sábado, 27 de febrero de 2016

CARTA A MARIANA CON NOMBRES CERCANOS



Con un abrazo respetuoso para la familia Guillén Alcázar,
por la ausencia física de doña Reina Alcázar de Guillén.



Querida Mariana: Sara me mandaba a Japón. ¿Cómo la sirvienta me decía eso? Estoy seguro que ella nada sabía de aquel país, tal vez ni siquiera había visto un mapamundi y ubicado Japón. Ahora pienso que alguien, en algún momento, le dijo que Japón era un país que estaba muy lejos y entonces ella cuando quería que no estuviera en la cocina molestándola me decía que me fuera al Japón (Rosario decía: “Andá a mirar si ya puso la cucha”).
¿En dónde queda Japón? Creo que, igual que Sara, no sé bien a bien. Una tarde vi una película (¿cómo se llama?) donde un actor norteamericano fue contratado para hacer un comercial del güisqui Suntory. Apenas va en el taxi, del aeropuerto al hotel, y nosotros sabemos que la ciudad de Tokio es un mundo que nada tiene que ver con Nueva York. Basta imaginar el impacto cultural que significa enfrentarse a cientos de anuncios luminosos con los ideogramas de la lengua japonesa. Se ven bellos, pero son indescifrables. La película es de gran factura, fue dirigida por la hija de Francis Ford Copola.
Sara me enviaba a Japón para que no la molestara a la hora que echaba las tortillas al comal. Ahora entiendo que era una forma decente de su deseo de enviarme lejos, porque, ahora lo sé, los seres humanos tenemos muchas formas de enviar muy lejos al otro. Mi tía Eugenia, por ejemplo, siempre estaba enviando a los sobrinos “Al quinto infierno”. Padre mío, pensábamos nosotros, pues ¿cuántos infiernos existen? Dante, junto con los grabados de Durero, nos había enseñado que el infierno tenía varios círculos (como terrazas japonesas), pero era uno solo. Si la tía Eugenia nos enviaba al quinto infierno quería decir que había más infiernos y que, tal vez, ir al quinto infierno era más dramático que ir al segundo infierno. Marcos, quien siempre ha sido apasionado de la matemática, decía que el primer infierno estaba reservado para quienes habían cometido pecados tolerables, como hombres y mujeres infieles que habían pecado por causa de la pasión; al segundo infierno iban a dar los hombres y mujeres que infligían daño a los niños (pederastas incluidos) y daño a viejos (que golpeaban a sus madres y padres ya ancianos). Conforme avanzaba la escala los castigos eran más severos, por ejemplo, en el tercer infierno el fuego no sólo quemaba los cuerpos sino también los espíritus de los castigados, ello provocaba que sus almas se hicieran ceniza. El tercer infierno estaba destinado para hombres y mujeres que mentían y con sus mentiras ocasionaban que los destinos de los otros se torcieran y en lugar de tener vidas sosegadas se atormentaban en los pantanos de la infelicidad. Cuando a Marcos le decíamos que cómo era posible que la mentira fuese castigada con mayor severidad que la infidelidad, él explicaba que la infidelidad era cosa de la carne, pero la mentira era cosa del espíritu. Nosotros nos maravillábamos con la explicación y por eso crecimos convencidos de que debíamos, siempre, decir la verdad y que si, en algún momento, cometíamos infidelidad debíamos reconocerla, porque (era como una catafixia) era preferible ir al primer infierno que al tercero. ¿Y el cuarto? ¡Dios nos libre y nos agarre confesados! Al cuarto infierno iban a dar los hombres y mujeres que eran curiosos. ¡Oh, Señor!, exclamábamos, mientras Marcos reía con una risa mefistofélica. Todos éramos curiosos. ¿Qué niño o niña no es curioso? ¿Por qué la curiosidad es tan mala?, preguntábamos y Marcos respondía en automático: Ya lo dice el dicho: La curiosidad mató al gato. Nosotros quedábamos sin saber qué decir, pero Marcos abundaba: No hay hombre más terrible que el cabrón que mata a un animalito. Nosotros abríamos la boca y expulsábamos un ¡Ah!, que era un ¡ah! de admiración por todo el conocimiento que Marcos poseía, pero al mismo tiempo era un ¡ah! de temor. Nosotros no matábamos animalitos, ya nuestros papás nos habían prohibido las resorteras y habíamos olvidado la práctica de cortar las colas a las lagartijas del panteón; pero si Marcos decía que la curiosidad era la que mataba al gato, reconocíamos que más de una vez al día lo hacíamos porque la curiosidad era algo que practicábamos con emoción. Teníamos curiosidad, por ejemplo, por saber si era cierto que debajo del piso del templo de Santo Domingo corría un túnel y éste llegaba hasta el templo de la Virgen del Rosario, en Yalchivol. Mi papá decía que eso era un mito, pero el tío Rosendo juraba que él, de niño, había