sábado, 28 de noviembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE LA




Querida Mariana: me gusta la palabra Polisemia. La polisemia nos enseña que hay palabras que tienen varios significados. Por ejemplo, llama mi atención la palabra banca, porque puede ser ese objeto sencillo de los parques donde las parejas se sientan, se toman de las manos y bordan un futuro común; pero también puede aludir a esas instituciones soberbias donde prestan dinero con intereses exagerados. El padre Carlos nos enseñó en secundaria que poli significa muchos, por eso polisémico significa que tiene muchos significados. Martín, en la escuela, molestaba a Leopoldo, a quien de cariño le decíamos Poli, siempre que alguien lo llamaba: “Poli, Poli, vení”, Martín decía: “Pero no vengás solo, traé a todos los muchos”. Ah, el Martín era muy molestoso.
La polisemia permite muchos juegos, incluido el albur. A veces imagino la cara de los visitantes cuando llegan a Comitán y, a la hora de la comida, les ofrecen “una pellizcada”. Ellos no saben que la “pellizcada” es una tortilla dorada en el comal que lleva “asiento”. ¿Mirás qué revoltura tan sabrosa? Una mente lógica se rendiría. ¿Cómo a una tortilla se le puede agregar un asiento? En término estricto, asiento es “la parte de un mueble donde se asientan las nalgas”. Si un extranjero aplicara sus conocimientos de diccionario rechazaría tal ofrecimiento. La muchacha bonita relacionaría la palabra pellizcada con nalga y concluiría que el tipo le ofrece coger entre sus dedos una nalga hasta retorcerla de manera inclemente. Por fortuna, en Comitán sólo hay pellizcadas con asiento. En algunas otras regiones de México a los sopes también se les llama pellizcadas o picaditas y los preparan con chorizo o con huevo. ¡Padre eterno! Mi tía Eusebia mojara con agua bendita a todo aquel que le ofreciera una picadita con chorizo y el tío Eugenio rechazaría el ofrecimiento de una “pellizcada de huevo”.
Yema puede ser lo que acompaña a la clara en el huevo o puede ser la parte de un dedo. La tía Maruca, siempre que venía a Comitán, procedente de la Ciudad de México, me decía que la llevara al mercado a comprar “africanos”, los dulces hechos con yema de huevo. Compraba diez y ahí mismo, frente al puesto, dejaba la bolsa de papel, sacaba un africano y se lo llevaba a la boca. Mientras lo comía, entrecerraba los ojos, y, como si fuera paloma, zureaba. Yo disfrutaba verla disfrutando. En cuanto terminaba, con los dedos se limpiaba las comisuras de los labios que habían quedado con residuos y decía: “Ah, me encanta comerme a un africano”, y el comerme lo subrayaba. Yo sabía a qué se refería. ¿Por qué los africanos se llaman así? ¡Quién sabe! En nuestro archivo colectivo la imagen de un africano corresponde a un hombre negro, el dulce comiteco es ¡amarillo! Le quedaría más bien el nombre de “chino”. No creo que en Sudáfrica, por ejemplo, exista un dulce que se llame “mexicano”, porque ambos países están muy distantes, ¿cómo, entonces, un nombre de aquellas tierras distantes del continente africano vino a quedarse entre nosotros? En nuestro pueblo no hay datos históricos que demuestren la residencia de algún habitante de aquel continente. Acá hay personas que tienen ascendientes franceses, italianos, norteamericanos, canadienses, pero parece que no hay alguien descendiente de africano. En la primaria tuve un compañero que tenía apellido chino: Chong. Siempre imaginé que uno de sus tatarabuelos había llegado en la famosa Nao de China, imaginé que él había sido cocinero en ese barco. No sé por qué. Creo recordar que mi compañero vivía por el barrio de San Agustín, jugaba en un equipo de básquetbol que formamos y que tenía como escudo un águila (tal vez el equipo se llamaba así: Águilas). Un día, ya no sé cuándo, Chong se fue de Comitán. Desde entonces no he vuelto a saber de alguien que radique acá y que tenga un apellido oriental. Tal vez mi compañero Chong había llegado desde la costa de Chiapas. Mi mamá me cuenta (ella nació en Huixtla) que por aquella región viven muchos descendientes de chinos. Basta mencionar al poeta Óscar Wong.
