viernes, 19 de febrero de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY UN CANAL




El canal es visible. Un puente de cemento lo remarca. Aun cuando no hay autos se intuye que la orilla cercana es una calle y la orilla distante es la acera por donde la gente camina. Acá, bueno se da en muchas partes, en el lugar donde los autos corren, camina un muchacho.
Los lectores no pueden saberlo, pero el muchacho (con uniforme escolar y zapatos blancos) no dobló en el puente y cruzó, siguió caminando por el arroyo vehicular, como si fuese una bicicleta o una moto.
Este texto no tiene la pretensión de dar moralejas; de decir que acá están los opuestos de la vida bien establecidos; no se trata de decir que el estudiante se comporta de manera equivocada; ni se trata de decir que el niño hace el acto más generoso del mundo y sacar por conclusión que los mayores se equivocan y que los niños, con su bastón inocente, son los que cobijan el copón de la esperanza.
No, este texto (como todas las Arenillas) sólo tiene la pretensión de remarcar los elementos que, de tan cotidianos, luego no se observan con atención. Por ejemplo, acá se advierte un árbol que ha sido podado, de tal manera que parece un soldado de esos con corte de pelo al casquete. Es un árbol que ya perdió la lozanía y el rostro juvenil, se nota cansado. Tal vez por contraste, entonces, la imagen del niño que carga a su perro se magnifica, porque ese niño, a pesar del peso del animal, va feliz, carga a su mascota como si cargara el carrito de plástico o la pelota de hule para llegar a jugar.
¿Ya advirtieron cómo los árboles del fondo sí tienen hojas? El árbol del frente, el que está sobre la banqueta está triste, debe ser porque en algún momento alguien no tuvo el cuidado de respetar su espacio, de no dejarle (cuando menos) una circunferencia que pudiera darle respiración. Se quedó sin brazos, trunco. Los constructores (los de siempre) llegaron y echaron el cemento con la misma imprudencia con que se queda dormido el borracho. Pobre árbol, qué pena, quedó ahogado, prisionero en su propia libertad. Lo rescatable de esta imagen es el aire que rodea al niño que carga al perro. El escolar va con la mirada al frente y con la frente llena de nubes un poco grises. Algo le preocupa, camina como si fuese un vagón de tren lleno de vacas; en cambio, el niño (sin zapatos, con una chamarra desleída) lleva una sonrisa en su cara, no piensa en problema alguno, disfruta cargar al perro que, igual, como si fuese un papalote, va con las patitas alzadas y se deja conducir por el hilo que el niño jala. ¿Ya vieron el tamaño del perro? ¿El tamaño del niño? El niño se sabe fuerte y el perro se reconoce pichito y se deja consentir. ¡Ah, si todo mundo fuera como este niño, el mundo fuera más rostro de ángel!
La plancha de cemento que funciona como puente de nada le sirvió al escolar, lo ignoró, no pasó a la otra orilla. Cualquiera podría pensar que no supo que en la otra orilla estaba la vida encaramada en los brazos del niño descalzo. Si el escolar, en los próximos dos o tres años, no se da cuenta de que el puente está puesto para que él pase del otro lado y camine sobre la banqueta, puede suceder que ya nunca lo haga, que sea como esos hombres que caminan de un lugar a otro en los extremos de una carretera, expuestos a sufrir un accidente, porque se sabe que los automovilistas se creen dueños de esos espacios.
Todo en la fotografía pareciera miserable, el paso lento y cansado del escolar, el árbol soldado triste, las ventanas canceladas con hojas de lámina, la parrilla desnuda que no tiene pollo alguno, la reja de plástico sin refrescos, la ventana del estanquillo sin clientes ni moscas, el tubo de desagüe que nada desagua, ni siquiera el vacío. Todo es una imagen falsa, porque ni siquiera el canal cumple con su vocación: la de llevar agua. Todo es como plano. Si algo salva esta imagen tan llena de polvo es la imagen del niño que carga al perro, es la del perro que viaja como si volara en una nube.
El niño caminaba, acezando, pujando, diciendo: “Ya vamos a llegar, Pilo”. Y Pilo parecía sonreír, parecía un chupamirto aleteando como si fuese hijo del viento. Y llegó el momento en que el niño del perro (a pesar de la carga) superó al escolar que seguía con su paso cansino.
Estos textos no dan moralejas, nunca dicen que tal vez la plenitud es la actitud y que los niños descalzos debieran tener un mejor destino, ser hijos del aire y volar papalotes por lo ancho del universo.