lunes, 1 de febrero de 2016

PARA LOS QUE NO ENTIENDEN




¿Puede el mundo detener su marcha un instante? Sólo un instante. Sucede que daré a conocer un descubrimiento. Un descubrimiento que a mí me ha resuelto casi el noventa por ciento de mis problemas de vida. Es posible que a algún lector de esta Arenilla pueda serle útil. Pido, entonces, que el mundo detenga su marcha un instante.
Durante años y años busqué la solución a un problema ingente: ¿Cómo ir al parque central a leer y evitar que alguien se acerque a platicar conmigo? Siempre he puesto el ejemplo de que los futbolistas no los interrumpen a la hora que practican su juego. Nadie (sólo eso faltaba) se baja a la cancha y se pone a dialogar con el jugador. ¿Por qué, entonces, cualquier hijo de vecino se atreve a interrumpir a los lectores? He visto decenas de casos en los que una persona lee y otra persona se acerca, se sienta a su lado y se pone a platicar con la mayor irreverencia y el menor pudor por haber interrumpido uno de los actos más sublimes. Antier mismo, mientras en un salón la gente se divertía en una comida celebratoria, yo me senté afuera y leí. Un compañero de trabajo se acercó y me dijo: “¿Por qué estás acá tan aburrido?”. ¿Qué podía argumentar? ¡Nada! Jamás entendería que mi decisión es celebrar la vida a través de la lectura y que si (perdón) elegí estar leyendo en lugar de estar en la comida es porque (perdón, de nuevo) me hace más feliz lo primero que lo segundo.
Me gusta ir al parque central a leer, pero debo buscar una de las bancas del interior, para que los árboles circundantes ayuden a camuflarme, porque sé que los “sinquehacer” son como los testigos de Jehová: siempre están en busca de una víctima.
Es un defecto cultural. Lo entiendo. En un país que sacraliza el fútbol soccer e ignora el hábito de la lectura; en un país donde millones y millones de habitantes destinan su domingo a ver o jugar el juego de la patada, es de la ídem reconocer que pocos millones leen. ¿Cómo entonces pedir que algún conocido que me ve leer en el parque respete mi intimidad? Ayer, después que el compañero de trabajo me hizo el comentario pensé que debía colocar algo que le hiciera saber al otro que estoy ocupado y que si él no tiene algo qué hacer que vaya a hacerlo a otro lado. De pronto, los dioses del Olimpo me iluminaron. ¡Claro! ¡Un letrero luminoso, similar al que usan los taxistas para indicar que están libres u ocupados! Así que, durante toda la tarde, confeccioné dos letreros con bordes luminosos que indican ¡Libre u ocupado! Ayer, en la tarde, fui al parque central, busqué una banca (ya no en la periferia), me senté, abrí el libro (“Noticias del Imperio”, de Fernando del Paso), estiré las piernas y comencé a disfrutar. Dos minutos habían transcurrido cuando asomó el primer “amigo” solidario. “¡Cómo estás!”, dijo. Accioné el botón y prendí el letrero de “Ocupado”. No estoy libre, dije y seguí leyendo. Él dudó, se sentó a mi lado, pero ya no dijo algo más. Sacó un cigarro y lo prendió. No soporto el humo del cigarro, así que me paré, le di la mano y le dije que había sido un privilegio saludarlo. Caminé y me senté dos bancas más allá. Sé que este “amigo”, a partir de ese instante, me odiará hasta el infinito. Lo siento mucho. Cuando se acercó el segundo “amigo”, antes de que dijera algo, prendí el anuncio de “Ocupado”. Vi que se paró en seco y dio media vuelta. ¡Vaya, por fin, un entendido! A partir de ese momento ya no tuve interrupción alguna. Algunos caminaban por ahí, pero cuando veían el letrero de “Ocupado”, brillando con tal intensidad, torcían su camino. Disfruté mi lectura. Creo que poco a poco las personas irán aprendiendo que los letreros personales indican la disponibilidad o no. Cuando cerré el libro y ya estaba a punto de caminar hacia la casa pensé que debía hacer otra prueba, di vueltas por el parque y cuando vi a dos muchachas bonitas venir hacia mí, prendí el letrero de “Libre”, las dos chicas sonrieron y una de ellas preguntó: “¿De verdad está libre?”. Sí, dije, ¿las llevo a algún lado? El vuelo de las cinco con cincuenta y ocho (esa hora marcaba el reloj de la presidencia) lleva, sin escalas, al México que vivió la Emperatriz Carlota. ¿Ustedes saben cómo murió Maximiliano de Habsburgo? Las dos titubearon. Dije que lo asesinaron en el Cerro de las Campanas. En cuanto lo dije comenzaron a sonar las campanas del templo de Santo Domingo, en el tercer repique para misa. ¿Escuchan?, dije, y ellas, como si las escucharan por primera vez, levantaron sus cabezas como si fueran canarios. ¡Ah, qué maravilla de descubrimiento! ¿A poco no? Entonces, ya a punto de entrar en confianza con ellas, apagué el letrero de “Libre” y prendí el de “Ocupado”. Adiós, dije. Cuando di la vuelta alcancé a escuchar: “Simpático el viejito, ¿verdad?”. Ya no escuché lo que dijo la otra. Espero que nada haya dicho, porque era la más simpática y era la que se mordía el labio inferior mientras me veía. ¿Cuántos años tenía? Le calculé veintitrés o veinticuatro. ¡Bonita! Tal vez algún día vuelva a topármela en el parque, de inmediato prenderé el letrero de “Libre”, ellas se acordará y, muy probablemente, me aborde. Sé que disfrutará el viaje.
Gracias, mundo, ahora puedes seguir tu marcha.