De la cocina comiteca lo que más me gusta, tanto por sabor como por su significado así como por su eufonía, son los “paquitos”, que son tortillas suaves, dobladas a la mitad, rellenas con chorizo con huevo o frijoles refritos o papa. Ah, los paquitos son el platillo especial para llevar al día de campo. Desde que el osito Bimbo hizo su aparición por estas tierras, los paquitos pasaron a un segundo plano y extraviaron su lugar de privilegio. En los años sesenta era tradición que las mamás se levantaran temprano a preparar los paquitos que se llevarían al paseo a Los Lagos de Montebello. Uno entraba a la cocina y el aroma del chorizo dorado en aceite se instalaba en nuestras narices (nunca advertimos que también se estaba repegando a nuestro corazón, para siempre). La mamá, con cuidado, tomaba las tortillas calientes, les untaba frijol molido con un cuchillo o con una cuchara les regaba un poco de chorizo con huevo. Ah, qué movimiento tan elemental pero tan esclarecedor: el doblado de la tortilla. Al término de cada doblado, la mamá colocaba el paquito sobre una manta. Cuando el itacate estaba completo, la mamá lo colocaba en un canasto bordado con palma y, el último acto del preparativo, era ponerlo adentro de la caja de cartón que llevaba más canastos, servilletas, pomos con salsa verde molcajeteada, termos, vasos de cristal y chiles siete caldos. Al llegar a Los Lagos todos pegaban un brinco, bajaban de la camioneta, mientras la mamá extendía un mantel sobre el suelo lleno de hojas secas y ofrecía los paquitos que todo mundo desayunaba con emoción y gusto. ¿Paquitos? Sí así se llaman esas sencillas tortillas dobladas que eran compañeros inseparables a la hora de ir al campo. Claro, en México, Paquito también es el trato afectuoso que damos a los que se llaman Francisco. Por eso, cuando tío Paco tomaba entre sus manos un paquito hacía que los demás guardáramos silencio y decía: “Atención, señores y señoras, en este momento ustedes presenciarán un acto de antropofagia: Paquito se comerá a sí mismo”, y, de una tarascada, mordía la mitad de un paquito, cuando terminaba, se chupaba los dedos y agregaba: “Si me los chupo no es por ser grosero, sino porque ya es hora del postre: ¡chupar dedulces!”. A veces pienso qué diría la tía Maruca cuando yo le ofreciera un paquito. Tal vez haría el mismo ritual que hace cuando come un africano, se limpiaría los labios con delicadeza y diría: “Ah, qué sabroso resulta comer un Paquito”.
Digo que los paquitos son mi platillo favorito, no sólo por sabor, sino por lo que simbolizan. Después de una larga caminata, desde la colonia Francisco Sarabia hasta la zona arqueológica de Tenam, cuando Fito sacaba los paquitos que había preparado su mamá, el mundo parecía detenerse y se concentraba en esa manta modesta llena de modestas tortillas dobladas. Fito tomaba un chile siete caldos, lo metía en una bolsa de plástico llena de sal y le daba una mordida al chile después de morder un paquito. Ahí, adentro de su boca, los sabores se mezclaban y el chile era la prolongación del gusto, porque Fito movía la mano derecha y tronaba sus dedos. Nosotros entendíamos que estaba enchilado, pero no de enojo, sino de alegría. ¿Cómo -¡Dios mío!- un guiso tan elemental era tan rico, más rico que el mejor platillo servido en el Maxim’s?
¿Quién, padre eterno, en sus cinco sentidos, aceptaría el ofrecimiento de un dulce llamado “quiebramuela? ¿Quién, sin ser acusado de pendenciero, acepta dos “trompadas”, que también es un dulce?
Ya te conté cómo en una ocasión invité a un primo proveniente de Hermosillo a tomar un vaso de jocoatol, en el mercado. Al probarlo, en voz baja, me dijo: “No lo tomes, está agrio”. De igual manera, mi tía Sofía, quien nació en Los Ángeles, California, disfrutó mucho cuando le invité una orden de chalupas. Con la risa como sol en el horizonte, dijo que una semana anterior había estado en Xochimilco y Herlinda la había invitado a subir a una barca llamada chalupa y ahora, acá en Chiapas, andaba comiendo chalupas, ¿quién lo diría?
En Comitán comemos africanos, paquitos, trompadas, quiebramuelas y chalupas. Siempre pienso en los aprendices de la lengua española. ¡Deben hacerse unas bolas que para qué te cuento!
Posdata: me gusta la palabra polisemia, porque me indica que en la vida no sólo hay un camino. Una misma palabra puede usarse para designar varios objetos o acciones. Sería muy fácil inventar palabras nuevas a fin de que no existiera esa confusión que genera el hecho de que la palabra recado, en Comitán, no sólo se usa en su acepción de mensaje, sino también como el mole con que se sazona un guiso de carne. Pero aceptamos tal encrucijada de caminos porque el lenguaje nos recuerda la posibilidad de juego. Si alguien en Colombia nos ofrece papaya ¡no nos está ofreciendo un plato de fruta! Si alguien en México dice que le encantan las palomitas, probablemente no está hablando de aves.