sábado, 31 de marzo de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UNA FOTOGRAFÍA
Querida Mariana: Hace tiempo hubo una campaña publicitaria que decía: “No salga sin ella”. Con el tiempo comenzamos a jugar con la frase. Invitábamos a amigos más jóvenes a que dijeran qué o quién era “ella”. Ya podrás imaginar la cantidad de opciones. En realidad, la campaña era sencilla y compleja a la vez, porque se trataba de una tarjeta de crédito. El mensaje era que no saliéramos sin la tarjeta, porque todo lo podíamos “con el poder” de nuestra firma.
Resulta que yo, de un tiempo a la fecha, hago caso del slogan y no salgo sin ella, sin mi camarita. Ahora, en tiempos que todo mundo tiene celular y con este chunche puede tomar fotografías, solo los fotógrafos profesionales andan con una cámara.
No sé si conocés al fotógrafo que aparece en esta imagen y que regaló una sonrisa amable al lente de mi camarita. Es Toño, fotorreportero. Acá no se ve la cámara, sólo se ve el bote del refresco que tomó. Está en un lugar emblemático de Comitán, frente al parque central. Ahora “La comiteca” es un restaurante, pero durante mucho tiempo fue una ferretería, atendida por don Filiberto y doña Emilia. Doña Ausencia cuenta que en una esquina del negocio doña Mila vendía roscas de nata (que eran riquísimas) y rompope (que no se quedaba atrás). Así que ahora que es un restaurante regresó a su vocación original: la de vender alimentos.
Digo que Toño sigue al pie de la letra el lema del comercial: “No sale sin ella”, porque ella es la que le permite ejercer su trabajo diario. En la chamba del periodismo hay fotografías que los fotorreporteros deben cumplir, pero también existe el espacio para la toma artística.
En el Museo de la Ciudad hay una fotografía que recibe a los visitantes y es creación de la mirada de Toño.
Vos sabés que admiro a los fotógrafos, a los buenos (por fortuna, en Comitán hay varios muy buenos, excelentes fotógrafos mexicanos). Admiro el trabajo de Toño. Por esto, cuando caminaba rumbo a la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez, donde me esperaba su director, Humberto Pedrero, y vi a Toño, solo, tomando un refresco, sin su cámara, saqué la mía, mi modesta camarita y dije lo que siempre se dice en estos casos: “Machetazo a caballo de espadas”, que es una frase que usamos en México y que la decimos cuando el de enfrente es superior a uno; es decir, ¿cómo puedo atreverme a tomar una fotografía a quien es experto en tal arte? Bueno, pues me atreví esa mañana y él sonrió. Si mirás su sonrisa es afectuosa, pero también revela lo que piensa: “Ah, Molinari, tomala pues, nunca saldrá como saldría si yo la tomara”.
En realidad, Toño lo sabe, no se trataba de hacer una fotografía de excelencia, como él las obtiene. ¡No! Mi intención fue como saludarlo, como si yo estuviese frente a Messi y tomara el balón no para hacer florituras sino para patearlo y tener el gusto de que él, el más grande jugador de soccer de estos tiempos, me lo regresara y yo pudiera sentirme chento al decir que Messi había jugado conmigo. Acá, Toño regresó el aro de luz que le envié y por eso ahora puedo decir que le tomé una fotografía a un gran fotógrafo.
Tomé la fotografía una mañana cualquiera. La tomé porque Toño estaba tranquilo. Él, quien siempre anda a las carreras, estaba tranquilo, tomaba un refresco en “La comiteca”, un lugar emblemático, con un nombre emblemático.
Como supe que había alterado por un instante su tranquilidad no hice más que tomar la fotografía. No me acerqué a saludarlo. Nada más hice. Dije lo del machetazo a caballo de espadas, tomé la foto, guardé la camarita y le dije adiós a Toño. Lo dejé en esa burbuja de armonía que llevaba puesta esa mañana.
Ya podés imaginar que el juego de “No salga sin ella”, que jugábamos con los amigos, propiciaba respuestas sorprendentes: desde el que decía que no debíamos salir sin el alma o una buena actitud, hasta el que albureaba y se refería a no salir sin la talega (tanto la que sirve para llevar las monedas, como la que sirve para hacer pis). Yo no salgo sin ella, Toño tampoco sale sin ella. Pienso que lo primero que Toño hace al salir de su casa es revisar su maletín donde lleva todas las cámaras que le servirán para ejercer esa maravillosa profesión: Hacer eterno un instante. Acá, de manera modesta y humilde, logré mi objetivo: Atrapé a Toño en un momento inusual, porque él estaba tranquilo y, ya lo dije, Toño siempre anda en carreras para hacer la fotografía que defina, de mejor manera, un acto, sea éste político, social, cultural, afectuoso o de nota roja.
Posdata: Nunca salgo sin ella. La llevo a todas partes. Con ella tomo fotografías. Sé que la imagen, igual que la palabra, hace infinito el instante. No hay más que eso en la vida. Por eso a vos te escribo. Es mi reto. Hacerte infinita a través de mi palabra apenas balbuceante.
viernes, 30 de marzo de 2018
DEFINICIÓN DE METRO
Mi idea de metro cambió conforme crecí. Recuerdo que un día, mi papá, muy orgulloso, soltó la cinta métrica y le dijo a mi mamá que ya medía un metro. Mi papá, en la puerta del cuarto, que era de madera, acostumbró ir anotando medidas conforme crecía. El día que dijo que yo medía un metro él se puso orgulloso y yo me sentí importante. Pensé que otro momento decisivo en mi vida sería cuando llegara a los dos metros. Pobre de mí, no sabía en ese instante que tenía genes culturales que, con trabajo, superaría el uno con sesenta.
Luego, un día, me asombré ante el metro de madera que usaba el maestro en clase para dibujar los cuadrados o triángulos en el pizarrón y que era el mismo metro que empleaba don César para trazar las líneas en la tela que serviría para hacer pantalones y sacos. El maestro de primaria tuvo el mal tino de confundir la vocación del metro, porque en lugar de usarlo como un instrumento de medición lo empleó como instrumento de tortura, porque daba reglazos a los alumnos que no sabían la lección.
Pero cuando la palabra metro tomó otra connotación fue cuando fui estudiante universitario en la Ciudad de México y subí por primera vez al tren subterráneo que así se llama. Es comprensible entender que, viviendo toda mi vida en Comitán, una modesta ciudad chiapaneca, me cayó en gracia y en desgracia la idea de subirme al Metro; es decir, yo había visto, en el cine, escenas de personas subiendo a los trenes subterráneos, pero nunca imaginé que tal medio de transporte se denominara como Metro (Luego aprendí que era un apócope de Metropolitano).
Por una asociación mental extraña pensé en el metro del maestro a la hora que, por primera vez, subí al vagón, en la estación Insurgentes. Mi asociación mental me llevó a recordar lo que Romeo decía: “¡Ya me las pagará cuando sea grande, ya me las pagará!” Romeo juraba que el maestro pagaría todas. Romeo lo decía porque era el alumno más travieso, por lo tanto, el más “medido”. Cuando subí al vagón, entre atropellamientos de la multitud que entraba y todos los que salían, pensé en el cambio de vocaciones de los instrumentos y chunches del mundo. Mi tía Maruca me hizo la recomendación de que tuviese mucho cuidado con mi cartera, porque en el Metro había muchos delincuentes: “Están en todas partes y la policía nada hace para evitar los robos”; es decir, el metro seguía siendo algo que no era agradable, no era agradable, porque el mundo insistía en cambiar su perfil. El metro de la escuela estaba diseñado para hacer mediciones y para trazar líneas en el pizarrón; el Metro había sido pensado como un medio de transporte, como un maravilloso medio de transporte, porque su condición de topo le permite viajar sin interrupciones. Y sin embargo, yo debía tener cuidado al subir al vagón del Metro, porque podía ser sujeto de asalto. Pensé que era bueno que mi tía hubiera dado la advertencia; en mi casa de infancia, mis papás no me habían advertido que al “subirme” al vagón de la escuela, un facineroso podía robar mi tranquilidad a base de reglazos, hechos con un sencillo metro. ¿Qué podíamos pensar cuando el maestro nos daba la regla y nos exigía que trazáramos una línea en el pizarrón? Romeo nos decía, a la hora del recreo, sentados en la rotonda que rodeaba al enorme árbol, que en ese momento sentía ganas de darle de reglazos al maestro, decía que nada le gustaría más que verlo abatirse frente a él, caer hincado y suplicar perdón.
Y nada de esto se encuentra en la definición de diccionario que privilegia que es “una unidad de longitud” y que también es un instrumento para medir que tiene cien centímetros y que, también, es el nombre con el que se conoce el tren subterráneo (Subway). Ningún diccionario dice que el metro puede ser una “unidad” de tortura estúpida o un lugar donde un pasajero puede ser asaltado.
jueves, 29 de marzo de 2018
NO DE MEDIOS, DE CUARTOS
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: Mujeres que usan el cabello a rape y Mujeres que son como un cuarto a la hora de la lluvia.
La mujer cuarto de lluvia tiene ventanas cerradas. Las personas advenedizas creen que ella llora, pero los expertos saben que no es así, si sus cristales están empañados es porque limpia su espíritu con el agua del cielo y no con el agua bendita que no siempre es recomendable.
Si uno considera que un cuarto no es sólo las cuatro paredes, puede entender que a este tipo de mujer la define la cantidad de muebles que contiene. Tiene puertas, ¡eso sí! A veces tiene más de una puerta. Jamás he conocido a una mujer que tuviese cuatro o más. Lo que sí posee son ventanas. A veces sus ventanas son amplias, espaciosas. La luz entra y juega por el interior como niña hiperventilada. A veces puedo ver cómo la luz penetra por algún hilo de cortina y forma un caminito donde el polvo es como un tobogán liviano.
