamos frente a la taquilla, y yo, sorprendido, escuché cómo mi mamá pedía dos boletos, ¡dos!; estaba alelado. Mi mamá colocó la bolsa con los hilos debajo de su axila, abrió el bolso, pagó y recibió los dos boletos, ¡dos!, y me exigió que la siguiera, que la siguiera a la entrada, donde el boletero extendió la mano para recibir los boletos y los metió adentro de una urna de madera, los metió como Pepe y yo metíamos las monedas en la alcancía de barro con forma de cuch, las monedas que nos daba mi mamá cada domingo y que nosotros, precisamente en la temporada navideña, rescatábamos al abrirle la panza al cuch con un martillazo. Un minuto antes caminábamos en la banqueta, mi mamá me llevaba de la mano, caminaba con el paso apurado, porque en la casa había tanto qué hacer y, de pronto, ella se puso fría como raspado y me jaló hacia el interior del cine. Ella me jaló, ella que decía que el cine no era apropiado para niños. Ahí estábamos ¡adentro! Lo hizo porque en la esquina había visto a mi papá. Yo no lo conocí en ese momento, yo no lo conocía. Si mi mamá y yo hubiésemos seguido caminando de frente nos habríamos topado con él. Ahí estaba: parado con su sombrero de fieltro, la bufanda roja que le había regalado mi mamá cuando eran novios, con un pie recargado en la pared, con un cigarro en la mano, con su sonrisa de nube dorada. ¡Ahí estaba con su descaro de mil siglos, después de años de no verlo, desde que él se enteró de que mi mamá me esperaba y yo era su hijo, desde que se atrevió a llegar a la casa para ser amenazado por uno de los e! A mi mamá no le quedó más que esconderse en el cine. Minutos después, mi papá entró al cine, nos buscó y provocó el mayor disturbio que el pueblo tenga memoria.
Mi mamá pensó que en la oscuridad de la sala podríamos escapar de las garras del ogro. Nos sentaríamos en un extremo de la sala y en cuanto el monstruo, con sus pies como aletas de pez fisga, abriera la puerta abatible (como sheriff en el bar del pueblo), mi mamá, casi agachada a mi tamaño, me jalaría (de nuevo) y saldríamos y correríamos, correríamos, mucho hasta llegar a casa, donde metería la llave con prisa, abriría la puerta y la cerraría después que hubiésemos entrado. Se recargaría contra la puerta y, hasta entonces dejaría escapar toda la tensión contenida, exhalaría como si fuese una ballena y yo la vería desinflarse como un globo agradecido. Pero no fue así, porque cuando entramos a la sala aún no había comenzado la función y la sala, enorme, tan enorme como el sitio de la casa, ¡mucho más!, estaba iluminada con mil focos, con mil reflectores. La gente estaba sentada en las butacas y se oía un rumor como de mar. ¡Así debía ser el mar, así de hermoso, así de intenso! ¡Me enamoré del cine, en ese instante! Sentí un chispazo que me cimbró todito, como si fuese el último latigazo de un temblor y me iluminara por dentro. ¡Mil reflectores me iluminaron! ¡Así que esto era el cine! ¡Por esto, entonces, mi mamá decía que no era para niños! ¡Tenía razón, esto no era para niños! Acá, como en el sitio de la casa, un niño podría extraviarse y ser hallado muchos días después o nunca. Porque cuando la proyección inició ¡el prodigio aumentó! Esto era mucho mejor que la vida de afuera. Afuera todo era tan plano, tan cotidiano, tan de tendejones donde un viejo dormitaba y de vez en vez movía la mano para espantar las moscas. ¡Esto era para adultos que pudiesen resistir el embate intenso e inadvertido de una avalancha! La sala del cine era enorme. Al fondo estaba la pantalla; y las butacas, como en el oratorio, dispuestas para ver al frente. Ahí, sobre esa pantalla enorme, blanquísima, proyectarían la película. Todo estaba dispuesto para que eso ocurriera.
Mi mamá buscó donde sentarnos y eligió las butacas al lado de dos señores con bigote, como si ellos crearan un campo de fuerza que nos protegiera. Mi mamá no veía la pantalla, como sí lo hacían los demás, quienes, expectantes, esperaban el inicio de la función. Mi mamá veía la puerta, con la insistencia de un foco intermitente. Esperaba que de un momento a otro entrara ese hombre; yo estaba fascinado con la enormidad de la sala. ¿Cómo no iba a estarlo si la sala de la casa apenas tenía siete sillas individuales de madera, un asiento donde se sentaban tres personas bien apretadas, una mesa de centro (siempre con un florero) y dos esquineros que (de igual manera) siempre estaban coronados con dos maceteros de florecitas amarillas y rojas?
