sábado, 17 de diciembre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN MURAL





Querida Mariana: La tradición de pintar murales es ancestral. Hubo una época en que José Vasconcelos, intelectual comprometido con México, convocó a los llamados tres grandes: Diego Rivera, José Clemente Orozco y Siqueiros, para que pintaran murales que consolidaran la identidad mexicana, para que el arte estuviera por donde caminaba la gente, para que el arte no estuviera sólo en las residencias de los pudientes, para que el arte fuera de todos y para todos.
Pero el muralismo mexicano viene de más atrás. Basta darse una vueltita por Bonampak para hallar muros pintados en las salas, porque (ya lo dijeron los que saben) la palabra Bonampak significa, precisamente: Muros pintados; es decir, el muralismo mexicano tiene siglos de abonar luz a los caminantes.
Quien visita la Ciudad de México queda arrobado ante los murales de la Secretaría de Educación o los que están en el interior del Palacio Nacional. Todos los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México caminan frente a Rectoría y se dejan seducir por ese mural de David Alfaro Siqueiros, que parece brotar como si fuese la rama cuadrada de un árbol inmenso. ¿Y los murales de Chávez Morado y los de Nishizawa y el de Diego Rivera, en el estadio olímpico, o la fastuosidad del mural de Juan O’Gorman, que cubre casi todo el exterior del edificio de la biblioteca central? Toda la ciudad universitaria, de la UNAM, abre sus muros, como si fueran ventanas, para mostrar arte.
El sábado diez de diciembre se inauguró, en nuestro pueblo, el nuevo quirófano del Sanatorio Fraternidad, de un comiteco sencillo y ejemplar: el doctor Roberto Gómez Alfaro. En el vestíbulo del edificio recién inaugurado aparece un mural pintado por doña Gloria Cruz de Gómez, esposa del doctor. Es un mural discreto que se sustenta en dos conceptos: retratos de su esposo e hijos frente a edificios urbanos; y la imagen de una cadena montañosa, un sembradío y personas oriundas de una aldea rural. De esta manera, la artista nos recuerda nos pone ante los dos mundos que conforman nuestro mundo local: la ciudad y la aldea.
Siempre que pienso en el doctor Gómez Alfaro pienso también en mi maestro Hermilo Vives Werner, porque cuando paso por su negocio leo el letrero que dice: “Hermilo Vives y sucesores”. Con el doctor Roberto sucede un poco lo mismo, la vida lo premió con la bendición de que su profesión tiene magníficos sucesores: varios de sus hijos también ejercen la medicina y la practican con el mismo espíritu de servicio que, desde siempre, se le reconoce al tronco de este gentil árbol.
El día de la inauguración no pude asistir. Debía estar en la universidad impartiendo cátedra. Mi mamá sí fue. Compartió la alegría de la familia Gómez Cruz por este logro que, como siempre sucede en su actuar, será para servir a la comunidad. A la hora de la comida (ya más de las tres, porque el sábado salgo tarde de la universidad) mi mamá me contó que todo estuvo bonito, que, entre los invitados, había saludado a Víctor Manuel y al doctor Nelson (personas de toda nuestra estima y admiración) y que, en la entrada, doña Gloria, había pintado un muro, que yo debía ver. Pensé que sí, que debía verlo, que debía admirar y reconocer la obra de esta familia admirable. Así que antier fui al Fraternidad. Desde la banqueta miré el anexo recién inaugurado. La puerta, nuevita, estaba cerrada, pero como tiene cristales hice lo que cualquier niño: pegué mi cara al cristal y miré, y miré el mural. Y vi que la pintura abarca una de las paredes, las otras dos están en blanco. ¿Cómo tomar una fotografía que dé cuenta exacta de lo que ahí está plasmado? Se puede hacer abriendo la puerta y parándose frente al mural, pero como la puerta estaba cerrada hice lo que cualquier niño, como si el ojo de la cámara fuera mi ojo pegué la lente al cristal y tomé la foto, rogando a Dios que el reflejo del cristal no apareciera. Miré la pantalla y descubrí que el reflejo del cristal no aparecía. La foto, si bien me salió de lado, muestra con cierta claridad los dos conceptos que ya te dije.
Sé que si hubiera ido a la casa de la familia, el doctor o doña Gloria o cualquiera de sus hijos me hubiesen acompañado al Sanatorio y, con la llave adecuada, habrían abierto la puerta de cristal para que yo viera la pintura mural de frente y, tal vez, doña Gloria habría comentado lo que pintó. Pero, entonces, todo el juego de niño habría perdido su encanto. Yo, querida Mariana, estaba encantado con lo que veía desde el cristal, era como un niño que pega su cara a la vidriera de una dulcería y mira los nuégados y los chimbos y las trompadas y las obleas. Todo desde lejos. La experiencia siempre me ha enseñado que a la distancia los objetos se aprecian mejor. Se pierde el detalle, pero se logra ver el todo y (permitime jugar con el lenguaje) después de todo lo que importa es hallar el Todo.