Una vez, en un pueblo de la costa chiapaneca, una matrona se acercó a la mesa donde bebíamos cerveza, se sentó abanicándose y, bebiendo de mi cerveza, que ya estaba tibia por el calor intenso que se desparramaba por las paredes de caña, dijo que si queríamos conocer a una mujer cuarto de lluvia que sólo tenía dos paredes. Mario, quien ya estaba medio bolo y quien siempre ha sido un hombre intrépido, dijo que sí, que cuánto por conocerla, cuánto por llevarlo a ver a esa mujer insólita. La matrona se echó para atrás en su silla, tomó un cigarro de la cajetilla y pidió que le diéramos lumbre. Yo saqué un cerillo y lo prendí. La matrona me ignoró, vio a Mario y le dijo que nada cobraría, pero que no lo llevaría solo a él, me vio y dijo que yo también debía ir. Yo me negué, pedí otra ronda de cervezas (incluí una para ella) y dije que no creía en la existencia de una mujer cuarto de lluvia con sólo dos paredes, expliqué que la definición de cuarto exige, cuando menos, la existencia de tres paredes. En Comitán conocí a una mujer que tenía tres paredes: en una tenía una puerta, pequeña; en la otra pared tenía una ventana, grande; y la tercera pared la empleaba para colgar fotografías familiares. Ahí estaba ella de niña, en la playa; de adolescente, recargada en un auto, con tres amigos; en la oficina, donde trabajó hasta jubilarse. Ella pasaba su día viendo la calle desde la ventana o viendo las fotografías. Siempre tenía un pañuelo en el regazo, con el pañuelo se limpiaba las lágrimas que soltaba al sentir la nostalgia de la vida. No hay escena más triste que ver la calle y ver a la gente que por ahí camina. Cuando entré en aquella mujer sentí agobio, opresión, no podía respirar en forma completa. Le pregunté cómo podía resistir tanto tiempo en un lugar tan opresivo y ella, con su mejor sonrisa (tal vez la primera que lanzaba desde que estaba en ese encierro) me dijo que esperaba que alguien, un hombre alto, atento, con ropa de primera clase, la amara y con ello construyera su cuarta pared. Ahí entendí que todos los seres humanos estamos incompletos, que tenemos paredes escarapeladas; ahí entendí que una mujer de dos paredes puede, en algún momento, alcanzar a levantar una tercera pared, pero también puede (¡qué destino tan cruel!) perder una pared y quedarse como un tronco a mitad de la campiña. ¡No!, dije, no iré con ustedes a conocer a esa tullida. La matrona no aceptó la cerveza que le ofrecía el mesero, tomó la que yo bebía y la escupió, dijo que yo era un cuarto sin techo, que era una mierda, se paró y se fue. Vi su enorme trasero pasar por la puerta. Mario me dijo que él sí creía en la existencia de esas mujeres extrañas y me contó que una vez, en Veracruz, había conocido (arriba de un barco, en un camarote) a una mujer cuarto de lluvia con cinco paredes. Me contó, excitado, sudoroso, que había sido una experiencia sin igual. Se había enamorado de aquella mujer pentagonal. Mario, iluminado, me dijo que aquella mujer se había arrojado al mar, desde la baranda del barco.
La mejor mujer cuarto de lluvia es la que tiene dos puertas y tiene la capacidad para dejar entrar y salir por ellas a sus amados. La mujer más preciada es la que da acceso por la puerta trasera y deja salir por la delantera.
La mujer más deseada es la que posee el mínimo menaje: una silla de mimbre cerca de la ventana; una radio, antigua, con estática, y un librero lleno de libros de poesía; una barra con botellas de ron para celebrar la vida; un tapete; un candelabro, que en la noche es como un arbolito de navidad de cabeza; un par de cojines, de terciopelo; una lámpara de pie para alumbrar las noches de tormenta; una mesa de madera, que bien puede servir para apoyar la computadora o para cenar un pan compuesto; una cafetera; un cesto para colocar los paraguas; y un piso de madera, para que al caminar descalzo, el cuerpo sepa que todo es como un campo lleno de margaritas.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: Mujeres que son como un campanario sin campana y Mujeres que son como el nudo mal hecho de una corbata.
miércoles, 28 de marzo de 2018
MIRADA DE PERFIL
Apenas entramos al espacio, Pau dijo: “Mirá, tío, quiere salir”. Se refería al personaje del mural en cerámica, del maestro Robertoni. Sí, dijo la mamá de Pau. Yo nada dije. Pensé que cuando un artista realiza tal prodigio logró su intención. El mural está expuesto en el patio al aire libre, en la parte posterior del edificio que fue presidencia municipal, de San Cristóbal de Las Casas.
El personaje, como Pau lo vio, no sale del mural: Quiere salir. Y en ello radica la diferencia entre lo que hace un artesano y un verdadero artista. Una vez, en el Museo de Arte Moderno, en Chapultepec, mi amiga Rocío Franco, frente a un cuadro de Dalí dijo algo parecido a lo que Pau mencionó: “Mira, Alex, ese mar quiere salir del cuadro”. No salía. ¡No! Quería salir. Como si esa sábana de agua estuviera oprimida en ese espacio y quisiera desparramarse. Desparramarse, no en el piso de mármol, sino en el espíritu de cada uno de los espectadores. Porque sabemos, ¡vaya que lo sabemos!, cuando nos paramos frente a una obra de arte, la escena quiere salirse de los límites del marco y parece inundarnos. El arte (esa es su infinita Gracia) está más allá del marco en que lo físico lo encaja. En dos o tres ocasiones sentí eso en la sala de la Cineteca Nacional, la escena que se proyectaba en la pantalla rectangular parecía desparramarse. Por eso, una de las grandes películas de la historia del cine mundial es “La rosa púrpura del Cairo”, donde el protagonista camina no sólo en el piso de la cinta proyectada, sino también en el piso de la sala del cine y, ¡es lo fantástico!, en el piso de la estancia del espectador.
“Quiere salir”, dijo Pau. Y vimos al personaje de Robertoni que, insisto, no sale (sobresale) del plano, sino que intenta salir, para decirnos algo, para tocarnos.
Pau, un minuto después (niña al fin), dejó de ver el mural y corrió hacia donde está un espejo de agua, se inclinó y metió las manos y jugó a que ellas eran pececillos. Su mamá me dijo que el agua estaba sucia, fue tras Pau, me vio y dijo que las alcanzara. Yo me quedé sin moverme ni un centímetro. No quería ver el mural de frente. Estuve viéndolo así, tal como Pau lo había visto. Porque el personaje de Robertoni (su mural se llama “Todo se mueve y cambia en el universo”), en efecto, quería salir. ¿Salir de dónde? ¿Para qué? ¿Para llegar a dónde?
Quería salir y estaba detenido, como si quisiera jugar con la idea de Robertoni, como si quisiera decirnos que, a veces, no nos damos cuenta precisa, pero el universo también se modifica cuando la inmovilidad total aparece. Pau corría alrededor del espejo de agua, su mamá caminaba, sin perderla de vista. Yo permanecía “clavado”, mientras veía el personaje, “atrapado” en el mural, detenido en el instante infinito.
La genialidad de Robertoni permitió que este mural, más que de frente, fuera comprendido en su complejidad al verlo de lado. A veces, los seres humanos insistimos en ver de frente, como mero recurso lingüístico, herencia de siglos, repetimos lo de: “Decímelo de frente”, como si el frente de los objetos o de las personas o de las circunstancias fuera el mejor camino para hacer que, como Robertoni advierte: “cambie el universo”.
Yo tenía de frente los arcos del fondo. Pensé: ¿Y si caminara hacía allá y me colocara de tal manera que no lograra ver el frente? ¿Si me parara al lado del muro y cancelara el hueco del arco? ¿Qué pasaría? Podría, en cualquier instante, aparecer un pájaro detenido en el pretil asomando su cabeza, imitando al personaje de Robertoni, queriendo salir de ese hueco, de ese vacío.
Ya no hice lo que pensaba, porque Pau y su mamá llegaron hasta donde seguía “clavado”. Pau me enseñó sus manos y dijo que estaban húmedas y frías y para que yo lo comprobara colocó sus manos en mi cara y yo le pedí que se pusiera a mi lado y que viera mi perfil y que dijera qué veía. Ella se puso a mi lado, alzó su carita y vio mi perfil y dijo que tenía yo papada y rio.
El mural de Robertoni permanece en ese espacio a la intemperie. Cada pieza del mural estuvo sometida al fuego en el horno. Ahora está sometido al viento y al agua de lluvia. ¿Qué falta? ¡Nada! Nada falta porque el mural está hecho con losetas de arena, ¡de tierra! Ahora que el mural está expuesto al aire libre concentra los cuatro elementos. ¿En dónde está el quinto elemento?
El personaje, como Pau dijo, quiere salir, salir del fuego y vestirse de aire, del mismo aire que abraza (abrasa) a las personas que por ahí pasan, que se detienen a reflexionar tantito en la sentencia: “Todo se mueve y cambia en el universo”. Esta es otra de las gracias del arte.
lunes, 26 de marzo de 2018
DEFINICIÓN DE NÚMERO
Por más resistencia que oponga, el ser humano termina siendo un número. Es un número durante su vida. Se vanagloria de su nombre y lo presume por todos lados, bueno, menos aquellos que están inconformes con el nombre que le asignaron sus padres en un mal momento, los padres que siguieron la conseja del calendario o los que se dejaron llevar por el alud de la fama de los artistas. En Comitán, muchos esconden detrás de una C el nombre de Caralampio, porque no les satisface; de igual manera, muchos eliminan el Ponciano, porque la terminación se presta a albur (y al decir “presta” no intenté alburear. Lo juro).
Los números, a pesar de ser ingratos para designar a un ser humano, no son crueles, a menos que en la lista del salón, al alumno le toque el número 41, que es el número que (no sé por qué) se relaciona con los homosexuales.
En los lineamientos de la Reforma Educativa debería haber un apartado que prohíba, de manera terminante, que el pase de lista se realice a través de números; debería haber un apartado que exija que el pase de lista se haga a base de nombres propios, porque la costumbre del pase de lista a través de números sólo abona a la indefinición de la personalidad, por eso, al menos en mi pueblo, muchos son felices cuando les dicen sus apodos. ¡Claro! Las letras son más significativas que los simples números; es decir, todo mundo advierte la grandeza de los Diez Mandamientos, pero la eminencia radica en los preceptos y no en la simple secuencia numérica; es decir, todos estamos de acuerdo en que si el mandamiento dos fuera el tres (“No tomarás el nombre de Dios en vano”) no habría modificación alguna, porque (es principio matemático): “El orden de los factores no altera el producto”. En cambio, la modificación en las letras sí cambia el sentido de todo. Si juego con la palíndroma “ama” veo que es lo mismo, pero si cambio el orden de la palabra rama y la convierto en amar el sentido es diametralmente opuesto, porque, como dice el sobado chiste: No es lo mismo Ramona Cabrera, que la cabrona ramera.
Somos números. Hay personas (las conozco, de veras) que se aprenden de memoria “su número” del Seguro Social y el de la tarjeta de débito. Hay tarjetas bancarias (ustedes las conocen) que no están personalizadas, que son un simple chorizo de números.
Cuando solicito un tanque de gas, para la casa, la señorita (siempre amable) me pide mi número de teléfono. Introduce este número en su base de datos y entonces ya me identifica. El otro día (lo juro) me topé con un ex compañero de la secundaria y él, sin reconocerme a cabalidad, me vio a los ojos y dijo: “¿Vos sos el dieciocho de la lista?”. Yo quedé atolondrado, nada dije, me despedí, pero conforme iba caminando con rumbo al mercado para comprar una bolsa de cacahuates, pensé en la memoria prodigiosa del ex compañero, porque, en efecto, yo era el dieciocho de la lista. ¿Se había aprendido de memoria los números de todos? Tal vez fue más sencillo que aprenderse la relación de nombres.
Cuando alguien me menciona por número no hago caso. En el banco pido favor a un amigo para que pase a depositar, y cuando hago fila para comprar las tortillas no digo que soy el número tres de la fila, ¡no!, a cada uno de los que me anteceden les invento nombres y así digo que estoy detrás de Carmelita o de Alonso.
domingo, 25 de marzo de 2018
UNA TARDE
Una tarde me sentí vacío. Fue una bobera. Estábamos en una cantina, y Eugenio dijo, y lo vi como guajolote esponjando su plumaje: “Mi papá es tío de López Portillo. El jefe de todos es sobrino de mi papá”. López Portillo era presidente de la república y el papá de Eugenio manejaba un auto de lujo y tenía una residencia con alberca en Cuernavaca.
