miércoles, 28 de diciembre de 2016

FINA COMO ARENA, DULCE COMO MADRUGADA





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como la maicena y mujeres que son como un dulce de panela.
La mujer maicena, como su nombre lo indica, es muy fina, no tiene grumos. Su piel es tersa, delicada. Por eso, su pensamiento, de igual manera, es discreto, como si un terrón de ideas pasara por un colador de Vía Láctea.
Uno puede hallar una mujer maicena en una librería, en un bar o en un parque en tardes de llovizna. Cada una de éstas tiene un rasgo especial, las que frecuentan librerías tienen la piel translúcida, como de poema para corazones cobardes; las que acuden a bares siempre dejan su cabello sin peinarse, dejan que los fiambres de su cabeza se descuelguen como si fueran de esas líneas que dibujan los niños en el pizarrón de la escuela. ¿Y la mujer maicena que pasea por los parques en tardes aguadas? Esta mujer tiene ojos de otoño, mujer que queda con el alma sin hojas, sin ojos.
Ella tiene una memoria endeble, trata de recordar los momentos más sublimes de su vida, pero apenas recuerda el bolero que bailó una tarde en aquel bar donde su primer novio le prometió fidelidad absoluta; apenas tiene capacidad para recordar el color de la mesa donde jugaba con su muñeca la tarde en que su papá abandonó la casa y las dejó solas, a ella y a su mamá; apenas recuerda el sabor de la piel del hombre que no quiso acostarse con ella, porque ella tenía dieciséis años; apenas recuerda la promesa de que volviera cuando cumpliera los dieciocho; apenas sabe cómo es el ruido que hace la cama a la hora que ella se acuesta sola y cuál el ruido que hace la cama cuando un hombre se recuesta a su lado y la penetra.
Muchas personas se confunden. Creen que la mujer maicena no sirve más que para hacer un atole o para hacer engrudo. ¡No es cierto! La mujer maicena es una mujer que gusta de sentarse en los cafés al aire libre; le satisface leer aquel poema de Cavafis que empieza así: “En estas oscuras piezas, donde paso días agobiantes, voy y vuelo arriba abajo para hallar las ventanas”. Y le satisface decir este poema en instantes no comunes: en medio de un vuelo o en la hora que el niño juega con ella.
No es cierto que la mujer maicena sólo sirva para hacer atole; ellas se riega en medio de la luz como si fuera una cascada de pétalos; llueve como si fuera un aire tibio a la hora del ayuno; suena como si su mano fuera un teclado de marimba. La mujer maicena es como un rayo de luz que corta la oscuridad del cuarto. No tiene una edad definida, es como una calle que sueña con ser puerto.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: Mujeres que son como un cocodrilo a mitad del río, y mujeres que son como el llanto que no se desprende del ojo.