jueves, 8 de diciembre de 2016
NO HAY PEOR VILLA QUE CUANDO VILLA LUCHA
El cartel del Cine Comitán anunciaba “Amanecí en tus brazos”. Lucha Villa había hecho famosa la canción, de José Alfredo Jiménez, y ahora ella actuaba en la película. Javier, mientras tomábamos una nieve sentados en una banca del parque central, me preguntó si iríamos a ver la cinta. Estudiábamos primero de secundaria, en la escuela del padre. El padre, había dicho, en misa del domingo, que tal película era para adolescentes y adultos y nosotros seguíamos siendo considerados niños.
En las vidrieras del cine estaban pegados los carteles publicitarios. En letras grandes el título, los actores (recuerdo a la Lucha y a Fernando Casanova), pero lo más grande era la imagen donde aparecía la actriz y cantante recostada sobre una cama, cubierta con una sábana (con florecitas azules) que apenas le cubría los pechos, el abdomen y el pubis, pero dejaba al descubierto un par de muslos que eran como anuncio de carnicería de primera. Ella, con los ojos cerrados, se tocaba el cuello con ambas manos. Se advertía que el fotógrafo le había dicho: “Cierra los ojos y acaríciate, para que todos tus fanáticos tengan sueños húmedos”. Y nosotros, Javier y yo, junto con miles y miles de espectadores, éramos fanáticos de Lucha y pensábamos que la mejor lucha era la Villa. A mí me gustaba su voz ronquita y sensual. Esa canción de José Alfredo era todo un éxito: “Amanecí otra vez entre tus brazos y desperté llorando de alegría…”. La pareja de la que habla la canción (si no mal recuerdo) se pasa todo el día en la cama y cuando llega la noche y entra la luna a la recámara, ella dice: “Yo me volví a meter entre tus brazos” (como si él fuera su casa, el hogar). Cuando él quiere decirle algo, ella le calla la boca con sus besos, “y así pasaron muchas, muchas horas”. Don José Alfredo sintetiza horas y horas de amor, de amor bonito, sabroso, chingüengüenchón.
¡No! No dejarían entrar. En otro fotograma del cartel aparecía una foto donde el bienaventurado y suertudo de Casanova (nunca tan bien puesto el apellido) deja que la Villa “se meta entre sus brazos”. Los dos están desnudos y cubiertos con la famosa sábana, se besan. Esas imágenes eran candentes para dos estudiantes de secundaria de los años sesenta, cuando el padre Carlos daba a conocer la clasificación de las películas y nosotros sólo estábamos autorizados a ver las de clasificación A. Las B eran ya para los mayores y las de clasificación C, sólo para adultos, muy adultos.
No sé cómo, pero logramos colarnos al cine. Entramos a la hora que la película había comenzado, así que no tuvimos mayor problema en pasar desapercibidos, pero cometimos un error: no salimos antes del final. Nos quedamos a ver la otra película y cuando se prendió la luz del intermedio, supimos que estábamos expuestos a las miradas de los adolescentes y adultos. Como si fuéramos armadillos nos enconchamos y nos despatarramos sobre las butacas de color rojo, pero mi tío Ramiro (¿por qué, señor, por qué?) se paró para ir al baño y caminó por el pasillo de en medio, vio hacia la izquierda y me descubrió con la cabeza entre los hombros. Nada dijo, sólo levantó la mano, extendió el dedo índice, como si fuese un vaticinio de lo que años más tarde haría ET, lo movió en forma sentenciosa y yo supe que me estaba diciendo: “Anda, cabrón, le diré a tu papá que estás viendo películas calientes”, porque sí, Lucha nos había cumplido. Se había metido en la cama con Fernando y se habían dado un buen fajecillo.
Todo esto, porque hace apenas cuatro o cinco días, Lucha cumplió ochenta años. ¡Ochenta! La nota periodística (extraviada) decía que la pasó en la casa donde radica ahora, en alguna ciudad alejada del centro y de los reflectores. Todo mundo sabe que Lucha (en mala hora), hace años, entró a una clínica para someterse a un tratamiento de esos que practican las mujeres para quitarse años y le salió mal, se enfermó y su rostro perdió el encanto que tuvo, siempre. Ya no volvió a cantar, su voz ronquita y sensual se extravió también.
Ahora que cumplió ochenta recordé, también, el dibujo que el gran Rufino Tamayo le hizo para la portada de un disco. Líneas arriba escribí la palabra vaticinio. ¡Qué coincidencias! El retrato que Tamayo le hizo (en su estilo) pareció vaticinar la transformación que tendría su rostro.
Los amigos que vimos la portada del disco nos llevamos las manos a la cara y dijimos que Tamayo la había jodido. Lucha queriendo ser inmortalizada por un grande de la pintura mexicana se ha de haber acercado al maestro para pedirle ese retrato. Tamayo, con la palma de la mano extendida, le dijo que sí y recibió los millones y, después de un tiempo, le entregó el retrato. Un retrato (en serio) que no está tan lejos del rostro que tuvo después de su enfermedad.
Años después, Rodrigo nos dijo que su teoría era que Olga (la mujer de Tamayo, y quien era muy posesiva) obligó a Rufino a que hiciera un dibujo casi grotesco. Rodrigo dijo que Olga estaba celosa de Lucha, a pesar de que no tenían mayor trato. Nunca sabremos ya cuál fue la verdadera historia. Lo cierto es que el apunte de Tamayo nada tiene que ver con su grandeza, nada tiene que ver con el retrato maravilloso que le pintó a su esposa Olga. Tal vez Rodrigo tiene razón y Olga no permitió que otra mujer la superara en belleza (cuando menos en los cuadros), porque Lucha era mil veces más bella que Olga. Rodrigo fue más allá, dijo que otra mujer hizo que el internamiento de Lucha tuviera las secuelas dañinas, para que perdiera su belleza.
Todo es pura especulación. Lo cierto es que sus fanáticos la perdimos de vista. Ahora que cumplió ochenta años la recordé y le envié un abrazo de esos que se mandan desde un punto infinitesimal con la esperanza de que llegue al jardín donde el sol se desparrama sin distingos.
“Desperté otra vez entre tus brazos y amanecí recordando tu alegría”. Ah, la Villa, la que lucha, lucha desde entonces.