sábado, 30 de julio de 2016

CARTA A MARIANA, EN BLANCO Y NEGRO





Querida Mariana: ¿Sabés cuál es el pasatiempo favorito de tío Chano? ¡No, no! Toma cerveza todos los días, pero eso no es su pasatiempo, eso es como su oficio. Su pasatiempo es ver fotografías. Todas las tardes (ya con su dotación de dos caguamas entre pecho y espalda) saca una silla al corredor y sobre la mesa de madera deja los álbumes que ha ido conservando a través de sus setenta y dos años de vida.
Antes no todo mundo podía tomarse una fotografía, porque o no tenían paga para ir a un estudio fotográfico o no tenían paga para comprar una cámara y revelar el rollo.
Antes, mi querida niña, era una odisea el proceso de revelado de un rollo. Yo tuve una cámara que mi papá me regaló, era una cámara muy modesta (marca kodak). Mi papá me la obsequió una mañana que, con mi mamá, fui a La Trinitaria. Mi mamá y yo esperábamos el camión en la esquina donde ahora está la Casa de la Cultura, cuando mi papá llegó casi corriendo y me entregó una cajita que abrí y descubrí, asombrado y contento, que era una cámara. La había comprado en la “Tocris”, que era una relojería que atendía don Polo Torres, cuyo local estaba al lado del Hotel Delfín; es decir, frente al parque central. Mi papá me ayudó a colocar el rollo de doce exposiciones (sí, mi niña, los rollos que podían comprarse tenían doce exposiciones o veinticuatro o treinta y seis, ¡no más! Hoy, cualquier persona con su celular toma cientos de fotos). Mi papá abrió una ventanita que el chunche tenía en la parte posterior, colocó el rollo y dijo ¡listo! Me recomendó que no abriera la ventanita. Lo único que debía hacer era tomar la primera foto, darle vuelta a una palanquita (que servía para enrollar la película) y cuando hiciera un ¡trac! significaba que la otra toma estaba lista. Debía recordar que el rollo sólo brindaba posibilidad para tomar doce fotografías. En otra ventanita, muy pequeña, la cámara mostraba qué número de exposición estaba lista. Cuando llegara el número doce debía guardar la cámara y, al regresar a casa, entregarla a mi papá para que él sacara el rollo y lo llevara a revelar con don Polo Torres o con el maestro Hermilo Vives Werner.
En ese momento llegó el camión (debe haber sido el más viejo de los que aún siguen yendo de Comitán a Trinitaria y viceversa, el más joven de ese tiempo). Mi mamá y yo subimos. Dirás que es una bobera, pero yo iba fascinado, primero porque viajaría con mi mamá y luego por tener entre mis manos ese objeto que era casi mágico, porque permitía congelar los instantes de vida. Era fascinante ver cómo en un cuadro de papel estaba una imagen que daba constancia de la permanencia de los amigos, los parientes, mi papá y mi mamá. Era maravilloso sacar las fotos reveladas del sobre y mirar con los amigos el monte de arena sobre el que estábamos. Pepe reía porque todavía se miraba la huella de sus nalgas donde se había dado un sentón; Alfredo señalaba el papel y decía que le daba mucha risa su cara (sí, su cara parecía la del jorobado de Nuestra Señora, porque uno de sus ojos estaba cerrado y el otro muy abierto). Todo era un canto a la vida. Era bonito cuando todos estábamos vivos. Ahora, la otra tarde, el tío Chano me llamó y me dijo que me sentara a su lado. “Mirá -dijo- acá estás”, y sí, ahí en esa foto estaba yo, y en esa foto también estaba tía Chilita y ahora, Dios mío, la tía ya no está. En la foto está como estaba aquella tarde de diciembre. Tiene el chal sobre su cabeza, entre las manos lleva el niño Dios, porque esa tarde iba a “nacer”. Chayito carga una muñeca que ya casi no tiene cabello, casi casi está pelona (era la muñeca que el Viejito de la Nochebuena le había dejado la navidad anterior). La tía Chilita sonríe, con una sonrisa de tiuca. Se le alcanza a ver el hueco que tenía entre los dientes centrales y que hacía que cada vez que hablaba el viento saliera como si fuera una olla de presión. El niño Dios está encuerado. En una silla, al lado de la tía, se alcanza a ver un gancho y un bollo de estambre delgado, con los que la tía tejía el vestido que en la sentada del niño le colocaría. Porque el mundo tiene sus rituales: cuando el niño nace apenas muestra el calzón que siempre trae la imagen y ya cuando es la sentada todo mundo lo viste y sirve mistela en pequeños vasitos de cristal y ofrece los “pañalitos” regados con miel o con temperante (en Comitán llamamos pañalitos a las hojuelas). Sí, dije al tío, acá estoy y me señalé. Vi que mi tío se limpiaba los ojos con una mano. Tal vez él, igual que yo, pensaba que la vida es triste, porque cuando vemos fotografías antiguas algunos que ahí aparecen ya no están. Ver fotografías recientes es muy bonito, porque siempre (bueno, casi siempre) los que ahí aparecen aún siguen trepando a los árboles, jugando a los carritos, bebiendo cerveza, bailando a la hora que la marimba toca.