entrado por un subterráneo y había caminado como cien metros por ese túnel que no tenía final. El maestro Rodrigo contaba que en ese túnel, en tiempos de la guerra cristera, los frailes se escondían para que no los hallaran y si el peligro era mayor caminaban por debajo de la tierra y salían en Yalchivol donde ya les tenían preparados los caballos para que huyeran con rumbo a La Trinitaria y luego a Guatemala. Yo llegaba a la casa y le contaba a mi papá, mi papá reía, mientras sopeaba el pan en el café, y decía que no, que eso del túnel no era verdad, pero nosotros (niños al fin) seguíamos con la curiosidad y entrábamos al templo y tratábamos de sobornar a don Abelardo, que era el sacristán, pero éste nos decía lo mismo que mi papá, que todo era una patraña y que saliéramos, que fuéramos a ver si ya había puesto la cucha.
Nada sé de Japón y sin embargo la cultura japonesa me seduce. ¿Será porque Sara siempre me estaba enviando para allá? Ah, ¿imaginás mi querida Mariana si yo le hubiese hecho caso y una tarde, con la maleta de cuero, dijera a mi mamá que luego volvía porque iba a ir a Tokio?
Cuando leo alguna novela de una autora alemana (traducida al español) tengo dificultad al pronunciar los nombres de las ciudades de aquel país. ¿Por qué no tengo dificultad alguna al leer los nombres de lugares japoneses? ¿Por qué, incluso, los nombres de aquel país me suenan tan cercanos como si dijera Pamalá, Jatón, Uninajab, Islapá, Quistaj? Sé que para un occidental leer en japonés el nombre de una ciudad oriental es como entrar a una habitación en oscuras, pero ya en la traducción es como si entráramos al patio central de una casa comiteca. Ahora leo la novela “Lo bello y lo triste”, de Yasunari Kawabata, autor japonés que, en 1968 (año de la Olimpiada en México) ganó el Premio Nobel de Literatura. Ahí hay nombres de lugares japoneses y me suenan como si dijera Chacaljocom, Nicalococ, Cumpatá. Me suenan próximos a pesar de la lejanía y a pesar de que pertenecen a una cultura que está en la antípoda a la nuestra. Oí estos nombres de personajes: Otoko, Keiko, Fumiko, Oki y Taichiro. Si quisiera hacer un chiste sobado diría que el nombre de Taichiro suena chido. ¿Y los nombres de ciudades y lugares japoneses? Tokio, Kioto, Miyako, monte Arashi, puente Togetsu, parque Kameyama. Ah, qué sonoros estos nombres, casi casi como si fuesen el eco de una campana o el eco de los pasos de un caminante por un jardín de piedras, a la vera de un riachuelo de aguas limpias.
¿Recordás que de Kawabata ya leímos su novela “La casa de las bellas durmientes”? ¿Recordás que pensamos que es una novela excelsa? El pobre de García Márquez quiso hacer un homenaje a su maestro Kawabata y escribió la novela “Memoria de mis putas tristes”. Ah, pobre García Márquez, nunca lo hubiera intentado. “Memoria de mis putas tristes” es una puta memoria triste. La novela de Kawabata pareciera escrita con agua del monte Fujiyama, con pétalos de cerezos y con la cera de las velas que prenden en un templo budista. ¿La novela de García Márquez? Ay, qué pena, pareciera escrita con la pulpa de una guayaba podrida.
Armando dice que soy un irrespetuoso con la memoria de García Márquez siempre que digo que su novela de las putas tristes es una mala novela. Recuerdo entonces el respeto que los japoneses guardan a sus muertos. Kawabata dice que en los cementerios existen espacios para los muertos no llorados. Esto llamó mi atención. Luego entendí que son tumbas donde entierran a las personas que no tienen descendencia. ¿Quién llora a los que no tienen hijos ni nietos? Se me hizo un espacio sensacional porque permite a uno llevar flores a la tumba de un desconocido, con la misma intención del viejo que, en el parque, reparte granos a las palomas o de la mujer que deja una bandeja con agua sobre la banqueta para los perros callejeros. ¿De qué sirve una flor para la tumba del papá muerto? ¿De qué sirve el llanto frente a la tumba de la mamá ya desaparecida?

Posdata: Odiábamos a la tía cuando nos enviaba al quinto infierno. ¿Cómo era el castigo en ese infierno? Marcos decía que nosotros hiciéramos un contra conjuro, ¡qué enviáramos a la tía al sexto infierno! ¿Y ahí qué sucedía, cuáles eran los castigos? Marcos se hacía tacuatz y no nos decía. Nosotros pensábamos que no era bueno ser como ella. Así que una tarde propuse que si queríamos mandarla lejos, como ella nos mandaba a nosotros, la mandáramos a Japón. Todos estuvieron de acuerdo y una tarde vimos que ella preparaba maletas y desapareció de casa. Mi papá juraba que ella había ido a vivir a La Ilusión, el rancho del tío abuelo.