sábado, 3 de diciembre de 2016

CARTA A MARIANA, ESCRITA DESDE UNA MESA DE CAFÉ




Querida Mariana: Augusto dijo que cerraron el Café Sanfer’s. En cuanto lo leí me preocupé y pensé “¿Dónde tomará café ahora mi compadre Javier?”. Dos horas más tarde respiré tranquilo, porque vi a Javier en el Café Tenokté, de la Casa de la Cultura.
¿Cuál es la función social que representan los cafés en las ciudades y pueblos? En el Facebook vi la fotografía de dos muchachos que, a su manera, rindieron un homenaje al Sanfer’s, se sentaron en la grada del local cerrado y tomaron cafés, de esos que venden en el Oxxo. Ellos extrañarán ese lugar que, sin duda, los recibió durante algunas tardes.
Yo nunca he sido afecto a acudir a cafés. Una vez lo intenté acá en mi pueblo. Me senté, abrí el moleskine y comencé a escribir un cuento. El mesero se acercó y me ofreció la carta. Pedí un té. El mesero se retiró. X (así la llamaré) se acercó y me tendió la mano:
―¿Qué hacés?
―Acá tomando té. (Quise jugar con ella. Lo dije con intención de que recibiera el doble sentido de la frase: tomando té)
―No, bobo, pregunto qué estás escribiendo.
―Ah, un cuento.
―Leémelo, por favor.
―No puedo.
―¿Te comió la lengua el loro? (Quiso bromear.)
―Apenas comienzo.
―¿A tomar el té? (Bromeó de nuevo.)
En este momento sentí que la conversación tomaba derroteros que no me convenían. Ella se había sentado y ya levantaba la mano para llamar al mesero.
Cuando me hizo otra pregunta pensé que no me dejaría escribir. Yo había ido al café para escribir un cuento. Por eso había elegido la mesa del fondo, para que yo pasara inadvertido. Intentaba hacer el experimento (que hacen muchos escritores) de escribir tomando como modelo de personaje a una de las personas que por ahí deambulan. De hecho ya había elegido a mi personaje: una muchacha que, en una mesa al lado del ventanal, leía un libro y, ocasionalmente, pero con fruición, revisaba su celular y tecleaba. Imaginé que debía inventarle una historia a esa chica.
El mesero se acercó, X pidió un café.
¿Cómo salir de esa trampita? X llevaba una blusa con escote y un brasier color rojo. La chica de la mesa al lado del ventanal ya levantaba la mano y pedía la cuenta.
―Me gusta lo que escribís―dijo X―No me pierdo ni una de tus Arenillas. Mi mamá compra el diario, todos los sábados, sólo para leerte.
Nada dije. Ella me halagaba y yo trataba de escabullirme. Me sentí un ingrato.
Cuando vi que el mesero se acercaba a la mesa (donde estábamos X y yo), saqué mi celular y respondí una llamada inexistente:
―Bueno… ¿Cómo? Sí, sí, decile que voy ahora mismo.
Colgué. El mesero dejó el café sobre la mesa. Saqué un billete de cincuenta pesos, le dije al mesero que agregara el café de ella.
―¿Qué pasó?―preguntó X.
Le dije que mi jefe quería verme, era una urgencia.
―Luego te leo el cuento―dije. (Lo dije con la misma malicia del principio, pero ella no festejó el doble sentido.)
Cerré mi moleskine y le tendí la mano. Ella se quedó ahí, con el café caliente.
Salí. Salí decidido a ir a la casa para escribir allá el cuento que no pude escribir en el café, pero, di dos pasos y vi que la chica estaba sentada en una banca del parque central. Seguía leyendo. Había prendido un cigarro. Tal vez por eso había salido, porque el café era un espacio libre de humo. Vi que la chica me vio, levantó el brazo, como si saludara y movió la mano haciendo una señal para que me acercara. ¡No! No podía estarme llamando. ¿Por qué lo haría? Vi para todos lados, sobre todo busqué a mi espalda, busqué al muchacho al que ella se dirigía. Volví a verla. Ella había regresado a su lectura. Esperé a que se acercara su muchacho. Esperé uno, dos, tres, cuatro minutos. Nadie. Ella no separó su vista del libro. Pensé, entonces, que sí, que el saludo era para mí, pero que yo había ignorado su petición. ¿Pero, por qué ella me iba a llamar? No me conocía. Pensé entonces (¡qué bobo!) que leía una novela mía. No, no, era una estupidez lo que imaginaba. Pensé entonces que ella había salido de su casa para leer, para tener un espacio íntimo donde nadie la molestara. No podía cometer la misma imprudencia de X. Así que puse el moleskine debajo de mi axila, metí ambas manos en la chamarra y caminé con rumbo a mi casa.
