viernes, 16 de diciembre de 2016
DEFINICIÓN DE ALDEA
Nunca la aldea imaginó crecer tanto como en estos tiempos. La aldea siempre fue un concepto modesto, sencillo. Todo mundo tiene en su mente una aldea. Quienes viajan de Comitán a San Cristóbal registran una aldea en medio de la niebla, a la falda de un cerro niño. Esas aldeas muestran chozas de adobe y techo de palma, corrales con ovejas negras, tierras rojas y niños que corren levantando las manos como si quisieran atrapar estrellas. De la choza, siempre solitaria, emerge un hilo de humo de la cocina donde preparan tortillas en el comal y sobre el fuego está la olla con los frijoles negros. Los viajeros se trasladan en sus autos y ven esta imagen desde la carretera. Ocasionalmente se detienen en una orilla, alguien baja del auto y toma dos o tres fotografías, sube de nuevo al auto y su comentario es: “Hace mucho frío”. Si alguien tocara su chamarra hallaría que el cuero de la chamarra está frío, como si la escarcha de afuera se hubiese pegado a su piel. Nadie se pregunta cómo vive la gente de la aldea. Todo mundo sabe que son dos mundos diferentes.
Yo, no sé por qué, cuando alguien pronuncia la palabra aldea aparece en mi mente la imagen de una aldea japonesa. Jamás (ni en sueños) he estado en Japón. Pero sí, debo reconocerlo, he viajado a Japón a través de las películas. Tal vez la imagen que siempre asoma en mi mente viene de una sala cinematográfica, de alguna vez que, de niño, fui al cine (tal vez el Cine Comitán) y, por azares del destino, por equívoco del proyeccionista, en lugar de colocar el rollo con la película de Santo, el enmascarado de plata, colocó un rollo con una cinta japonesa, en blanco y negro, donde, la primera imagen fue un lago con una montaña nevada al fondo. En el primer plano había una casa con un techo simpático, era de cuatro caídas y en la cima del techo había un detalle que era como una campana con una esfera en el remate. Cambió la escena y ya no recuerdo qué sucedió. No sé por qué esa imagen quedó grabada en mi mente. La vi sólo unos breves instantes. Tal vez me quedó grabada para siempre porque significaba un contraste. Yo tenía la imagen de una aldea chiapaneca, de los Altos de Chiapas, con los campos llenos de escarcha en mañana fría, con una montaña casi enana, y en la imagen del cine había aparecido un enorme lago con una montaña al fondo, muy al fondo, que estaba llena de nieve en su corona. Imaginé que esa montaña era altísima. En efecto, mi papá corroboró que era enorme en su altura, por eso, dijo mi papá, estaba llena de nieve en su cima. Era tanto el frío que se congelaba. En las aldeas de estos territorios no sucedía eso. Busqué por todos lados y no hallé nada semejante. Tal vez la montaña más parecida a aquélla era la que está en la zona del Soconusco, pero el Tacaná, ni de broma se llena de nieve. Busqué entonces en un libro de Geografía de México y hallé que el Pico de Orizaba, por ejemplo, o la Mujer Dormida, también, a veces, se llenaban de nieve; es decir, había aldeas que eran similares a la aldea japonesa que había visto en el cine. Le pedí a mi papá que me llevara a Orizaba, le expliqué que, en verdad, mi interés no era por la montaña nevada, sino por conocer la casa con la campana en el techo. Mi papá no entendió, le expliqué lo que habíamos visto en el cine. Él me dijo que ese tipo de construcción no se daba en ninguna parte del país, en ninguna parte de América, en ninguna parte de Europa. Sólo en Japón. Y el remate del techo no era una campana. Yo entristecí, sentí un frío en mi espíritu. Había imaginado que ese remate, con forma de campana, era en realidad ¡una campana! Imaginé que los niños japoneses jugaban a tocar la campana desde el centro de la sala, que se colgaban de la cuerda y subían y bajaban mientras el badajo tan, tan, tan, tan, como sucede en las aldeas cuando en los templos católicos llaman a misa. Imaginé que los papás japoneses regañaban a sus hijos y les prohibían hacer tanto ruido porque el abuelo estaba durmiendo; imaginé que los papás japoneses más tolerantes se colocaban orejeras para no escuchar el tan, tan, tan, demoledor, que hacía temblar los cristales y las paredes de madera de las casas con el techo a cuatro aguas. Imaginé que los pájaros del bosque volaban en parvada cada vez que los niños japoneses tocaban la campana del techo de sus casas; imaginé cómo, en festejos especiales, todas las casas tocaban a rebato y el sonido era como un coro multitudinario de ovejas balando.
Nunca la aldea imaginó crecer tanto como en estos tiempos. En mis años de niño la aldea era sencilla. Ahora, medio mundo habla de la aldea global y sé que este término se refiere al mundo. La Tierra es una aldea global. ¿En dónde están las casas de cuatro techos con la campana de remate? Romeo dice que siguen estando en Japón, frente a un lago, con una montaña nevada al fondo.