Los demás, hijos de hombres que eran amigos también de gente famosa, rieron. Alfonso dijo que su papá estaba en París, había asistido a un Congreso Mundial de Urología. Los demás rieron. También lo hice yo. Pero yo me sentía como el vaso de Armando, que dejó de estarlo porque Alfonso volvió a verter un poco de ron, hielo y coca.
Como si fuera un juego de ruleta, yo esperaba, fatalmente, mi turno, la hora en que todos me vieran y preguntaran de quién, famoso, era amigo mi papá. Mientras bebía el último trago de cerveza que quedaba en mi vaso y veía cómo los árboles del fondo de la cantina se movían por el viento, pensé que a mi papá le gustaba escuchar música francesa, interpretada por un, para mí, desconocido acordeonista. Escuché que los demás reían, tal vez Eugenio había comentado algo ingenioso. Se hizo un silencio. Los árboles dejaron de moverse. Sentí las miradas de todos sobre mí; sentí la obligación de decir algo. Dije, entonces, que el papá de Gustavo era amigo de Sabines. Sabines padre, en ese tiempo, era gobernador de Chiapas. Todos me quedaron viendo como si del cielo cayeran peces o volara un pterodáctilo. Alcé el vaso y dije que ya había terminado. Los demás rieron y Alfonso tomó la botella y me sirvió. Sentí que mi espíritu, igual que el vaso, se llenaba, volvía a su condición normal.
No obstante, de vez en vez, pensaba en aquella tarde y pensaba que mi salida había sido falsa, cobarde. Esa tarde, tarde en que acabamos en Garibaldi, escuchando mariachi y bebiendo tequila, debí decir lo que había pensado, decirlo como una forma de limpiar el mueble donde estaba la carpeta que tejía mi mamá en crochet o como una forma de mirar la silla donde mi abuelo, por las tardes, se sentaba a escuchar la radio de onda corta, que sintonizaba en una estación de Rusia. “¿Tu abuelo sabe ruso?”, me preguntaba José y yo decía que no, pero luego, cuando llegaba del taller de dibujo, y veía a mi abuelo con su barba hasta el pecho, pensaba que sí, que tal vez mi abuelo había llegado, de joven, desde aquellas estepas y acá se había cambiado de nombre y acá había aprendido a hablar español y había tomado un nombre castellano y había tirado sus apellidos originales, pero mi mamá decía que no, que mi abuelo había nacido en la costa de Chiapas, y en plan de broma, decía que su color de piel jamás podía ser de otra parte, que era como de iguana, de iguana chiapaneca, pero yo, cuando veía su mirada, más de hielo que de sol, pensaba que, tal vez, mi abuelo había sido pariente, lejano, pero pariente, de algún Zar o de aquel personaje maravilloso de Verne, que aparece en la novela “Miguel Strogoff”.
Fui un atolondrado, aquella tarde, a la hora que alzábamos los vasos y brindábamos por la vida (ahora lo sé, pero en ese tiempo era un joven inexperto y acomplejado), no debí turbarme ante la riqueza material de mis amigos y debí enorgullecerme de lo que era mi padre y mi abuelo. Debí contar que mi abuelo, todas las tardes, escuchaba una estación de aquel país, ¡en ruso!, sin fijarme si ello generaba burla. Debí contar que mi papá se sentaba en la sala y escuchaba música francesa, en acordeón, porque, tal vez, mi papá, con sus ojos verdes, de árbol en primavera, de agua limpia del Sena, había sido pariente de algún músico francés.
No lo hice. La rama de aquel árbol ya está quebrada. No puede pegarse con Resistol. Pero, ahora que sé que mi árbol es tan inmenso como el de los demás amigos de aquella tarde, bien podía decir que yo, igual que el papá de Gustavo, soy amigo de Sabines, de Sabines el bueno, el poeta. Que sólo una vez me topé con él, en el Pasaje Morales, de Comitán, pero que me gusta mucho su poema “Cómo puede decirse un amanecer en Comitán” y con eso puedo decir que sí, que soy amigo de él, a pesar de su muerte, a pesar de sus huesos puestos a secar en el tendedero de esta tarde.
Puedo, ¡de veras puedo!, ahora, alzar mi vaso, brindar y decir que mi papá fue primo de mi tía Zoilita y de mi tío Fernando, abuelos de Mónica Zepeda. Mónica es poeta y está llamada a ser una de las voces jóvenes más importantes de la poesía de esta patria.
¿Cómo es la voz de Mónica? Acá una muestra de ello, acá su poema
MI CRUCIFIXIÓN
Yo quería mi cabeza sin corona,
las espinas sin mi sangre
el martillo en vez de clavos
y otro cuerpo en esta cruz.
Sí, ahora, igual que ellos, los amigos de aquella tarde, puedo alzar la voz y, ¡muy orgulloso!, esponjarme, no como jolote entelerido, sino como un ave del paraíso, región esta última de donde la poeta recoge las palabras decantadas de una poesía que, como toda buena poesía, sugiere una orilla donde el universo es un niño que se tira sobre el pasto y mira el cielo y busca un hueco.
sábado, 24 de marzo de 2018
CARTA A MARIANA, QUE ENVÍA HUGO TRUJILLO FRITZ
Querida Mariana: Hugo envió una carta para vos. Es la tercera que te envía. El motivo se explica por sí mismo. Ya vos sabrás qué pensar y qué decir. La carta va con posdata y toda la cosa.
Cuando Hugo te envió la primera carta me dijiste que te sentías halagada. ¡Cómo no! Pienso que sos una muchacha comiteca privilegiada, porque en estos tiempos muy pocas personas reciben cartas extensas. La mayoría está acostumbrada a recibir tuits y whats; es decir, mensajes breves. El otro día oí que un par de muchachos (él y ella) bromeaban: “¿Me prestás tu tuit?” “Sí, pero si le ponés globito al Whats”. Después que reflexioné tantito le encontré el sentido. Reí. Estaban jugando con el lenguaje.
Cuando recibiste la segunda carta de Hugo me dijiste que no cabías en tu calzón y me pediste que te dijera quién era Hugo y por qué te enviaba cartas. ¿Quién es Hugo? Te conté que yo lo conocí en la preparatoria, él iba uno o dos años después que yo. Lo conocí como un chavo de ideas libertarias (lo sigue siendo) y que participó en el grupo juvenil que impulsó el padre Joel Padrón, un grupo que, entre otras cosas, creó un conjunto de música moderna que tocaba a la hora de la misa. Has de imaginar que eso fue un instante revolucionario sin par. Los fieles acostumbrados a que el padre nuestro se cantara con el acompañamiento de órgano o de guitarras acústicas, una mañana de domingo se fue para atrás cuando vio, junto al altar, a los chavos con melena, y escuchó el padre nuestro en un ritmo roquero de batería y guitarras eléctricas.
Nunca tuve mayor relación con él. Hugo tenía su grupo de cuates y yo tenía los míos. No coincidíamos porque él fue un chavo avispado y yo fui más bien tímido, casi apocado. Yo no dejaba de admirar la intrepidez de Hugo y de sus amigos. ¿Puedo decir que él era un chavo de ideas radicales y yo un chavo de ideas moderadas?
¿Por qué Hugo te escribía? Dije que no sabía. En lo interno, a mí (igual que a vos) me daba gusto saber que Hugo te escribía, porque era un reconocimiento a tu calidad de personaje público; es decir, mucha gente no te conoce físicamente, pero te conoce a través de las cartas que te envío. El día que, en el Museo de la Ciudad, hubo un reconocimiento a la trayectoria de las ARENILLAS, vos (en el mensaje grabado que enviaste) dijiste que no estarías presente porque “todos los reflectores estarían sobre vos”. Hoy, de nuevo, los reflectores se apagan en mi escenario y brillan para el escenario donde están Hugo y vos. Muchas mujeres en el mundo han trascendido porque, en su momento, recibieron cartas de personajes importantes. Hugo Trujillo Fritz es un personaje comiteco de relevancia. Desde los años setenta ha sido combativo y audaz. Imagino que su cuarto de juventud tenía carteles del Che y en su librero no faltaba “El capital”, de Marx.
Ahora no escribiré posdata. La carta y la posdata son de Hugo. Ya me contarás qué te pareció esta tercera carta y cuál será tu respuesta a lo que acá Hugo te dice. Adiós, niña.
Hola Mariana:
Ha pasado mucho tiempo desde que te escribí la última vez. Estimada Mariana, no sabes cuánto lamento no haber podido escribirte antes, pero andaba muy ocupado; bueno, ya sé, esto es lo que siempre se dice, pero en realidad, uno se da su tiempo para todo; claro, cuando uno en verdad tiene deseo de comunicarse con alguien, por lo que no hay pretexto que valga ante tal descuido y desatención para tan distinguida dama. Espero tengas en cuenta que he estado pendiente de las cartas que te envía el amigo Alejandro y es por esta razón que ahora te escribo.
He estado pensando y releyendo algunas de las cartas que recibes de Alex y ahora caigo en la cuenta que nunca he leído una respuesta tuya para nuestro estimado Molinari, no he encontrado nada y te diré, en verdad, me eché un clavado en el mundo de las Arenillas para encontrar algún rastro de algún pensamiento tuyo hacia él o algo que tú le cuentes y no hallé nada.
Entonces me pregunté: ¿Qué pasa? ¿Por qué Mariana nunca ha escrito nada, ni siquiera una respuesta, a tan insistente escritor? No puede ser, hay algo que anda muy mal. ¡No! Nada mal anda por ahí, lo que pasa -me contesté- es que tú, Mariana, tienes el privilegio de pasear con nuestro amigo, por esas calles de bajadas y subidas de Comitán. Imagino que platican intensamente, de todo, en esos momentos solos (a menos que también los acompañe la amiga Paty, su Paty de Alejandro, por cierto, una buena amiga). Deben pasear comiendo ricas paletas de Chimbo o de Nanche, recorriendo la ciudad y desde luego criticando a los que pasan o los letreros que ven y riéndose a todas sus anchas. ¡Qué dichosos son ustedes!, me dije.
Pero, también se me vino a la cabeza: “A mí, Mariana tampoco me ha contestado”. ¡Claro!, yo no merezco una respuesta a las dos misivas que te he enviado; pero, a los cientos de cartas que te ha enviado el paisano, no puede ser más que una falta de respeto, diría mi abuelita. Ahí fue cuando caí en la cuenta. Recuerdo que mi abuelita me decía: “Qué ingrato sos, te escribo y vos nunca me contestás”. Ella siempre me escribía cuando yo estudiaba en la Ciudad de México, y yo sólo una vez le contesté. Ella me decía que no sabía escribir, pero siempre hacia el esfuerzo de hacerlo. Antes, escribir cartas era una manera de comunicarnos con los seres que extrañábamos, era una forma de decirles a ellos que los recordábamos. Ahora ya no es como antes; ahora, las cartas pasaron de moda, ahora existen el whatsap, el Facebook o los mensajes en el celular. Sin embargo, pienso que debemos escribir cartas y más tú, Mariana, que tienes muchas que te han mandado y no has tenido la delicadeza de contestar ¡una sola! Claro, me dirás, no has contestado, porque no sabes escribir tan bonito como el que te manda esas hermosas cartas, relatando cada suceso o acontecimiento que pasa en nuestro bello Comitán; pero ¡eso se resuelve!
