domingo, 7 de febrero de 2016

CUBA, ME HACE FALTA




Desperté con esa sensación. Abrí los ojos y pensé: Cuba, me hace falta. Si esto se lo contara a Quique diría: “Te lo dije, buey, te hace falta echar trago” y trataría de convencerme de que fuéramos a La Casona y pidiéramos una charola con chicharrón de hebra; longanizas, estilo Teopisca; picles; pellizcadas; tostadas de manteca; cebollas asadas; frijoles refritos, con queso y chile de Simojovel; costillas; patitas en vinagre; chorizos y butifarra. Esto como mero pretexto para resbalarnos dos o tres cubas libres. Pero, por eso, abrí los ojos y pensé: Cuba, me hace falta; la Cuba libre, la que un día amaneció con el puño levantado, comandado por un grupo de barbones irrespetuosos que le habían quitado el peluquín a Batista.
Pero, ¿cómo me hace falta Cuba, si yo nada sé de esa Cuba que acabo de mencionar líneas arriba? Ya he contado que varios compañeros de mi generación, en los años setenta, tenían carteles del Che pegados en las paredes de sus cuartos y hablaban de que allá los revolucionarios habían logrado la utopía de implantar el Socialismo y que nosotros (es decir, México) estábamos jodidos porque seguíamos oliendo el trasero de Estados Unidos (unos iban más allá y decían que éramos el trasero de los gringos y que por eso (¡qué asco!) el país olía a lo que olía). ¿Qué dirían esos compas del hedor actual? Dirían: ¿Vieron? Nosotros lo advertimos a tiempo. Pero eso lo decían ellos, porque yo, de veras, ni sabía dónde estaba Cuba, ni sabía nada de Fidel, de Batista, de Bahía de Cochinos. Yo leía revistas de monitos (Memín, Kalimán, Chanoc…) y libros de la Colección Básica, de Salvat. Ahora, con justa razón, ellos, los compañeros que tenían al Che en el frente de las playeras y soñaban con ir a Cuba para integrarse a las brigadas que, años después, harían de ese país un país sin analfabetas, podrían decirme que yo vivía en una burbuja, alejado de la realidad. Concluirían: Por gente como vos es que estamos como estamos.
Sí, perdón, nunca fui como ellos. Cuba comenzó a brotar en mí como una isla emergiendo a mitad del mar en el instante en que llegó una Antología del Cuento Cubano y (perdón) más que el olor de la Revolución me deslumbró el aroma de sus calles, de esas calles donde, aún, transitan autos de los años sesenta, porque allá nada de que cambio carro cada año y de que estoy pendiente del nuevo modelo 2016. Allá, la gente hace fila en la Nevería Coppelia y se sienta frente a una mesa al aire libre donde (es inevitable, y qué bueno), como en el cuento de Senel Paz: “El lobo, el bosque y el hombre bueno”, un marica se sienta a tomar helado con una cuchara pequeña y da gritos como de ardilla encaramada en un pino cuando se topa con una fresa, porque los helados de fresa y de chocolate (dicen) son los más solicitados en esa heladería que prepara las nieves más sabrosas del mundo. Tan es así que todo mundo dice: “Cambio mi reino por quince minutos de gloria”, ya que quince minutos es, más o menos, el tiempo en que un goloso termina la copa de helado.
Amanecí sudando y tal vez ese sudor, como si fuese un botón en mi memoria, me envió a Varadero a sentarme debajo de una palmera y ver, en ese horizonte que une el azul del mar con el del cielo, a las jineteras que, al caminar, mueven sus culitos como si las olas fuesen bongós y el viento las tocara en un ritmo afroantillano que sabe a sal, a sol y a rumba.
Desperté con la sensación de que Cuba me hacía falta. Tal vez me hace falta volver al librero, como si volviera al malecón de La Habana, para sentarme y ver la puesta de sol, mientras niños morenos y colochos juegan en la arena. Tal vez me hace falta volver a leer “Viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier, o “Paradiso”, de José Lezama Lima (viejo panzón, que tanto amó Julio Cortázar, quien tanto amó a Cuba); tal vez hace falta que me siente en una banca del parque central de Comitán y lea en voz alta un poema de Dulce María Loynaz (el libro que me obsequió mi amiga Paloma y que es una edición cubana); tal vez debo subirme a un colectivo (imaginando que me subo a una guagua) y, como si fuese uno de esos muchachos que suben con una guitarra y cantan para luego pedir una moneda, sostenerme en un tubo y leer el poema de Eliseo Alberto que, en su parte final, dice así: “… no poseyendo más / entre cielo y tierra que / mi memoria, que este tiempo; / decido hacer mi testamento. / Es este: / les dejo / el tiempo, todo el tiempo”.
Y, aunque no lo creyeran aquéllos que soñaron con Cuba en los años setenta y que me conocieron, un día me fui de Comitán dispuesto a llegar a La Habana. Pensé que, antes de morir debía conocer esa tierra donde había vivido ese escritor enorme llamado Ernest Hemingway, sólo para decir que “Cuba era una fiesta”. Cuando Sergio Pitol (otro enorme escritor) se enteró, me dijo: “Ahí está tu libro”, en el viaje a Cuba pepenaría un libro.
No alcancé a llegar. Cuando vine a ver no pasé de Chacaljocom. Volví a mi tierra. Cuba se diluyó como se desintegra el cubo de hielo en los vasos. Por eso, si Quique se enterara dijera: “Dejá de escribir boberas, vonós a meternos una”. Una cuba, una cuba libre, ¡una Cuba Libre! Beber un ron, un mojito, en nombre de Italo Calvino y su novela “Si una noche de invierno un viajero”.