jueves, 29 de diciembre de 2016

DÍA DE CELEBRACIÓN





Elena había cerrado la puerta y echaba llave cuando escuchó la campanilla del teléfono. Entró y levantó el aparato. ¡Era Eugenia! De haber sabido no vuelve. Pensó que podía ser la tía Amada, llamando desde Los Ángeles. Siempre, el veinticuatro, llama para desear felices fiestas. Elena, de mala gana, urgió a su hermana a decir qué deseaba. Dijo que no tenía tiempo, precisamente había cerrado ya la puerta porque iría a visitar a la mamá, en el asilo. Pedile que no se muera en estas fechas, dijo Eugenia, ya mirás que hace dos años el abuelo pasó a joder la cena de fin de año. ¡Ah, qué tino, morirse precisamente el último día del año! ¡Mierda! Elena preguntó, de nuevo, para qué había llamado. ¿Cómo para qué?, dijo Eugenia, en tono de pregunta y reclamo. ¡Mierda! Vos también te morís cuando menos se espera y echás a perder todo. Te llamo, hermanita, para desearte feliz navidad. ¿No puedo tener espíritu navideño? ¿No tengo derecho a llamarle a mi hermana para preguntar cómo están todos? ¿Cómo está Rocío, ah? Elena dejó su bolso en la mesilla y se dejó caer sobre la silla con descansabrazos. Ahí la lleva, dijo. ¿Ya camina?, preguntó Eugenia. Elena habría querido decirle que en realidad ella, su “querida hermana”, no se preocupaba por el estado de salud de su sobrina, hubiera querido decirle que ella, igual que medio mundo, sabía que Rocío no volvería a caminar. La lesión de la columna era irreversible. Estaba condenada a permanecer en silla de ruedas por el resto de su vida. ¿Qué responder ante la pregunta ya camina? ¿Qué decir ante eso que sonaba como una pregunta tonta que sólo cabe en una niña que tiene dos años y no los catorce que Rocío tiene? Le hubiera gustado mandarla a la mierda, pero siempre que Eugenia llamaba por teléfono Elena se controlaba. Está recibiendo terapias, dijo Elena, mientras buscaba en su bolso un cigarro y lo prendía. ¿Y vos, seguís fumando? ¿No te das cuenta que estás matándote de a poco?, dijo Eugenia, cuando oyó que, del otro lado del teléfono, Elena prendía el cigarro. Elena acercó el cenicero de cristal y apagó el cigarro recién prendido. No, dijo, como si pidiera perdón. ¿Y Martín, cómo está? ¡Mierda!, pensó. Era demasiado. ¿Qué quería que le dijera? Que el cabrón de Martín ya no vivía con ellos. ¿A poco no lo sabía? Claro que lo sabía. Eugenia sabía todo de ella. La pregunta era sólo para fastidiar la armonía de estas fechas. Iba a decir algo, pero eligió la evasión. Sí, eso era lo más recomendable. Hacer como que no había escuchado la pregunta. Perdón, Eugenia, debo colgar. La hora de visita del asilo es restringida. Recordale lo que te dije, que no se muera en esta época, que no pase a jodernos. Antes de colgar, escuchó que su hermana decía que había enviado unos obsequios para ellos, es una insignificancia, sólo para manifestarles mi… Elena colgó. Pensó que le haría caso a Rocío: compraría un celular y sólo le daría el número a los amigos cercanos. A Eugenia ¡no!, por supuesto. Tampoco se lo daría a la tía Amada, y cancelaría su número residencial. Tomó sus llaves y su bolso y, desde la base de la escalera, dijo que ya se iba. La enfermera se acercó al barandal en el piso superior y, de nuevo, dijo que se fuera tranquila, ella estaría pendiente de que nada le faltara a la señorita Rocío. Elena cerró la puerta, echó llave y ya abría la puerta de su auto cuando vio que de una camioneta de FedEx bajaba un hombre uniformado con un paquete y se dirigía a la puerta de su casa. ¿Busca a alguien?, preguntó. Sí, dijo el empleado, a la señora Elena Santos. Soy yo, dijo ella. El muchacho se acercó y le extendió el paquete y la bitácora de control de entregas. Elena tomó la pluma electrónica y estampó su firma. El muchacho preguntó si podía ver su carnet de identidad. Elena dijo que sí, dejó el paquete sobre el frente del auto y buscó en su bolso la credencial de elector. El muchacho se lo regresó y, como si fuese un japonés, hizo una leve reverencia y se retiró. Elena, sin ver el nombre de la remitente, supo que era el envío de su hermana. Subió al carro, buscó un cigarro en su bolso y lo prendió. Puso sus manos sobre el volante y colocó su cabeza sobre él, cerró los ojos. Pidió paciencia, calma, armonía. No supo a quién solicitaba clemencia, porque no era creyente, pero pidió paciencia, calma, armonía. Antes de dar vuelta a la llave un pensamiento absurdo cruzó por su cabeza: ¿Y si Eugenia enviaba una bomba? Sonrió y movió su cabeza como si negara algo, en intento de desechar idea tan loca, pero tomó el paquete y lo llevó a su oído. Movió el paquete, con fuerza. ¿Qué hacer? No podía dejar los regalos en el árbol de navidad, porque, dijo, en voz alta: Con ésta ¡nunca se sabe! Quitó la cinta adhesiva del paquete y lo abrió. Adentro había un disco con un moño, era un disco de Juan Gabriel, estaba dirigido a: Mi cuñadito Martín, que eligió a la mujer más bella del mundo, mi querida hermana Elena, para hacerla su esposa; un bolso de piel, también con un moño rojo, con la siguiente dedicatoria: Para mi querida Elena, de su hermana la latosa, pero que la quiere mucho; y un paquete envuelto en papel metálico, rojo, con una etiqueta que decía: Para mi querida sobrina Rocío, la más amada, deseando que ya pronto esté al ciento por ciento. Elena sonrió. Pensó: El disco será mío, porque Martincito ya es difunto. Lo abrió y lo colocó en el reproductor. La voz de Juan Gabriel se escuchó fresca, traviesa, sensual: “Hoy me he despertado, con mucha tristeza, sabiendo que mañana…”. ¿Y el regalo para Rocío, qué sería? Elena, como si tuviera urgencia de terminar una historia que no había convocado, rasgó el papel con ambas manos. La caja de cartón mostraba en la tapa una foto de unos patines de cuatro ruedas, marca Canariam. La etiqueta tenía un mensaje escrito con letra manuscrita: “Para ti, adorada sobrina, para que patines todos los días del resto de tu vida. Besos”.
¡Mierda! ¡Mierda!, gritó. Aventó la caja sobre el cristal lateral del copiloto. Elena vio la cara sorprendida de la enfermera que se hizo para atrás y se protegió el rostro con sus manos. La enfermera se había parado frente al cristal y, con la palma de su mano, lo somataba, mientras decía: ¡Señora, señora!, le llaman con urgencia del asilo, dicen que algo le pasó a su señora mamacita.