La propuesta es que, un día que vayas a pasear con la pareja Molinari-Alcázar, por el rumbo de las Siete Esquinas, o por el bulevar, o subiendo por la tercera calle, le digas a Molinari que el tal Hugo te lanzó un reto. Dile: “Hugo dice que yo te escriba, pero como no sé escribir como tú te mereces, me propuso que te platique lo que te escribiría y tomas apuntes y luego, lo que yo te diga, me lo escribes en una carta; es decir, me escribes una carta que cuente la carta que te estoy dictando”.
Recuerda, Mariana, que nuestro escribano es hábil y gran conocedor de las letras. La carta que le dictes, la retomará en una de las cartas que te escribirá. ¡Qué loco, no! Jajajajaja. Pero, bueno, hagamos ese intento.
Si no tienes tema, te sugiero uno: A miles de lectores de cartas, que Alejandro te envía, los tienes en un gran misterio, tratando de descubrir quién eres, cómo eres, si eres delgada, gordita, rubia o morena. Como comiteco te puedo decir que eso se preguntan, porque somos bien criticones y nos encanta el chisme; pero, dejemos a un lado eso, y cuéntanos mejor sobre tus gustos, sobre tus sentimientos, qué novelista y qué novela te gusta, qué lees; cuéntanos sobre la película que te gusta o la canción que te enloquece y te hace bailar; cuéntanos sobre lo que piensas de estas absurdas campañas electorales, en fin, cualquier tema es bueno, lo que importa es que tú contestes una carta, de esa manera sabremos más de ti para que no nos tengas con ese misterio que ronda tu nombre.
Te propongo esto, porque es muy gacho que Alejandro -diría García Márquez- “No tiene quien le escriba; aunque sabemos que eso no es cierto, Molinari tiene mucha gente que le escribe, pero ahora el reto es que él mismo escriba la carta que tú le dictes, para que luego te la mande en una carta de esas que cada semana te envía.
Bueno me despido de ti, no sin antes decirte que, aunque no lo creas, tengo una carta que te iba enviar, pero me arrepentí, dado que soy un poco agudo e insistentemente toco los temas que son polémicos, desde luego temas políticos, como es el caso de la inconclusa obra de la Planta de Aguas Residuales de Comitán, donde se ha invertido mucho dinero y ¡nada que termina! Decidí no enviarla, hasta que vea, con mis propios ojos, cómo va la obra. Estando allá te la mando, mientras tanto recibe un fuerte abrazo y espero pronto poder conocerte, aunque sea por estas líneas.
Tu amigo Hugo Trujillo Fritz
P.D. Ojalá podamos saludarnos esta Semana Santa, allá donde quedó mi mushuc.
viernes, 23 de marzo de 2018
¡LAS BOBERAS DEL BOOM!
En los años setenta se catapultó un fenómeno literario que se conoce con el nombre de Boom Latinoamericano. Julio Cortázar (integrante de tal movimiento) dijo que lo importante de ese boom fue que los lectores del continente hallaron a escritores del propio continente. Antes, todo mundo volvía la vista hacia Francia, Inglaterra y demás países paridores de novelas excelsas.
¿Quiénes son los escritores sobrevivientes de ese movimiento revolucionario? Ya fallecieron Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Juan Carlos Onetti. Parece que el único sobreviviente es Mario Vargas Llosa, escritor que sigue echando pólvora a lo queda de aquella mecha. Y digo esto, porque ahora medio mundo ha criticado algunas declaraciones chochas que Mario ha dicho. En un encuentro televisivo realizado en México, en 1990, Vargas Llosa, frente a su amigo Octavio Paz, se atrevió a decir que México era la “Dictadura perfecta”, y que esa dictadura la había logrado el PRI que llevaba gobernando al país varios decenios. Tal declaración sirvió para que Mario fuera cortésmente invitado a abandonar el país. Ahora en 2018, en víspera de elecciones para elegir presidente de la república, muchos años después de aquella declaración, Mario bandea al otro extremo y vuelve a meterse en asuntos políticos y declara que un triunfo de López Obrador haría que México “retrocediera” a una democracia populista y demagógica. La declaración demuestra que don Mario (excelso escritor de ficción, a mí me encantan sus novelas “Los cuadernos de don Rigoberto” y “La tía Julia y el escribidor” y “Travesuras de la niña mala”, así como el libro de ensayos: “La verdad de las mentiras”) ya anda chocheando, ni siquiera la sensualidad de su Isabel Preysler logra evitar la decadencia de ciertas neuronas, muchas ya no se le paran. ¿Quiere deslizar la idea, a los mexicanos, que vale más vivir en la dictadura que en la democracia? ¡Dios mío!
Pero no se crea que sólo Vargas Llosa cometió dislates. ¡No! Mi bien amado Julio Cortázar, en una entrevista se atrevió a decir que un lector pasivo era un “lector hembra”. ¡Santísimo Señor! Medio mundo feminista se le fue encima. Julito luego se retractó, pero ya había hecho la declaración en público y el daño, digamos, estaba hecho.
¿Y Gabrielito García Márquez? Bueno, medio mundo sabe que don Gabriel (¡qué pena!) no era muy ducho en cuestiones ortográficas, y si sus libros son decentes en su presentación es gracias al trabajo concienzudo de los correctores. Como a Gabo la ortografía le valía una pura y dos con sal, un día, en un congreso celebrado en Zacatecas, se atrevió a sugerir una “jubilación de la ortografía” del español que consistía en “enterrar las haches y hacer uso de razón en los acentos escritos” ya que, decía, “nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima”. ¡Padre eterno! ¡Soberana bobera del Premio Nobel de Literatura! Como los lectores de esta Arenilla deben imaginar esto también causó un revuelo polvoso.
Irene sostiene que estos compas fueron (y han sido y siguen siendo) deliciosos provocadores, dice que, en la intimidad de sus oficinas, piensan y repiensan cómo levantar polvo con declaraciones que, en muchos casos, rayan en lo absurdo. Porque, sostiene Irene, es imposible que mentes tan lúcidas, tan llenas de aire, tan creativas y creadoras, se atrevan a rebuznar de tal manera.
Julito y Gabo ya se salvaron porque descansan para siempre, pero Mario Vargas Llosa, único sobreviviente del boom, sigue aventando nubes de ceniza que ya no provocan más que rechiflas indignadas y pena ajena.
jueves, 22 de marzo de 2018
PARQUE DEGRADADO
¡No! No digan que es un grupo de amigas que se reunió para leer la Biblia. La fotografía fue tomada en el parque de San Sebastián, casi frente al templo católico. La fotografía tiene su encanto porque fue tomada desde un auto, a través del espejo lateral. Es una fotografía inusual de un hecho, por desgracia, ya muy común. Sí, la “Quintilla de Reinas del Parque de San Sebastián” se dedica a ejercer el oficio más antiguo del mundo. ¿Cuidadoras de un rebaño de dinosaurios? ¡No! La voz popular dice que el oficio más antiguo del mundo es la prostitución.
Este pasillo del parque de “La Corregidora” (¡Padre mío!) ya lo convirtieron en su oficina. Ahí atienden las solicitudes carnales.
¿Es correcto? ¡No! Es decir, si hablamos del oficio más antiguo del mundo hablamos de un oficio necesario. Ese no es el problema, el problema es cambiar las vocaciones a los espacios públicos y privados. El problema es que los parques no están concebidos como burdeles. ¡No! Acá, el problema es que este oficio atrae otros oficios ilícitos. Es como si en un restaurante de categoría, alguien dejara un trozo de carne podrida, al rato aparecerán los ratones y las cucarachas. La presencia de estas mujeres atrae a cucarachas en el parque de “La corregidora” (En Comitán, lo sabemos, hay una ironía fina y rápido le buscan el chiste fácil. La presencia de estas mujeres ha hecho que ya muchos comitecos al parque le llamen el parque de “La correcogedora”. Es un chiste, un mal chiste, pero da una clara idea de que el espacio se está degradando. Lo que pretendió ser un homenaje a una mujer de ideas libertarias se ha convertido en un espacio que la denigra). ¿Por qué la autoridad no hace algo para evitar esta degradación social? En muchas ocasiones, varios usuarios de las redes sociales han denunciado este hecho, porque las prostitutas y los teporochos (¡Ay, Señor, de qué se trata!) se han adueñado de este espacio público y se pasean como si fueran mujeres y hombres que pasean tranquilamente como los demás visitantes del parque, visitantes, estos últimos, que ven opacada su tranquilidad cuando algún teporocho se acerca a pedir monedas para comprar la botella de alcohol o una de estas mujeres se atreve a ofrecer un rato de placer a cambio de algunas monedas. Porque (es muy obvio) estas mujeres son de tarifa bara bara bara bara…
Es un peligro social, porque (como ya se enunció) la degradación de espacios es una epidemia que se extiende poco a poco. En el parque central sucede un fenómeno similar (en el central casi no hay teporochos, pero sí hay prostitutas y, un día, fue aprehendido un vendedor de yerbita).
En el sexenio federal anterior hubo un proyecto llamado “Rescate de espacios públicos”, que tenía la pretensión de adecentar los espacios que estaban abandonados. Acá, en el pueblo, por desgracia, se está haciendo lo contrario: Los pocos espacios familiares se están abandonando y ello propicia esta paulatina afrenta a las normas de convivencia. El programa de “Rescate de espacios públicos” tenía cercanía con aquella famosa Teoría de los Cristales Rotos, que demuestra que un espacio sucio y maltrecho propicia la delincuencia. Comitán, ¡qué pena!, va perdiendo sus espacios decentes. En la esquina de la casa de mi tía María tiene más de un mes que se fundió la lámpara y, como dijeran los clásicos, esta es la hora que no arreglan el desperfecto. Muchas calles del pueblo están sumidas en la oscuridad total, hecho que, sin darle mucha vuelta a la famosa teoría, provoca inseguridad y fomenta la delincuencia.
El que a plena luz, la prostitución prolifere en espacios públicos es una vergüenza. Y no se vale emplear el argumento muy sobado de que estas pobres mujeres necesitan ingresos para su subsistencia. Ya se dijo que es un oficio necesario, pero, por eso, en todas las ciudades del mundo, existen zonas rojas (acá se llama zona rosa, en un absurdo eufemismo, ya que el color rojo sí está de acuerdo al oficio, mientras que el rosa, por ejemplo, es símbolo de la lucha contra el cáncer de mama). El problema acá presentado es la presencia de prostitutas en un espacio que no es un burdel; el problema es la vocación de espacios; es la insolente apropiación de lugares públicos para prácticas privadas.
La imagen presentada es cosa de todos los días. ¿Qué espera la autoridad municipal para rescatar este espacio público?
miércoles, 21 de marzo de 2018
SED DE EFICIENCIA
Los tiempos cambian, pero algunos modos persisten. Acá están los míticos chorros del barrio La Pila, en Comitán. Este espacio es emblemático, en la primera mitad del siglo XX el lugar se llenaba de burreros que colocaban los barriles de madera debajo de los chorros para llenarlos. Por supuesto que no eran estos chorros, había una enorme pila en el centro de la plaza (de ahí el nombre del barrio), pila que -sostienen algunos cronistas-, fue derruida, más o menos, en el año de 1945. Los burreros subían al centro de la ciudad para vender el agua en las casas de los ricos.
