lunes, 19 de diciembre de 2016

A MITAD DE UN PORTAL




Claudia y yo jugábamos. Ella doblaba los dedos de su mano derecha y los hacía como carrizo. Decía: “Es el catalejo del capitán Berdejo” (gracias a Dios no hacía la rima con otra palabra). Y miraba a través de sus dedos. Movía su mano de un lado a otro, como si, en efecto, estuviera en la proa de un barco y buscara alguna señal de tierra o de barco enemigo.
El otro día fui a Venustiano Carranza y recordé el juego de Claudia, porque estaba en la calle donde ponen el mercado y miré que al fondo, muy al fondo, había un templo encaramado en la montaña. Con mi mano derecha formé el catalejo del capitán Berdejo y miré a través de él. Todo mundo sabe que al formar un carrizo con la mano y poner el ojo en un extremo puede acercarse lo que está lejos y los objetos se observan con mayor nitidez. Pero no veía bien, un objeto interrumpía el camino de mi mirada. Dejé de usar el catalejo y vi que, de un lado a otro de la calle, había un lazo tendido que sostenía una serie de banderitas plásticas, verdes, azules, amarillas y rojas. Las banderitas estaban caladas, imitando los pliegos de papel picado que antes se colocaban en las celebraciones más importantes de los pueblos de Chiapas. Caminé cinco o seis pasos, entre los puestos del mercado y la gente que se inclinaba ante las mesas para elegir los alfeñiques, las naranjas, las mandarinas, los manteles bordados o los racimos de guineos. Lo hice para que las banderitas no interrumpieran mi mirada, pero al hacerlo leí el mensaje que tenían esos pliegos plásticos. En tres líneas caladas se leía lo siguiente: “40 años. Los Portales”. Mi mirada, como si siguiera estando detrás del catalejo del capitán Berdejo, se desplazó intuitiva a la izquierda y descubrió que encima de un puesto de tacos que estaba sobre la banqueta, había un letrero: “Los Portales”. Me acerqué a la mujer que cortaba cebolla sobre una tabla de madera, llena de grasa, y le pregunté cuándo era la celebración de los cuarenta años. Ella dejó de cortar, se limpió las manos en el mandil a cuadros y dijo que el patrón podía darme informes y señaló al fondo del local, donde un hombre cortaba unos papeles con una tijera. Caminé por en medio de varias mesas y llegué hasta una barra donde, sin duda, preparan bebidas y licuados. Saludé. El señor me vio y respondió a mi saludo, lo hizo con una ligera sonrisa. Me sentí en confianza. Le pregunté entonces acerca del festejo de los cuarenta años. Él intuyó (así lo pensé) que yo no era cliente habitual ni habitante de la región, por lo que (no sé por qué) como si fuera una pared con una ventana, el hombre se abrió y me dijo: “Tenemos un año y meses en este local. El anterior se quemó cuando quemaron la presidencia municipal”, y, dejando de cortar los papeles, dijo que por eso se llama Los Portales, porque antes estaba en los portales frente al parque central. Hizo una pausa. Dijo que había perdido mucho y que nadie había escuchado sus reclamos. Yo, sorprendido con la historia, puse mis manos en el respaldo de una silla, como si buscara apoyo, y pregunté si alguien se había hecho responsable del acto incendiario, ¿alguien había respondido por las pérdidas? El hombre tomó la tijera y como si cortara el aire abrió y cerró las cuchillas con fuerza. Dijo que nadie se responsabilizó. Metió oficios a la presidencia, pero no hubo respuesta. Al ver su rostro perturbado dejé de preguntar. Deseaba saber qué organización había quemado la presidencia y su negocio, pero me pareció un abuso echar más lumbre en la brasa. Le extendí la mano, agradecí que me hubiera atendido y cuando me dio la mano lo felicité, le dije que le deseaba muchos éxitos en los próximos cuarenta años de la taquería Los Portales. Cuando salí miré que la mujer volvía a su labor de cortar cebolla. Mientras estuve con el patrón, ella no dejó de mirarnos. Fue como si estuviera atenta a lo que sucediera.
En la salida encontré a mi mamá comprando alfeñiques. Pensé que, ojalá, los próximos cuarenta de Los Portales sean benignos, que el único fuego que exista sea el que prende la mujer en la taquera, para cocer la carne.
Ya a mitad de la calle doblé los dedos de mi mano, hice el catalejo de Berdejo y miré hacia la montaña, ahí donde está un templo construido hace muchos, muchos años. Recordé que estaba en la prodigiosa Bartolomé de Los Llanos.