sábado, 10 de diciembre de 2016

CARTA A MARIANA, CON DESEOS SUPREMOS




Querida Mariana: Mi papá quería que yo fuera contador. A mí se me trepó la idea que sería ingeniero en electrónica (no sabía ni qué era una resistencia y, hasta ahora, no sé bien a bien de dónde pepené esa idea absurda). Miento, sí sabía qué era resistencia, pero no resistencia electrónica. Resistencia era la entereza de X (la niña que me gustaba) para hacerme el feo y rechazarme, siempre.
Cuando salí de la preparatoria no tuve la atingencia de sentarme un instante (pudo ser en el parque de San Sebastián, que es un parque que ayuda a la meditación y a la contemplación) para pensar cuáles eran mis fortalezas, cuáles eran las actividades que más me gustaba realizar; es decir, saber para qué era yo bueno. Años después supe que hay algo que se llama vocación y que es la que define el llamado hacia una determinada actividad. ¿Qué sabía de electrónica? Nada. Sólo sabía prender la radio, ver la tele y maravillarme con los avances tecnológicos de esa época. Tenía una grabadora de carrete y se me hacía un prodigio que ese aparato pudiera grabar mi voz en una cinta. ¿Cómo se daba ese milagro?
Nunca me di cuenta (¡qué tonto!) que mi llamado vocacional estaba en el dibujo (no era un gran dibujante, como otros amigos, pero dibujaba imágenes que sorprendían a algunos y que -no lo sabía en ese momento- eran únicas en todo el mundo). Asimismo me encantaba leer (muchos años después supe que esto era una fortaleza, un don divino); y me gustaba imaginar historias, muchas historias. Siempre estaba como “ido”, porque me abstraía de la realidad y me introducía en mundos que imaginaba.
Te cuento esto, porque si yo hubiera hecho un análisis vocacional le hubiera hecho caso a mi papá: hubiese sido contador, pero contador de cuentos, desde un principio. Así pues, cuando me inscribí en la UNAM, en lugar de buscar un lugar en la Facultad de Ingeniería lo hubiera buscado en Letras o en Artes Plásticas. Mi vida hubiese sido tersa. Como has de entender, mi paso por Ingeniería se convirtió en un martirio y en un fracaso. Ya te conté que jamás falté a la universidad. Tempranito tomaba el camión en Insurgentes y llegando, en lugar de ir al salón donde recibiría Electrónica I, iba a la Biblioteca Central para leer novelas y cuentos o a cualquier auditorio a ver una película de arte o a escuchar una conferencia acerca de la pintura en México. Como es comprensible, al término de cinco años de vida universitaria no obtuve mi título de Ingeniero en Comunicaciones y Electrónica y como no existe un título de Licenciado en Lectura de Cuentos y Novelas, o de Licenciado en Apreciación de Películas de Arte o de Licenciado en Escucha de Conferencias Magistrales, regresé a Comitán sin el título profesional que había prometido a mis papás.
Lamenté mi desidia. Me sentí un traidor. Pero un día, ya laborando en el negocio de mi papá, decidí dejar las lamentaciones y dedicarme a vivir mi vida, de acuerdo a mis capacidades y fortalezas. Me puse a escribir, a leer, a dibujar, a pintar y ¡me sentí pleno! Decidí hacer caso a mi llamado vocacional. En este camino terminé agradeciendo todo lo vivido, porque, como dicen los clásicos, si no hubiera vivido lo que viví no fuera lo que soy. Te contaré lo que Miguel descubrió. Esto me ayudó mucho en mi decisión de vida.
El escritor debe conocer todo, saber todo. Esto lo supo Miguel desde que tenía catorce años; es decir, el día que escribió su primer cuento. El cuento era sencillo, contaba la historia de una polilla que rehusó a comer la madera de un ropero de cedro, porque dicha polilla había nacido con el gusto del arte y reconoció desde que entró a la recámara la belleza del mueble, tallado finamente en cada uno de sus elementos. Las dos puertas abatibles tenían finas tallas, en los extremos columnatas jónicas coronadas por rosarios de hojas de arce. El trabajo del orfebre era de tal belleza que la polilla cayó en éxtasis la primera vez que vio el ropero, casi como si hubiese estado frente al Partenón, en Grecia. Pero, al propietario del ropero no le había bastado con la belleza de la talla de madera, sino que había exigido al relojero del pueblo que instalara un rollo de música, de tal suerte que, al abrir una de las puertas (cada una de ellas tenía adosada un espejo de Murano, con ribetes dorados) se escuchara el tercer movimiento de la Séptima de Beethoven. La polilla creyó que había muerto e ingresaba al cielo a la hora que la dueña de la residencia abrió una puerta y el sonido de los violines se escuchó, era como si un coro de ángeles, como trapecista, saltara sobre unas cuerdas finísimas. Y luego, ¡Dios mío!, el sonido de la flauta transversal, como