Hoy, acá se ve, los barriles de agua fueron sustituidos por bidones de plástico; y los burros fueron sustituidos por autos; en esta ocasión, por un simpático tsurito, que su propietario usa como transporte público.
La tarde de la foto, el hombre llenó diez bidones y cinco botellas de un litro (es en serio), luego aprovechó para limpiar el exterior de los tapones de las llantas. Me acerqué al hombre y le deslicé la pregunta de para qué cargaba el agua y el comentario fue el esperado. En Comitán (medio mundo lo sabe y lo padece) hay una gran escasez de agua en los domicilios. Las autoridades insisten en decir que pronto se solucionará el problema y sostienen que el problema del abasto no es exclusivo de este trienio, que es un problema provocado desde tiempos de verdes, amarillos, azules, negros y morados. Mientras los comitecos, los de a pie (o de carro sencillo como en este caso) lo único que tienen como prueba irrefutable es la carencia del agua en sus domicilios, trienio tras trieno, lo que, a primera vista, habla de una incapacidad y desidia de las autoridades de cualquier color. Como me dijo el hombre, él llega todos los días, en la tarde, a cargar sus bidones y a llevarlos a su casa, que está en el barrio Pashtón Acapulco (sí, así se llama el lugar. Es como una ironía del destino porque en este Acapulco lo único que hay es un mar de piedras y, según el decir del hombre, en muchas zonas de su barrio tiene más de seis meses que no llega ni una gota de agua. ¡Seis meses! Conozco amigos que llevan más tiempo sin recibir agua en sus casas). El hombre, con sonrisa conformista, dijo que cuando menos él tiene su carrito para llevar el agua, pero muchos de sus vecinos batallan más para obtener el agua. ¿Cisterna? ¡No, con qué trabajo uno de esos tinacos rotoplás que regaló el presidente! (Vaya, menos mal). ¿Las autoridades les mandan pipas de vez en vez? No, cómo puede usted creer. Nada. Las pipas son para llenar las cisternas de los políticos, para sus albercas. Cuando la escasez es mucha, los vecinos se cooperan y compran una pipa, que está bien cara.
El problema de la escasez de agua no es exclusivo de este pueblo. La Ciudad de México, por ejemplo, cien o mil veces más grande que Comitán, padece el mismo mal. Hay colonias periféricas, como las de acá, donde sólo llegan pringuitos de agua, muy de vez en vez. Un elemento que contribuye a la escasez es el de las fugas. La red distribuidora tiene tubería vieja. Muchos tubos, oxidados, tienen hoyos. Por ahí, sin que esto sea visible, se fuga mucha agua.
¿Y la incapacidad y desdén notorio de las autoridades? ¿Y la deuda que carga el ayuntamiento a la CFE, que obliga a que ésta última corte la energía eléctrica, con lo que el servicio de bombeo se detiene? ¿Y la morosidad de los usuarios al no pagar la cuota mensual con el argumento manido de que no pagarán algo que no reciben? ¿Y el desperdicio de quienes tienen la fortuna de recibirla y riegan la calle como si creyeran que ahí crecerán árboles de agua? Como dicen los entendidos, el problema es multifactorial. ¿Quiere esto decir que el pueblo nunca tendrá agua en sus domicilios? ¿No existe alguien que tenga una propuesta “multifactorial” que dé solución a problema tan ingente? ¿Cuál es la propuesta de quienes ahora comienzan a levantar la mano para ocupar la silla presidencial?
El hombre terminó de llenar sus bidones, los cargó en la cajuela y se despidió, de mano, de mano recién lavada, fría. El agua de La Pila se fue hasta Pashtón.
Un minuto después se estacionó una camioneta que, en la góndola, llevaba amarrado un rotoplás y colocó una manguera en el interior del canal de uno de los chorros. La caída de los otros chorros se interrumpió, todo pareció fluir hacia la manguera. El hombre prendió un cigarro, echó humo al aire y esperó que el tinaco se llenara. ¿Para dónde viajaría esa carga? Ya no pregunté. La tarde ya caía, la fronda de los árboles del parque ya se llenaban de pájaros y su chachalaquerío se unía al silencio de los chorros que habían dejado de regar la vida.
Los tiempos cambian, pero algunos modos persisten. Por desgracia, la apatía de las autoridades hace que cada vez el problema de la falta de agua en las casas sea más dramático.
martes, 20 de marzo de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A SERGIO
Querida Mariana: En el periódico La Jornada, del domingo 18 de marzo, apareció una fotografía donde está el escritor Sergio Pitol y su chucho “Sacho”, un chucho pastor inglés. Esta raza es de chuchos peludos, que apenas ven a través de las cortinas de su pelambre; son chuchos de talla grande, con cara de muñeco de porcelana; son chuchos que llaman a la simpatía. Sergio es de los escritores mexicanos que, también, mueve al afecto y a la admiración.
Como no puedo usar la fotografía (que es de Eirinet Gómez, quien hizo la foto de otra foto) hice un apunte ligero para que te des una idea, pero sugiero que busqués la edición de ese día y veás la foto, porque está llena de vida. No sé cuántos años tiene que fue tomada, pero ahí se ve al escritor con una gran vitalidad, ya con su cabeza como pista de aeropuerto y una pierna y un pie que calza un tenis grande (calza grande Pitol, sin albur, por favor. En el apunte ya no alcanzó el papel para dibujar el pie de Pitol), y aunque, con la mano derecha, sostiene un bastón, se ve que está pleno. La fotografía fue tomada en la entrada de su casa, en Xalapa; se logra ver en la fotografía unas gradas que conducen a su recámara y a su estudio-biblioteca.
La fotografía ilustró un artículo que indicaba que el escritor cumplió ochenta y cinco años, los cumplió cuando está en “la cuarta y última etapa de la afasia progresiva que ha impedido sus movimientos y acabó con su capacidad para comunicarse”.
El apunte puede dar una idea del instante en que Sergio fue retratado. Con energía sostiene el mango del bastón. Ahora, según se advierte en la nota periodística, el escritor ya no puede moverse ni puede hablar.
Siempre que leo este tipo de notas periodísticas pienso en la tragedia que aparece cuando las personas que dedicaron su vida a la palabra sufren este tipo de enfermedades. En Comitán, nuestra cronista, Lolita Albores, dicharachera, prodigiosa cuenta cuentos, también sufrió un día una enfermedad que le impidió comunicarse; asimismo, mi querido amigo Juan Manuel González Tovar, quien dedicó muchos años de su vida a la conducción de programas radiofónicos, fue tocado por el destino y le impidió comunicarse. Ahora recuerdo un día que Alex y yo fuimos a su casa y él se molestaba cada vez que intentaba decir algo y sus palabras salían enredadas, como si al emerger de su boca tropezaran y cayeran.
La enfermedad de Pitol avanzó hasta cancelar por completo sus movimientos físicos y su capacidad de habla. La nota periodística dice que no sale de su casa, permanece en su cuarto, al cuidado de familiares.
Algún año, de quién sabe qué tiempo, Pitol escribió “El arte de la fuga”. Nada hay de funesto ni de visionario en el título, pero ahora que leí la nota de Eirinet Gómez pensé que su enfermedad es como esa línea de fuga, porque Sergio está y no está. Sigue estando en su obra literaria, que es festejada en muchos lugares del mundo, pero ya no está en los festejos de vida, porque ahora, para celebrar sus ochenta y cinco años de vida, se corta el pastel sin su presencia física, porque él está sentado en un sofá, en la penumbra de su habitación. A la hora que le cantan las mañanitas él solo se dedica a escuchar, que fue una de sus actividades primordiales para su oficio de escritor, pero la cuerda que completaba el ciclo ya no se cumple. Lo dijo la periodista: La enfermedad “…acabó con su capacidad de comunicarse”. ¿Así es el arte de la fuga? ¿De verdad? ¿Debe uno recluirse en una celda de monasterio para jugar bádminton de manera solitaria? ¿Sólo a uno le regresa la pelota? ¿Ya no se puede hacer un papalote, abrir la ventana y echarlo a volar como si fuera una paloma?
Cuando leí la nota de La Jornada, recordé la molestia de mi amigo Juan Manuel, trataba de enhebrar las palabras, pero su tejido ya era sin color. Él, que tenía una voz suprema, que había llenado las radios de medio mundo de acá, ya no podía articular las palabras con ese cincel de luz que acostumbraba.
Eso fue lo que recordé al imaginar a Sergio Pitol recluido, él que tanto viajó por el mundo, él que hizo de la palabra el medio más sutil para hacer la luz. Ahora está inmerso, sin desearlo, sin pensarlo, en el camino del arte de la fuga donde el silencio es la otra manera de comunicar.
Posdata: No sé qué significa bien a bien eso de que está en la “cuarta y última etapa de la afasia progresiva”. Tal vez significa que la enfermedad no puede ir más allá, que llegará un instante en que todo se detendrá porque el límite aparecerá como una grieta. En ese instante, ¿hacia qué pozo brincará nuestro escritor? ¿Quién le dará el empujón? Pregunto esto último, porque él ya no podrá hacerlo, porque su cuerpo no tendrá capacidad de movimiento alguno. Por esto, igual que muchos, celebro los ochenta y cinco de ese prodigioso escritor, abro la ventana y canto “Estas son las mañanitas que cantaba…”, mañanitas dedicadas a Sergio Pitol, canto que sin piedritas es como el vuelo de golondrinas llenas de luz.
lunes, 19 de marzo de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL ARCO ÍRIS FORMADO POR UNA CAUDA DE PESHPENES
Querida Mariana: Óscar Chávez canta bien sabroso, canta: “… mariposas amarillas, que vuelan liberadas…”. Y la guitarra suena, de igual manera, sabrosa, y el cuatro y el cajón y los demás instrumentos vuelan, igual que las mariposas, vuelan en un canto de vida en medio de cien años de soledad. Óscar Chávez canta mariposas amarillas y las personas bailan a mitad del patio, sin zapatos, con los pies desnudos. Óscar canta, no debe ser él quien compuso la canción, pero en México todo mundo la identifica en la voz de Óscar. Mariposas amarillas, no negras.
La abuela Domitila tenía una escoba especial para espantar las mariposas negras. Decía que éstas eran de mal agüero. Por esto, cuando Rosalino le enseñó una revista con una pintura donde aparecía Gabriel García Márquez rodeado de mariposas amarillas, dijo que eso era la vida. Cuando cumplió setenta años, pidió que su nieto Alonso la llevara al santuario de las mariposas monarca. Al regreso, Alonso contó que la abuela estuvo encantada, que había extendido sus brazos como si fueran ramas y ellos se llenaron de mariposas. Cuando murió, la pequeña Isabelina señaló el marco de la puerta de entrada: Ahí estaba una mariposa negra. Rosalino buscó la escoba por toda la casa y no la halló. A la hora del velorio no faltó el que, con dos tragos entre pecho y espalda, dijo que la abuela se había muerto porque alguien había escondido la escoba y no le dio tiempo para espantar esa mariposa negra.
El sábado, muy temprano, Rosalino me llamó por teléfono y me preguntó si ya había visto la enorme mariposa negra que estaba en el Centro Cultural Rosario Castellanos. No la había visto, pero imaginé lo que luego fui a comprobar: el enorme lienzo negro, en señal de duelo por la muerte del maestro Ernesto Carboney Fernández.
