lunes, 29 de febrero de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA RUTINA RECIBE UNA PUÑALADA DE MUERTE





Sucede cualquier tarde de parque. La mayoría de personas está instalada en la rutina. Hay viejos que llegan al parque, se sientan y esperan a sus amigos para platicar. ¿De qué platican? Creen que platican de cosas novedosas, no se dan cuenta que platican de lo mismo. En las pláticas siempre se platica de lo mismo: cambian los personajes, los entornos y los espacios temporales, pero las historias siempre son las mismas: asesinatos, envenenamientos, ahorcados, casamientos, quince años, graduaciones, bautizos, guerras, amores, amoríos, enfermedades y demás vainas manchadas con carbón.
Quienes son lectores saben que las historias que suceden en Comitán ya han sucedido mil veces en muchas novelas y en muchos cuentos. Quienes son aficionados al cine, al buen cine, al cine de arte, reconocen que las historias familiares y vecinales ya han sido mostradas en las pantallas, porque, la historia de Adán y Eva se repite a cada rato, porque a cada rato vemos a papás engorilados expulsando de sus casas a las hijas que ya salieron con su domingo siete.
Por eso, lo que sucede en el parque también no tiene novedad alguna. Los niños corren, las palomas se posan en la fuente; las niñas comen cáscaras con elote encima y abren la boca como si se ahogaran a mitad del mar cuando el polvojuan está picante. En los parques el sol se acuesta como si fuese turista en Acapulco y poco a poco cede a la modorra que se instala en el parque al atardecer y si no se duerme y olvida ocultarse detrás de las montañas es por la alharaca de los pájaros que buscan resguardo en las frondas de los pinos.
Por eso, de pronto la presencia de dos jóvenes sorprende, porque ellos no caminan como lo hace la mayoría que camina de prisa para llegar a casa, a comprar el pan, para acudir a tiempo a la cita en el café o para ir a misa. Estos dos jóvenes (nadie podrá precisar el instante en que la flama apareció ni por qué) caminaban como los demás y de pronto él, el muchacho de tenis blancos y cabello pintado con color remolacha, se paró. Ella (la niña bonita del bolso amarillo, con la cinta cruzada a mitad de su pecho inspirado con la blusa roja) también se paró y lo vio, con una sonrisa de cielo iluminado en naranjas y amarillos, porque ya el sol estaba a punto de ocultarse. Se pararon casi en el inicio de la rampa de discapacitados del palacio municipal. No se sabe si esta casualidad fue la que motivó a que él la tomara de la mano y, como si escuchara una música, la jalara hacia sí y comenzara a bailar ahí, en pleno parque, cerca de la rampa, donde otro muchacho caminaba en dirección contraria. La niña bonita, la del pantalón ajustado y botines de color negro, se dejó guiar, casi casi como si escuchara la misma tonada que el muchacho escuchaba en su interior. Quienes estaban sentados en las bancas metálicas del frente del palacio municipal dejaron de platicar, así como de observar lo que de cotidiano veían y concentraron sus miradas en la pareja que bailaba, que movía los pies con una precisión de relojero suizo. El muchacho, de playera azul, y la niña bonita, de cabello con una diadema trenzada, bailaban como si estuviesen en un salón de baile de algún palacio europeo, pero quebraban las reglas porque no bailaban el vals que la orquesta ejecutaba sino que bailaban algo más cercano a este trópico. Los nobles ponían caras de enfado, pero, poco a poco, las cambiaban y, en lugar de caras de esculturas de piedra de jardines de Versalles, adoptaban rostros de colibríes libando miel en los alcatraces de un jardín comiteco. Porque, ¡ah, qué maravilla!, los muchachos seguían bailando. Él hacía un resorte con su brazo y ella, muchacha de aire, pasaba por debajo del brazo de él, como si fuese un barco pasando debajo del Pont des Arts, sobre el Sena. Los niños y niñas que jugaban y corrían en el parque dejaron de hacerlo, dos de ellos se sentaron en el piso de laja y vieron como los muchachos danzaban. Casi casi todo se puso en silencio, incluso la alharaca de los pájaros se detuvo por un instante, como si el instante quisiera adivinar de dónde provenía la música que ellos escuchaban y que nadie más oía.
Todo mundo gozaba el goce de ellos. Sólo la rutina boqueaba, porque (¡Bendito Dios!) había recibido una puñalada a mitad de su pecho y ahí, donde por lo regular crece el zacate del hastío, crecía una flor del mismo color de los labios de la muchacha bonita.