Las luces comenzaron a apagarse, lo hicieron como si fuesen pájaros sobre ramas y cerraran sus ojos poco a poco. Los espectadores se acomodaron en las butacas, doblaron los periódicos y, con un movimiento como de elefante enano sobándose contra un tronco, desparramaron las espaldas contra las curvaturas de los respaldos. Mi mamá seguía vigilante, volvía la mirada hacia la puerta abatible de la entrada. Sostenía su monedero como si alguien fuera a arrebatárselo. Yo, emocionado, como nunca, con las manos sobre el respaldo del asiento delantero, casi sentado al filo de la butaca, miraba la pantalla. ¿Qué sucedería? ¡Sucedió el prodigio! Cuando las luces se apagaron por completo, un haz cruzó el aire y se proyectó contra la pantalla y ésta tomó vida, con un movimiento como de mar embravecido. Doña Angelita había convocado los espíritus, porque mi mamá, con una voz de tiuca temerosa, dejó de ver la puerta, por un instante, puso su mano sobre la mía y me dijo: “Mirá, hijo, es una película del Santo”. Yo, emocionadísimo, miré la pantalla y vi cómo aparecían letras, una tras otra, encima de la imagen de un castillo que parecía hecho con cartón. La música era triste, como la música que doña Amanda escuchaba en su radiola, cada vez que uno de sus hijos abandonaba la casa; triste era también la escenografía, toda hecha de cartón; apareció un vampiro, voló de un lado a otro, sostenido por hilos que lograban descubrirse. Estuve pendiente, no podía perderme el instante en que apareciera el Santo; es decir, yo. Era la primera vez que estaba en el cine y ya había logrado un prodigio, algunos espectadores me habían visto entrar con la máscara puesta, algunas señoras habían sonreído y más de dos niños me señalaron y yo reconocí en sus caras la mueca de envidia que siempre acompañaba a Pepe cuando le platicaba alguna hazaña que él no había realizado antes.
Esto era superior a la radio, era superior a todo lo que había conocido en mi corta vida. Cuando llegara a casa le platicaría a Pepe.
Mi mamá seguía viendo la puerta. Sentí ese temblor que movía los dedos de sus manos, que los volvía casi autónomos. “¿Qué pasa?”, pregunté, pero un señor que estaba sentado en la butaca de adelante se volvió y, con un gesto de gárgola, pidió que me callara. En ese momento yo no sabía bien a bien la causa del desasosiego de mi mamá. Tenía la misma cara de la mujer que apareció en pantalla. La película era “Santo contra las mujeres vampiro” y la primera escena era la de una mujer que salía de un sarcófago apoyado contra la pared, una pared llena de telarañas y de polvo. El rostro de la mujer era como si tuviese una mascarilla de lodo seco. Yo estaba maravillado. La mujer dijo que tenía doscientos años de estar encerrada en ese sarcófago. Pensé que la pantalla era como el sitio de la casa, las personas podían extraviarse. Volví la mirada tantito para ver a mi mamá, cada vez que alguien abría la puerta abatible y entraba un rayo de luz del vestíbulo, apretaba mi mano con más fuerza. La tensión sólo disminuía en el instante en que comprobaba que quien entraba no era mi papá.
A la hora que, en la pantalla, la mujer vampiro abrió los brazos como alas, la figura de mi papá apareció en la puerta de entrada. Como no se apuró a cerrar la puerta y el rayo de luz interrumpía la oscuridad de la sala, el señor que estaba a nuestro lado se volvió y dijo: “Cierren la puerta”, lo dijo tan fuerte que otro hombre, sentado más allá, gritó: “Cállense”. Mi papá cerró la puerta y todo pareció volver a la normalidad. Mi vecino se calmó y continuó viendo la pantalla, donde la mujer vampiro despertaba a un ejército de más mujeres. Todas se movían como la mujer del sitio cuando llegó a casa. Mi mamá se tiró al piso y comenzó a gatear, buscando el pasillo de la derecha. Se detuvo. Al ver que yo estaba embebido en la pantalla me jaló del pantalón y dijo, en voz como de rata afónica: “Vení” y yo me tiré al piso y la seguí. El hombre del periódico se sorprendió y preguntó: “¿Se le perdió algo?” y prendió un cerillo. Mi mamá sopló. Siguió gateando. Me volvió a jalar. Al llegar al pasillo, mi mamá me paró, me agarró de la mano y echamos a correr. Yo trataba de ver qué sucedía en la pantalla, mientras mi mamá trataba de ubicar al hombre que tanto temía y que corría detrás de nosotros. Las luces de la sala se prendieron y los espectadores protestaron, silbaron y se pusieron de pie para ver qué sucedía. Mi mamá y yo ya habíamos llegado al escenario donde estaba la pantalla y subíamos por una escalinata de madera, mi papá corría detrás de nosotros ya a mitad del pasillo. El cácaro no dejó de proyectar la película, así que cuando mi mamá se acercó a la pantalla para protegerse, yo vi cómo una mujer vampiro caminaba a mi lado. Un niño (apenas un poco mayor que yo), que estaba sentado en la primera fila, se levantó y gritó: “¡Ahí está Santo!”. Yo busqué en la pantalla, pero sólo vi a las mujeres vampiro, caminando como si fuesen zombis, como si fuesen las primas hermanas de la chapina. Mi papá ya subía la escalinata de madera. Varios espectadores ya corrían detrás de él, porque al grito de una mujer: “¡La va a matar, lleva un cuchillo!”…

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