Sí, le dije a Rosalino, es una pena que la escoba de la abuela, igual que ella, esté desaparecida por el momento. Por eso, le dije, mientras aparece tal espanto cada persona debe valorar el instante de vida, los momentos en que la vida nos regala las mariposas amarillas de García Márquez y las mariposas monarca de la abuela Domitila. Cada persona debe alzar los brazos y dejar que éstos se llenen de luz, de la luz de la vida.
El viernes por la tarde, David y Raúl me informaron por WhatsApp que el maestro Neto (así lo llamábamos siempre, con cariño) había fallecido. Un día antes, Jorgito (compañero de trabajo del maestro en el Centro Cultural) me dijo que el maestro Carboney estaba ya muy malito. Cuando hace quince días hablé con él por teléfono me dijo que podía pasar a saludarlo a su casa. Yo le dije que no iría, le dije que esperaría su regreso al Centro Cultural y ahí lo saludaría, como lo hacía muchas mañanas que pasaba por ahí con rumbo al mercado Primero de Mayo.
El sábado, la gran mariposa negra apareció encaramada en la piedra de la fachada. A todo mundo le gusta más ver mariposas amarillas y mariposas monarca; a todo mundo le encanta ver el cielo lleno de peshpenes. Las peshpenes son mariposas menos dramáticas. Ellas también señalan que llegarán visitas a la casa, pero no tan desagradables como las que vaticinan las mariposas negras.
Tal vez sea bueno tener una escoba en casa para espantar las mariposas negras. Cuando menos así lo advierte doña Tony, porque ella, cuando la saludé en su negocio, se frotó las manos, como si quisiera hacer un conjuro, y dijo que estaba triste, porque apenas días antes también había fallecido su amiga María Trinidad. Sí, dijo Antonio, es una gran pena para Comitán perder a dos intelectuales de esa talla: a la historiadora María Trinidad Pulido y al maestro Ernesto Carboney.
En la ficha biográfica del maestro apareció el siguiente dato: escribió poesía, novela y cuento; y dirigió teatro. Recientemente presentó un libro de poesía y a Daniel, en una entrevista, le comentó que estaba escribiendo una novela. ¿Quedó inconclusa? Sería bueno que su familia publicara dicho libro. ¿Qué pasó en el caso de la historiadora Mary Trini? El día siguiente a su fallecimiento, Iván me invitó a hablar acerca de su obra en la radio. Ahí dije que ella, de alguna manera, había continuado el camino de Rosario Castellanos (en “Balún-Canán”), porque su libro de haciendas da cuenta de una institución que tanto influyó en la vida histórica de Comitán. El libro de Mary Trini es un documento valiosísimo. ¿Qué investigaciones dejó inéditas? Sería bueno que su esposo alentara la publicación de esas investigaciones. Ya Gabriel García Márquez nos enseñó que una buena manera de hacer llover mariposas amarillas es echar a volar los libros como papalotes.
La participación del maestro Neto en la promoción del teatro no fue vasta, pero sí meritoria. Recuerdo que el maestro Melgar Durán, siendo director de la Casa de la Cultura, organizó un concurso de teatro mexicano. El maestro Carboney obtuvo el premio al Mejor Director, con la puesta en escena de una obra del gran dramaturgo mexicano Emilio Carballido, que alude al movimiento estudiantil del 68. Creo que el premio fue merecido y ese momento fue especialísimo para el teatro en Comitán, ya que alió el nombre del maestro Neto con la grandeza de Carballido. La esencia de la cultura es esa: unir los nombres locales con los nombres universales. La puesta en escena que dirigió el maestro Carboney fue una puesta en escena vigorosa que abrió la posibilidad de presentar propuestas escénicas más reflexivas, alejadas un poco de la comedia y de la representación doméstica. ¿Se ponen en escena ahora obras de los grandes autores nacionales? No. La producción es escasísima.
La sociedad comiteca lamentó la noticia del fallecimiento del maestro Carboney y la noticia del fallecimiento de la historiadora Mary Trini.
Posdata: El sábado apareció la mariposa negra prendida de los muros, en memoria del funcionario. Ojalá, de acá en adelante, sólo haya lluvia de mariposas amarillas, torbellinos de mariposas monarca, cascadas de peshpenes, que sean la infinita celebración de la vida. Ojalá que en todas las casas del pueblo las mariposas negras escaseen, se debiliten, para que no existan más esas oleadas trágicas que dejan un sabor de fierro enmohecido. Ojalá sólo vuelen mariposas amarillas en la voz de Óscar Chávez.
domingo, 18 de marzo de 2018
EL VIENTO COMO UNA FLOR PARA LA NOSTALGIA
El maestro Gustavo me envió su libro más reciente. El título es “Una flor al viento”. En el texto de presentación, el autor indica que el título es “una clara referencia al ya clásico y bellísimo Canto a Chiapas”, de Enoch Cancino Casahonda, que en un verso dice: “Chiapas es en el cosmos lo que una flor al viento”.
El libro es un libro de haikús, género poético que el maestro Gustavo practica. El libro tiene un subtítulo: “Cien brevicantos a Chiapas”, dedicados desde Teotihuacán, lugar donde el maestro reside.
Imagino que el maestro Gustavo tomó el título con el mismo movimiento que hace el niño a la hora que extiende la mano para tomar una flor que vuela frente a sus ojos. Así voló el verso de don Enoch, porque los chiapanecos que viven lejos de la tierra natal, cuando están nostálgicos, escuchan un disco de marimba, toman una copa de comiteco y declaman el poema de Cancino Casahonda. Es su manera de rezar, su forma de hacer un conjuro para evitar la nostalgia y para acariciar su corazón.
Lo que ha hecho el maestro Gustavo es una lluvia de flores. Por esto, su abrazo para Chiapas es a través de haikús, que son como las flores de la poesía.
Todo vuelo es prodigioso. Es prodigioso el vuelo de un águila y el vuelo de un papalote que echa a volar un niño, pero, tal vez, el vuelo más bello es el de una flor. El vuelo de una flor no tiene comparación en el universo. No tiene comparación porque está revestido de una gran humildad y, a la vez, de una gran dignidad. El vuelo de una flor no tiene una ruta definida, como sí la tiene el de una estrella fugaz, como sí la tiene el del papalote que controla el niño con sus manitas, como sí la tiene el vuelo de un cóndor o la de un ganso que viaja hacia el Sur. Por esto, el maestro Gustavo retomó el verso de don Enoch, porque en su grandeza (los hechos recientes lo demuestran), Chiapas es una flor sin rumbo definido. El autor así lo señala en la presentación, cuando dice que su libro intenta “solamente hacer un recorrido (…) por la bella y, a veces, dolorosa realidad del estado de Chiapas”.
El maestro Gustavo ha vivido muchos años en el estado de México, pero (imagino) todas las noches abre la ventana, ve el cielo y recuerda su tierra natal, alarga la mano y trata de pepenar las luciérnagas que pasan frente a sus ojos, la lluvia de flores que cae de ese árbol donde están enraizados los gajos más tiernos de su memoria.
Cien flores vuelan su cielo. Por esto, el libro (edición de autor) es de un tiraje mínimo, casi íntimo: cien ejemplares, ni uno más ni uno menos. Cien ejemplares para cien lectores elegidos por la mano de su generosidad.
El libro, entonces, pretende llegar a cien espíritus, tocar en cien puertas, para decir que el viento es como una flor para la nostalgia, porque el viento es el fuelle para el vuelo de las flores. Sin el viento, las flores viven pegadas a la rama. El maestro, un día, se volvió flor y cuando el viento amaneció y estiró sus brazos para desperezarse lo llevó hasta Teotihuacán, ahí donde “los hombres se convierten en dioses”. Hasta allá voló su cuerpo, pero algo de su espíritu (su mushuc) quedó enterrado para siempre en Comitán y por eso, en un movimiento compensatorio, el maestro Álvarez devuelve cien flores de ese enormísimo árbol.
El libro es sencillo, tiene la humildad de la flor que se sabe arrancada del árbol por el viento, de la flor que parecería destinada a secarse sobre la tierra. Pero, casi siempre, esas flores secas se convierten en abono y ayudan a que los renuevos floreen con intensidad.
Copio acá un haikú, para que más de cien lectores extiendan las manos, con las palmas cara al cielo, y reciban esta lluvia que el maestro Gustavo comparte:
“Lazo que une
Línea que no divide”
Usumacinta.
sábado, 17 de marzo de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN ESCARABAJO
Querida Mariana: ¿Sabés que dijo John Lennon un día? “Somos más populares que Jesús”. En referencia a su grupo musical Los Beatles. Mucha gente se irritó por el comentario. ¿Cómo era posible que este escarabajo cometiera tal irreverencia? (Beatle, en inglés, significa escarabajo, en español. Esto me lo enseñó Matías, quien es experto en materia musical). Míster Lennon no andaba tan arriba de las nubes, si consideramos, por ejemplo, que en China millones de compas no tienen a Jesús como santo de su devoción, ni lo conocen, mientras que la música de los Beatles sí es escuchada por legiones millonarias de fanáticos. Yolanda, más concertadora, dijo que tanto uno (Jesús) como otros (Beatles) son adorados por multitudes sin cuenta. Creo que Yolanda dio en el clavo, porque, es cierto, tanto los Escarabajos como Jesús son parte importantísima de la evolución de la humanidad.
Por esto, porque aparezco al lado de un Beatle (el gran John Lennon) acepté que me tomaran una foto al lado de esta pintura. El señor “fotógrafo” estaba sentado al lado de este sensacional dibujo hecho con pintura en spray. Es uno de esos tradicionales juegos mecánicos de feria que (es costumbre) adornan con pinturas de artistas famosos. En cuanto me acerqué, el “fotógrafo”, cuyo aliento alcohólico llegaba a diez cuadras a la redonda, me dijo: “Le tomo una su foto”, lo dijo como si fuera uno de esos tradicionales fotógrafos de la Villa que, en la segunda mitad del siglo XX, se dedicaban a tomar fotografías para el recuerdo. Esto era antes, mucho antes, de que todo mundo tuviera celular y pudiera tomar cientos de fotografías. El hombre insistió: “Le tomo una su foto” y agregó el costo de su trabajo: Diez pesos. Sólo porque llamó mi atención le pregunté en dónde estaba su cámara y él dijo: “Se lo tomo con su celular”. De inmediato apareció el color rojo de la alarma que dijo: “Cuidado, Alejandro, el tipo desea robarte tu celular. Retírate de inmediato y cuéntaselo a quien más confianza le tengas”. En el instante que iba hacerle caso a mi conciencia, el hombre dijo: “No sea malito, no he comido nada. Le tomo la foto”, y se puso en oferta: “Por cinco pesos”. Mi conciencia, juguetona a veces, me dijo: “No caigas en sus redes. Espera un poco, se bajará a dos pesos”. Está bien, dije, y, saque la cámara de su estuche (una camarita Sony, de 16 mega pixeles, que me salió muy buena), la prendí, activé el zoom y le dije en dónde iba a apretar. Vi que se molestó tantito, como pensando: “¡Qué pasó, vamos, yo no soy un improvisado!”. Subí hasta donde estaba la pintura de Lennon, me senté en una grada y él, un poco en tono alburero, pero siguiendo la tradición, dijo: “Mire el pajarito” y yo lo vi y él tomó la foto. Luego vi que, en efecto, la toma había sido muy decente, no estaba movida y mi cara era la cara de piedra de siempre. ¡Perfecto! Guardé la cámara y él extendió su mano, le di una moneda de diez, él dijo que no tenía cambio y yo, con aire de muy generoso, dije: Está bien así. Él guardó la moneda, me dio la mano y dijo: “Fue un placer trabajar para usted”. Yo sonreí, casi a punto de decirle: “Fue un placer posar para su cámara, maestro”.