Nunca más he ido a un café. Sé que es un espacio donde la vida se concentra, es un espacio riquísimo para cualquier escritor. Hay mil historias aglutinadas. Mi papá decía que nunca pondría un café, decía que los clientes se sentaban, pedían un café (de a peso, en ese tiempo) y se estaban ahí horas y horas sin consumir otra cosa. No lo veía como un negocio viable. Ahí mi papá se equivocó, porque ahora un café es un local muy rentable.
¿Por qué cerró el café Sanfer’s? No lo sé.
Cuando supe la noticia del cierre, pensé en Javier, pero cuando, horas después lo vi, muy quitado de la pena, en el café de la Casa de la Cultura supe que él no extrañará el Sanfer’s. A final de cuentas, durante mucho tiempo Javier y sus amigos fueron clientes consuetudinarios del café de la Casa de la Cultura. Javier regresó a sus orígenes, al corredor donde estudió la prepa. Además, recordé que la mente de Javier es muy especial, dice que la felicidad está en la alternancia. Lo dijo con respecto al amor, pero ahora yo lo aplico a los lugares. Acá está una enseñanza para quien la quiera pepenar: No depender de un amor o de un espacio, un poco como decir: En la variedad está el gusto, y yo lo vi muy a gusto en la nueva cafetería.
Los cafés han sido lugares importantes en la vida de muchos escritores. En París es famoso el Café de Flore, un mítico café al que iban Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Marguerite Duras, entre otros grandes escritores.
Acá en Comitán hay periodistas que acuden a los cafés. Por ahí he encontrado a Amín Guillén y a su tío Marco Tulio. Amín siempre anda con su cámara; Marco Tulio prepara ahí sus notas periodísticas. ¿Escritores profesionales? No. Nunca he visto a alguno pergeñando un cuento o el esbozo de una novela. Debe ser porque en Comitán no estamos educados para respetar el territorio del escritor. En cuanto alguien ve a un amigo se aproxima, se sienta, pide un café y le entra al arguende sabroso y aleccionador.
Una vez, en Puebla, me senté en una mesa de un café al aire libre. En la misma manzana donde está el palacio municipal hay restaurantes con mesas en los portales. Pedí una cerveza. El mesero me llevó una cerveza Bohemia (marca que pedí en memoria de mi papá, quien, en un tiempo, fui distribuidor de la marca Carta Blanca, en Comitán). La abrió ante mi vista, llenó el vaso, y dejó un plato con cacahuates. Abrí mi libreta y comencé a escribir una especie de crónica de lo que veía en ese momento en ese espacio. Tomé un sorbo de cerveza y, con una servilleta, me quité la espuma que quedó en mi boca. Iba a continuar escribiendo cuando sentí un aleteo fresco frente a mi cara: era una paloma que voló hacia mi mesa y se posó en ella. ¡Los cacahuates la habían convocado! Dos señoras (turistas) que estaban en la mesa de al lado me dijeron que eso era un prodigio y una de ellas, la más gordita, comenzó a dialogar conmigo, que eran de Veracruz, que ya habían ido al Parián, que pensaban ir al Africam Safari, que, el sábado, viajarían a la Ciudad de México e irían a la Basílica de Guadalupe y a Chapultepec, porque (dijo la más gordita, la que parecía un osito), cuando niñas, su mamá las había llevado al zoológico y guardaban recuerdos maravillosos de ese viaje, porque su mamá les había comprado algodones de París y les había dicho que los elefantes eran animales fantásticos que, en las noches, recuperaban la lozanía de su piel, porque en las mañanas la tenían toda llena de pliegues, de arrugas, como si fuera una camisa sin planchar. Y la otra señora me preguntó si yo creía que los elefantes recuperaban la lozanía de su piel durante la noche.

Posdata: Sé que en los cafés está concentrada la historia. Por eso, a veces, camino frente a uno de esos lugares y, desde lejos, miro cómo se desenrolla esa sábana que llamamos vida. Ahí se dan citas amorosas, desencuentros, negocios; ahí fluye la anécdota sabrosa, el chisme. Ahí, cuando se agota la plática, los amigos miran al personaje que camina frente a ellos (puedo ser yo o vos o cualquiera) y tijeretean su honra, porque ellos son como esos taurófilos que miran la vida desde la barrera, desde la barrera de un café. Les cuesta aventarse al ruedo.