Ir a la Trinitaria era un viaje maravilloso. Pegaba mi cara al cristal de la ventanilla y miraba las casas de tejamanil, los árboles llenos de pájaros, los pastizales donde pacían las vacas y toros. Me encantaba el momento en que llegábamos a San Rafael (donde ahora está la planta de gas) y advertía cómo el viento jugaba entre los pinos que formaban un bosque encantado. Como has de imaginar, querida niña, la carretera era de dos carriles (no era tan ancha como lo es ahora). El camión avanzaba despacio y tosía como si tuviera tuberculosis. De vez en vez se detenía porque una señora con dos bolsas de arpillera bajaba y daba gracias al chofer. Éste le pedía a la señora que empujara la puerta, porque el mecanismo que la abría y cerraba ya no funcionaba bien. Mi mamá decía que era porque le faltaba grasa, pero yo reía, porque pensaba: qué iba a saber mi mamá de grasas. Ella sabía (sabe) de estambres y de ganchos y ganchillos. Mi mamá se ha pasado no sé cuántos años de su vida en medio de estambres, ella es muy linda, ahora, a sus ochenta y seis años de edad, imparte un curso de tejido en el geriátrico de Comitán, un curso de verano. Me da gusto que, en lugar de estar recluida en el geriátrico, ella es maestra y todas las tardes regresa a casa donde, ¡bendito Dios!, mientras ve la televisión sigue haciendo labores de tejido que luego vende. Cada año, el primer día, vamos a la Trinitaria y ella entra al templo del Padre Eterno, da gracias por el año concluido y pide la bendición para el nuevo.
En aquella ocasión, después de un viaje prodigioso, bajamos en el parque. Yo, como si fuese un turista japonés frente a la Torre Eiffel, hice mi primera toma fotográfica: la fachada del templo. Le di vuelta a la palanquita y miré que, en la ventanita, apareció una línea horizontal y, al dar la otra vuelta, apareció el número dos. Como mi papá había dicho el rollo estaba preparado para la segunda toma. Le dije a mi mamá que camináramos hacia donde estaba la biblioteca (donde ahora está la plaza del palacio), ella sonrió y yo tomé la otra foto. ¡Ah!, era tan sencillo ser fotógrafo. Imaginé que cuando el rollo estuviera revelado, a la hora de la cena llamaría a mis papás, a Sara (que era la sirvienta que dormía en casa y que casi era de la familia) y a Víctor (hijo de Sara) para que yo les enseñara cada fotografía que daba cuenta del viaje que habíamos realizado mi mamá y yo. Y supe que ellos sonreirían y que, como cada vez que alguien ve fotografías, viajarían tantito a nuestro lado. Víctor preguntaría si había subido a un árbol y yo no dudaría en decirle que sí, pero que como mi mamá no sabía tomar fotografías no había quedado constancia, porque no todo mundo podía tomar fotografías. Mi mamá es muy lista para hacer chalecos, cuellos, manteles y colchas que cubren las camas, pero no sabe de fotografía, no sabe como sí sé yo, porque yo, desde que tuve ocho años tuve una pequeña kodak.
Como mi mamá tardaba mucho en sus rezos, le dije que saldría al parque a tomar más fotos. Ella dijo que estaba bien, me recomendó que no caminara más allá del parque. Yo lo prometí. Bajé los escalones y caminé por el parque. En la manzana frente al templo había una tienda donde una señora con canasto ofrecía chayotes. Yo, como si ya advirtiera que un día todo eso sería historia, tomé mi cámara y como si fuese yo un fotorreportero del periódico Excélsior (el periódico mexicano más importante de ese tiempo) inmortalicé la imagen de aquella mujer. (Esa manzana ahora ya no existe. Lo mismo que en Comitán la demolieron para ampliar el parque.)
Tomé muchas fotografías. En menos de diez minutos vi que la ventanita mostraba el número doce. Eso significa que el rollo ya había terminado. ¿Qué me había recomendado mi papá?

Posdata: Ya has de imaginar el resultado de esta aventura, mi niña. Regresamos a Comitán. Mi papá preguntó cómo nos había ido, mientras tomábamos la limonada con hielo que Sara nos ofrecía. Mi mamá contó y yo, atolondrado, emocionado, conté todo lo que había visto y lo que había imaginado. ¿Tomaste muchas fotos?, preguntó mi papá y yo, casi saltando, dije que sí, que había tomado muchas, bueno, doce. Metí mi mano en la bolsa del pantalón y le di el rollo. Veinte días después, mi papá me dijo que el rollo se había velado.
Todas las tardes, el tío toma dos caguamas y luego se sienta en el corredor de la casa y mira fotografías antiguas donde está la tía Chilita y Eugenio, el hijo que se le murió en un accidente de camión. Alguna tarde él también será solo recuerdo en fotografía. La vida es bonita, pero también, muchas veces, es muy triste. Y de la belleza y de la miseria, las fotografías dan cuenta.