Me quedé con la fotografía donde aparece Lennon. Me senté en una banca del parque de La Pila y pensé que no son muchas las personas que tienen una foto similar. Matías me enseñó, hace más de veinte años, una fotografía que le tomaron en Londres: Es la misma calle con la zona peatonal señalada, donde los Beatles caminaron y cuya fotografía sirvió como portada de uno de sus discos. Matías aparece con las piernas en compás. Me contó que Irene (su pareja en ese entonces) fue quien le tomó la fotografía. Hace como dos años, mi amigo me envió una foto modificada en photoshop donde aparece cuatro veces, imitando a los cuatro escarabajos sensacionales.
Mientras veía a dos mujeres tojolabales caminar por el parque, con rumbo a Los Riegos, pensé que esta foto me permitía hacer un puente mental entre Inglaterra y Comitán; un puente entre la cultura inglesa y la cultura comiteca, porque (como siempre sucede en la vida) la casualidad es un feliz pretexto para hacer asociaciones insólitas. Pensé en la canción más conocida de este Beatle, la de “Imagina”, que en la última estrofa dice, más o menos: “…Imagina a todo el mundo, compartiendo el mundo”.
Esa tarde ahí estaba yo, sentado al lado del dibujo de este hombre que, una tarde, imaginó a todo el mundo compartiendo el mundo, una idea utópica, soñadora, que se topa con las ideas de esos hombres (como Trump) que insisten en levantar muros y en alimentar nacionalismos absurdos y agresivos.
Conforme pensaba, cada vez sentía más cercana la figura de Lennon. Ahí, en el parque de La Pila. Era como si el espíritu del inglés me transmitiera algo de luz.
Desde que leí un precepto Zen que recomienda no tomarse fotos con famosos he tratado de ser fiel a tal principio, que se me hace muy acertado. Una vez, en la Casa de la Cultura, llegó Elena Poniatowska, para dar una conferencia. Un amigo se me acercó y me dijo que fuéramos a pedir una foto al lado de la famosa escritora. Le dije que no, que no lo deseaba. Él me quedó viendo con cara de San José a la hora que se le quebró un pedazo de madera y me dijo que era un tonto (yo) por no aprovechar ese momento. ¿No admiraba a la Pony?, preguntó. Dije que es una buena periodista y que me gusta su novelilla “Querido Diego, te abraza Quiela”, pero hasta ahí. Seguí el precepto Zen: “No tomarse fotos con famosos”. ¿Para qué? He comprendido que es una vanidad absurda. Claro, cuando es al revés y me llaman para la foto acepto con humildad. He visto amigos que fanfarronean con fotos donde aparecen al lado de grandes artistas o de políticos conocidos. ¡Pobres! Pobres, porque en el caso de fotografías con estos últimos luego andan queriendo borrar evidencias. ¿Quién, por ejemplo, ahora se enorgullece de una fotografía donde aparece al lado de Duarte, el ex gobernador de Veracruz?
Cuando volví a ver la fotografía (ahora que te escribo esta carta) pensé que estaba al lado de un famoso, yo había buscado esta cercanía y, sin embargo, no sentía haber faltado al precepto zen. Hay hombres grandes que son como agua limpia. John (igual que Jesús) fue un hombre que no hizo daño alguno, al contrario, nos regaló su música y de pilón nos obsequió la esperanza de, como dice en su canción, imaginar la posibilidad de “vivir la vida en paz”. Pensé entonces que la vida sería más cordel de púas sin la presencia de esos hombres y mujeres que son como faros de luz: Jesús, John, Gandhi, la Madre Teresa y vos. ¿Qué? Ahora que te menciono, no faltará el compa que diga que es una irreverencia compararte con la Madre Teresa, por ejemplo. ¿Cómo es posible que te mencione en la misma relación que Gandhi? Lo hago porque vos no sos tan popular como Jesús o como los Beatles, pero igual que ellos vos no hacés daño a la humanidad, al contrario. Soy testigo del amor que le profesás a tus mascotas, los dos chuchos que tenés en tu casa. Vos sos igual que mi Paty, quien, también, es amorosísima con la Pigosa (nuestra chuchita), con el Misha (nuestro gato, que camina sin la rapidez de antes, porque ya está viejo) y con el Guazú (cotorrita australiana que ahora anda pelechando y está casi desnuda, pero que es, tal vez, la única cotorrita en el mundo que dice: “Pichito, pichito, pichito, pichito…”
No busco tomarme fotos con los políticos famosos de por acá, no busco tomarme fotos con los artistas famosos de estos lugares, pero hay ocasiones en que aparezco al lado de gente buena, de esos hombres y mujeres que, sin ser populares, hacen bien a la humanidad, porque (hay que reconocerlo) los Lennon y los Gandhi del mundo, por su trascendencia, han regado su luz de manera generosa por todos lados. Los de acá, los comitecos buenos modestos, echan agua en una parcela muy pequeña, pero eso hace la diferencia, porque sin ellos, Comitán ya estaría seco, muy seco.
Te mando copia de la fotografía que me tomaron en el parque de La Pila, donde aparezco al lado de John Lennon. Nunca imaginé estar tan cerca de él. Si me dieran a elegir, en este momento, en aparecer en una fotografía al lado de la Reina Isabel (en un salón de Palacio de Buckingham) o aparecer al lado de este retrato del hombre que nos enseñó que debemos imaginar, vos sabés que no dudaría un instante en mi elección.
Posdata: Imaginar, imaginar que un mundo más justo es posible. Aunque la realidad nos aviente en la cara su rostro horrible, no debemos perder la capacidad de imaginar. Por esto, mi niña querida, es que escribo cuentos y novelas donde la imaginación está presente. Sé que mi parcela es muy pequeña, pero procuro que no le crezca maleza y procuro que siempre esté bien regada, porque estoy seguro que debo limpiar el predio donde los niños juegan, donde los niños imaginan a imaginar que los escarabajos juegan juegos saltarines.
viernes, 16 de marzo de 2018
LECTURA DE FOTOGRAFÍA
La foto es simpática porque no tiene un solo elemento completo. Todo es fragmentario. ¿Quién sabe por qué?
La fotografía, hay que decirlo, fue tomada en el barrio de La Pila, en Comitán, en febrero, mes en el que se celebra a San Caralampio.
Acá se ve parte de la ramazón de la ceiba que está sembrada en el parque; buena parte del crucifijo que está en la cúspide del templo; parte de una de las dos torres que son los campanarios; parte de una luminaria; parte trasera de un juego mecánico; y parte del cielo matizado con nubes.
La fotografía, por supuesto, fue tomada por un neófito en cuestiones fotográficas, porque, en realidad nada dice. No ganaría ni un último lugar en un concurso de fotografía, y no obtendría lugar alguno porque no sería elegida para participar. Es una foto sin gracia, casi desgraciada, casi tan oxidada como esta lámina donde se anuncia la empresa: “Atracciones Vaquerizo”.
Es una fotografía hecha de fragmentos, como si fuera un juego de esos donde debe completarse una imagen, una imagen que, para los comitecos, dice mucho, porque parece que el primer plano sintetiza el concepto. ¿Por qué? Muy sencillo: Esta fotografía habla de una tradición y es cuando uno entiende que no todo lo tradicional es bueno.
Cuando alguien habla de preservar las tradiciones, habla en abstracto, se adorna con un lenguaje que no debería abarcar a la totalidad.
Hubo un tiempo que en la región de Comitán fue tradicional, en las ferias de pueblo, realizar competencias donde vaqueros, sobre caballos, competían para ver quién llegaba antes a la meta, lugar donde estaba colgada una serie de gallinas con el pico hacia abajo. Los competidores debían, al galope, tomar a la gallina del cogote y “descogotarlas”. Era tradicional, pero era un juego violentísimo, agresivo, sin amor ni respeto a los animales.
De igual manera, ahora, en el año 2018, cualquier comiteco nacido en la década del sesenta o setenta podrá decir que la tradición continúa, porque “Atracciones Vaquerizo”, como en 1968, por decir un año, sigue llegando a Comitán con sus juegos mecánicos. ¡Dios mío! La ciudad de Comitán se quedó sumida en la tradición de juegos oxidados y peligrosos. Y esto debe ser así, porque, de igual manera, los comportamientos de la sociedad siguen insertos en una tradición equivocada. Los mismos ríos de orines de los años setenta siguen fluyendo, en franca competencia con los chorros tradicionales de La Pila. En la Calle del Resbalón, ahora la gente resbala por la humedad de los ríos de orines.
El otro día, a propósito de los vetustos juegos de “Atracciones Vaquerizo”, un abuelo le dijo al nieto, a la hora que lo subía a la rueda de los caballitos: “Yo me subí a esta misma rueda, cuando era niño”. Vi que el niño ponía una cara de Moisés cargando piedras cinceladas. Sí, esa fue la cara que puso el niño, como si el abuelo, a la hora que el nieto dijera que quería dibujar, en lugar de pasarle una tableta electrónica, le pasara una piedra y un cincel.
Cuando le conté a Ramiro que los juegos de “Atracciones Vaquerizo” siguen llegando a las ferias del pueblo, me quedó viendo con el mismo asombro del niño cara de Moisés.
Tal vez, no lo sé, pero la rueda de la fortuna que aún lleva la empresa a los pueblos de Chiapas sea la misma rueda de la fortuna a la que se subió el indígena en un pasaje de la novela “Balún-Canán”, de Rosario Castellanos.
Creo que nadie, en estos tiempos, se siente orgulloso de decir que Comitán continúa con la tradición de los juegos mecánicos de “Atracciones Vaquerizo”. El comentario de mi prima cuando Pau pidió subir al juego de las tazas resume todo: “No, hijita, no. Te puedes lastimar con esos fierros oxidados y te puede dar tétano”. Sí, pensé cuando vi esta fotografía, es una imagen muy oxidada. Por fortuna, el cielo comiteco es el contrapeso que da equilibrio a la balanza de la vida.
jueves, 15 de marzo de 2018
PUENTE ENTRE GRANDES
Me gusta que un mayor salude a un menor. Y no me refiero sólo a mayores de edad, ¡no! Me refiero, también, a Mayores en sus profesiones y oficios. Porque (todo mundo lo sabe) hay personas que son más Grandes que otras, bien sea por la excelencia de sus obras o por la terquedad en su quehacer.