Porque, estoy seguro, el doctor y sus hijos buscan, de igual manera, el Todo. Y doña Gloria, a la hora de tomar los pinceles, busca lo mismo: sintetizar en una escena el Todo. Por eso, acá, en esta pintura colocó elementos que sintetizan toda una vida de servicio. Entre los edificios urbanos que están como fondo advertí dos imágenes muy cercanas: el corredor de la casa que habitan y la fachada del sanatorio, porque en esos corredores con flores sus hijos (hombres y mujeres) han pepenado la luz que se desparrama generosa en el patio enladrillado.
Por supuesto, ya te diste cuenta, los colores dominantes son el azul, que se despliega en el cielo y en las batas de los cirujanos; el blanco, que, de igual manera, constituye el fondo del ambiente urbano y que es uniforme de los médicos; y el verde que pinta las montañas y los maizales. Todos son tonos fríos y, sin embargo, ahí, en ese mural está el rojo de la pasión y el amarillo del sol. Estos colores no están visibles, sólo se alcanzan a advertir en la mirada de los médicos, porque (nunca está de más recordarlo) la labor apostólica que el doctor ha realizado a través de su vida ha sido una jornada sin descanso a favor de las comunidades indígenas y de nuestra comunidad urbana. Por esto, cuando vi el mural y observé las dos paredes en blanco pensé que esos muros eran para llenarlos de imágenes y de palabras invisibles, pero significativos. Ya doña Gloria cumplió con su deber, con su deber de compañera, con su deber de madre, con su deber de artista. Ella, desde siempre, ha abierto sus manos para prodigar arte, para engendrar luz. Cuadros de ella están expuestos en el Museo de Arte Hermila Domínguez de Castellanos; cuadros de ella, desde siempre, están expuestos en los corredores del sanatorio de su esposo y de sus hijos. Ella se ha brindado sin regateos, en la misma medida que el doctor ha servido a la comunidad, desde su especialidad médica. Los muros blancos que rodean el mural del anexo del sanatorio están llenos de palabras en lenguas indígenas, todas dicen ¡gracias! Porque en esas comunidades tojolabales hay hombres, mujeres, niños y niñas que, a la hora de soltar las tortillas al comal o a la hora de meter el azadón en la tierra o a la hora de correr detrás una pelota, con los pies descalzos, agradecen la mano del doctor Gómez Alfaro por abrir surcos de luz. La milpa que aparece en el mural pintado por doña Gloria es la representación de decenas y decenas de hombres y mujeres que recibieron la bendición de la salud, gracias a la generosidad del sanatorio Fraternidad. ¡Ah, nunca tan bien puesto un nombre para una institución que ha ejercido con humildad y orgullo el precepto médico por antonomasia: devolver la salud al enfermo, sin ánimo de lucro!
En nuestro pueblo hay muchas personas que han ennoblecido su grandeza. Hombres y mujeres que con su talento y su generosidad han sembrado luz. Lo hacen desde las tribunas más altas o desde las trincheras más modestas, pero ¿cuántas familias son generosas en su integridad? ¿Cuántas familias existen donde cada uno de sus integrantes abre su corazón para servir al otro de manera generosa? Pocas, son pocas. En estos tiempos donde pareciera privilegiarse el tener antes que el ser, por fortuna aún existen familias que se dan para dar, sólo dar. Querida mía, la familia Gómez Cruz es una de estas familias. Yo veo a sus integrantes, así, a distancia, para tratar de abarcar el Todo, y veo que cada uno de ellos realiza su trabajo de manera honesta, sin ningún interés malsano, sin algún requiebro ventajoso. Acá, igual que en el letrero del negocio del maestro Hermilo, hay una historia plena de sucesión.
Posdata: Los seres humanos estamos hechos de palabras, de sonidos y de imágenes. A los comitecos nos llena caminar por las calles de nuestro pueblo. Nos bebemos sus cielos como si fueran vasos de temperante azul. Pepenamos cada campana que ilumina nuestro cantadito a la hora de hablar. Ahora, también, podremos empaparnos de esa tierra tojolabal que doña Gloria nos entrega de manera generosa.
Yo ya lo hice, querida mía. Fui al anexo del sanatorio Fraternidad y, como niño, puse mis manos sobre los cristales de la puerta y pegué mi cara para ver el mural. Lo vi como si lo viera desde una cortina de aire; olí el aroma de la siembra, del maíz, de la mano generosa que ha sembrado para siempre, desde una pequeña e infinita trinchera.
Luz, siempre luz, para doña Gloria Cruz de Gómez y para su esposo e hijos. Todos. Todos los que siempre tienen en sus manos el hallazgo del Todo esencial.