cenzontle encaramado sobre una rama de pino, de esos pinos que desahogan aromas de aire limpio (todas las polillas estaban escondidas detrás de un biombo pintado con paisajes japoneses: cerezos y montañas nevadas). Por eso, cuando el jefe del comando ordenó entrar subrepticiamente al ropero y atacar todas las partes más débiles, la polilla esteta se resistió. Esto, en síntesis, contaba el cuento de Miguel, cuento que escribió cuando tenía catorce años, edad en que supo que la profesión de escritor era la más demandante de todas las profesiones del mundo. Porque no sabía mayor cosa acerca de las polillas e intuyó que para escribir acerca de la polilla esteta debía conocer casi todo acerca de estos bichos (¿eran bichos?). Y luego supo que debía también conocer las propiedades de las maderas. ¿Era cierto que la madera del eucalipto no es atacada por las polillas? Si esto era cierto debía saber por qué. ¿Por el aroma? Si esto era así, la esencia del eucalipto podía servir para hacer una pócima que alejara la polilla de las casas.
Y no bastaba conocer acerca de las polillas sino también ser experto en el conocimiento de esos rollos que, con las lengüetas de fuera, al chocar con laminillas producen sonidos al dar vueltas y vueltas. ¿Qué mecanismo lograba hacer que estos rollos giraran y produjeran música? Miguel supo que debía tener conocimiento mínimo de la música culta y entender el proceso mental que Beethoven tenía a la hora de crear sus obras. ¿Qué don le hacía crear esas obras monumentales? ¿Cómo era posible que en su mente se mezclaran con tal belleza todos los instrumentos de la orquesta? ¿Cuántos instrumentos participan en una orquesta de cámara? Y Miguel supo que debía conocer la función de un director de orquesta, porque esa música que brotaba del ropero no podía haber sido creada sin la presencia de los ejecutantes y del director, dando por entendido el genio creativo del autor. ¿En qué siglo había vivido Beethoven? ¿Quiénes habían sido sus padres? ¿Cómo vivía la gente en esa época? ¿En qué momento se había manifestado su genio? ¿Su padre había tenido gusto por la música culta?
Miguel supo que todas las demás profesiones del mundo eran profesiones especializadas en el conocimiento de sus temas, pero el escritor debía apropiarse de todos los demás conocimientos, debía saber cómo la sangre dejaba de llegar al corazón o al cerebro; saber en qué momento la mente de un hombre se altera de tal manera que enloquece; saber por qué, a veces, los puentes se caen; saber por qué los becerros deben mamar y cómo deben hacerlo; saber de qué está hecho un balón de fútbol; saber cómo piensan las mujeres y cómo pueden ser seducidas. Miguel supo que él, si quería ser escritor, debía conocer de residuos tóxicos que envenenan a las ciudades; debía conocer cuál es la función del oxígeno en el agua; saber cómo respira el universo; cómo un trompo da vueltas y saber qué les ocurre a los niños que están colgados con la cabeza hacia abajo en las ramas de los árboles.
Miguel sólo escribió un cuento: el de la polilla esteta. Lo dejó así, casi sin cerrar la idea, porque se abrumó de tal manera que supo que si quería redactar un cuento de manera más o menos decente debía conocer el mundo de esos animales que tienen el gusto de comer madera. ¿Por qué? Supo que el conocimiento preciso era basto, inmenso, casi fastidioso. Cuando su papá le preguntó qué quería estudiar, él dijo que medicina humana. Su papá le palmeó la espalda, lo hizo con una gran sonrisa, satisfecho. La mamá gimió, se cubrió la boca con una mano y por las hendijas de los dedos, como si fuera una persiana, dijo: “Es una profesión que exige mucho. Deberás conocer todo el cuerpo humano al derecho y al revés”. Miguel asintió. Reconoció que había pensado ser escritor y esta profesión sí exigía saber todo de todo. La carrera de médico no era tan demandante. Sonrió y abrazó a su papá y le dijo que estuvieran tranquilos, que cuando se enfermaran él los iba a curar.
Yo, igual que Miguel, supe, entonces, que ser Ingeniero en Electrónica era menos pesado que ser escritor. Y supe que los años que estuve en la universidad habían sido el tiempo más fecundo, porque en la UNAM pepené mil piedritas y mil cielos. Ahora continúo con tal afán.

Posdata: Mi papá quería que yo fuera contador. Él era muy ducho para la matemática. Yo no. Apenas le aprendí a hacer sumas sin necesidad de calculadora. Cuando regresé de la Ciudad de México y le dije que no había concluido la carrera, él (siempre generoso) dijo que no me preocupara, me invitó a trabajar en su negocio y fue feliz teniéndome a su lado. Sé que si supiera que ahora me dedico a contar cuentos (en forma escrita y oral) sonreiría.