Acá existe un ejemplo de ello y esto me da mucho gusto. Acá, Luis Rodolfo López Cid, artista plástico comiteco de diez años, saluda a Leonora Carrington. ¡Nadita dijera el otro! Porque acá está representado ese puente del que hablo: Una mujer mayor (cien años, nada más), de calidad estética excepcional, saluda a Luis Rodolfo que tiene en el pecho los colores del surrealismo, casi casi con la misma emoción con que otros niños, dice el himno, llevan en el pecho los colores del América. Cada quien su gusto y sus aficiones. Luis Rodolfo ha demostrado que es un apasionado por la pintura. El otro día le oí hablar de la obra de Picasso, con la misma tranquilidad con que otros niños de su edad hablan de Ronaldo o de Messi. ¡Cada quien sus balones y sus pinceles!
Lo que diré a continuación ya es noticia sabida: Una ilustración de Luis Rodolfo aparece en este libro, libro que la Secretaría de Cultura (a nivel federal) publicó para celebrar el centenario del nacimiento de Leonora Carrington. ¡Es sensacional pensar todo el camino que se dio para que Luis saludara a Leonora a través de este libro! Y no sólo Luis. En la presentación del libro nos enteramos que la Dirección General de Bibliotecas de la Secretaría de Cultura convocó a un concurso de lectura y dibujo infantil, cuyo tema era la obra narrativa de Leonora (excelsa pintora y escultora surrealista). Luis fue uno de los tres mil doscientos treinta y un niños (y niñas, según la costumbre boba que siguen muchos, costumbre que nos heredó uno de los presidentes de la república más bobos del país: Vicente Fox). De ese bonche de dibujos, el jurado eligió ciento quince dibujos para ilustrar el libro que Luis tiene en sus manos. Uno de estos ciento quince dibujos es de Luis (alguien podría pensar que por ser comiteco mi corazón se inclina hacia su trabajo, pero ¡no! Cuando revisé el libro traté de ser muy objetivo en mi apreciación y puedo decir que uno de los dibujos más completos y más lleno de elementos es el de nuestro paisano).
Luis Rodolfo ha obtenido varios premios a nivel nacional con sus ilustraciones. Cuando menos en una ocasión ha estado en Los Pinos para recibir una distinción. Esto es como si un niño de su misma edad acudiera al Estadio Azteca a recibir un premio por haber anotado un gol de excelencia. Luis ha obtenido varios reconocimientos, pero tal vez, digo que tal vez, hasta ahora, el más relevante es el haber sido elegido para ilustrar este libro de cuentos de Leonora Carrington. Este libro tuvo un tiraje de diez mil ejemplares y está disponible ya en todas las bibliotecas del país. Me emociona saber que miles de lectores niños pueden ver las ilustraciones; me emociona que algún niño, en alguna ciudad de nuestra patria, vea la ilustración de Luis y piense que él también quiere pintar así. Me emociona, ¡sí!, que un paisano talentoso sea inspirador para otras mentes.
¿Leonora pintaba a los diez años? Yo pienso que sí. Igual que Luis pintaba mucho. Ella llegó hasta las alturas mayores del arte plástico. A mí me encantan sus esculturas, plenas de imaginería y de misterio. Sus personajes parecen sacados del fondo de una cueva que no posee sombras, sino luz.
Acá, en esta fotografía, se inmortaliza el instante en que Leonora Carrington se encuentra con Luis Rodolfo López Cid. El puente (ojalá sea así) se ve fuerte, bien construido.
Leonora nunca dejó de pintar y jamás desvió su vocación creadora. Con gran disciplina dejó que su mente hurgara en esa cueva llena de luz y de ahí sacó sus personajes más representativos.
Si alguien me preguntara qué prefiero de su obra creativa desecharía sus cuentos (no son muy buenos) y, por encima de sus pinturas, me quedaría (ya lo dije) con sus esculturas en bronce. ¡Ah, qué lianas tan de selva abigarrada!
¿Con qué me quedo de la obra de Luis? Por el momento me quedo con la alegría de verlo abrazar a Leonora, gran artista del mundo, en la conmemoración de su centenario.
miércoles, 14 de marzo de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE APARECE EL CAMPO EN LA CIUDAD
Querida Mariana: Rocío me preguntó si había ido a la exposición de pintura en el Museo de la Ciudad. Dije que no, que no tenía tiempo. Debía escribir un texto que me solicitaron para un libro. Ella contraatacó diciendo que era una exposición de artistas mujeres, que debía ir, que no fuera machista en mi apreciación. Lo que ella dijo fue un argumento que nada tenía que ver con mi negativa. Yo aduje falta de tiempo y ella le dio un sesgo de género. La puntilla de su ya insistente ataque fue que bien podía suspender mi labor por cinco minutos e ir. Rocío no sabe lo que significa interrumpir la labor de escritura, no conoce (tal vez) la historia de Gabriel García Márquez que debió enclaustrarse en un cuarto de su casa para escribir “Cien años de Soledad”. Gabriel contaba que en una ocasión, cuando estaba en la parte de Remedios, la bella, no había salido ni al jardín de su casa durante tres meses. Claro, cuando salió y vio a la sirvienta que luchaba contra el viento para tender una sábana, halló la inspiración para hacer que su personaje subiera al cielo, con todos los rasgos de verosimilitud. En fin, cedí, con gusto, y fui.
Fui un día después de leer algo acerca de San Ignacio de Loyola y sus “Ejercicios espirituales” y una día después de un viaje que hice a Tzimol. El fragmento que leí de los “Ejercicios espirituales” llamó mucho mi atención, porque entendí que los ejercicios de Loyola van más allá de la inalcanzable cercanía con Dios (y digo inalcanzable porque a mí me gusta, lo he dicho en varias ocasiones, eso que dijo San Pablo: “Dios mora en una luz inaccesible”). En un plano más terrenal, los ejercicios de San Ignacio son como una enseñanza a la contemplación y estos aprendizajes pueden trasladarse al plano de lo estético. Los ejercicios hacen uso del oído, de la visión y del tacto para apropiarse de un método de apreciación.
Así que el día que fui al museo tenía un ánimo especial. En Tzimol había estado en el “Ojo de agua”, un espacio que colmó mi espíritu con la limpieza de su aire y con el murmullo del agua (cuando vi un remanso lleno de bolsas de plástico y de platos y vasos de unisel cerré mis ojos. Cerré los ojos, por un instante, a la brutalidad del ser humano. Concentré mi atención en todo aquello que no tenía la huella del hombre. Cerré tantito mis ojos y escuché la cuerda que era tocada por un pájaro que, hasta mero arriba de un sauce, encantaba el bosque). Pero cuando fui al museo fui dispuesto a oír, a ver y a palpar la creación de las artistas; dispuesto a no cerrar los ojos. Entré y vi las mamparas con los cuadros en exposición. Iba a seguir la secuencia lógica, cuando apareció el prodigio, el prodigio que traía enredado en mi espíritu desde la lectura de los Ejercicios y del viaje a Tzimol. Escuché un leve rumor, como si alguien, o algo, afinaran una de las cuerdas del aire. Dirigí mi vista hacia el origen del rumor y vi un abejorro parado justo en el marco de un cuadro pintado por Cecy Martínez. El abejorro, como si estuviera en una ventana que diera al patio, estaba parado a punto de “entrar” a ese espacio lleno de tulipanes. ¿Ese abejorro había leído los Ejercicios Espirituales? No. Ese abejorro estaba puesto ahí para que yo supiera que el prodigio está en todas partes y aparece cuando uno está con el ánimo dispuesto a recibir los dones de la naturaleza.
¿Por qué el abejorro se paró precisamente en ese cuadro pleno de flores? ¿Era necesario buscar una explicación racional? Deseché las preguntas que asomaron. Sólo dejé que mi espíritu también, igual que el abejorro, se parara en el dintel del asombro, dispuesto a “entrar” a esa dimensión que, en ocasiones, está más cerca de lo que pensamos. Supe (ya luego le diré a Rocío) que, por esta ocasión, debía dejar de ver el bosque para concentrarme en un solo árbol, en éste, donde el milagro había aparecido. El abejorro tardó en ese lugar mucho tiempo. En un instante que no aprecié ¡desapareció! Sin duda que voló a la salida del museo, pero yo pensé (así lo sigo pensando) que “entró” a ese paisaje y ahí se puso a libar la miel de los tulipanes rosas.
Posdata: Nunca alguien llegará a donde mora Dios, pero es bueno hacer los ejercicios espirituales que nos acercan a nosotros mismos, que tal vez son las estancias donde, a veces, Él juega.
martes, 13 de marzo de 2018
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA
Sí, es el árbol emblemático de Comitán: El tenocté. Los que saben dicen que la palabra quiere decir: “Árbol de algodón”. Debe ser, pero también puede ser árbol nube, árbol sueño, árbol milagro.
La semana pasada, como hace mucho tiempo no sucedía, los tenoctés comitecos se pusieron de acuerdo y florearon al mismo tiempo, como si algún director de orquesta hubiese levantado las manos y, con la batuta, hubiese marcado el inicio de una sinfonía de color puro, de puro color, en donde el árbol tuba lanzó su gorjeo infinito.
Arminda dice que, del árbol, le llama la atención que no tiene hojas, que su vestido es puro racimo de pequeñas flores blancas que, reunidas en un mazo, ofrecen macollos que son pura bendición para la vista y para el corazón.
Los comitecos vivimos, la semana pasada, la más hermosa postal. Como nuestro pueblo posee la peculiaridad de tener empinadas cuestas, el subir o bajar por las calles es como un baño de luz, al apreciar los tenoctés florecientes.
Todo mundo recuerda la anécdota que se repite cada año, ya sin mucha credibilidad. Cuentan los mayores que antes, cuando floreaba el tenocté, las muchachas preparaban su “maletía” para huir con el novio. La leyenda ha perdido credibilidad porque ahora las muchachas se escapan en cualquier época del año y los tenoctés, de igual manera, florean en cualquier estación. Por eso digo, que este año (¡Bendito Dios!), la naturaleza comiteca recordó cómo eran los viejos tiempos y los árboles de tenocté, como si fuesen los viejos más jóvenes del mundo, se llenaron de mechones blancos.
La fotografía que acá presento la tomé desde la entrada del estacionamiento que está a media cuadra de Banamex. Es una casa tradicional comiteca, con dos magnos corredores, que ahora funciona como estacionamiento para autos. Cuando entré con el auto, tuve que detenerme, porque al fondo vi lo que acá se ve. Era como una aparición, como cuando la Virgen de Lourdes se le apareció a Bernardita, porque esta aparición, como aquella, era manifestación de Dios. Pau, mi sobrina, me dijo que no tuviera miedo, que buscara un cajón para estacionar el auto. Yo seguía arrobado. Pensé que Dios extendía su mano y nos recibía con su mejor bienvenida. No tengas miedo, tío, volvió a decir Pau. Me dijo que era un gatito, que no era un tigre. Fue cuando reaccioné y le dije a Pau que no tenía miedo, que me había detenido porque era algo maravilloso, que era el mojol de vivir en esta tierra. Sí, dijo Pau, es maravilloso. Luego, cuando me detuve y bajamos del auto, nos paramos a mitad del patio y vimos hacia la pared. ¿Viste que no es un tigre?, dijo Pau. Y entonces, hasta entonces, vi lo que ella miraba: Al lado de la cabellera de espuma de mar, había una modesta copa de un arbolito que tenía la forma de un felino. Sí, le dije a Pau, ¡es maravilloso! Sí, dijo ella, con las manos en la cintura, casi imitándome: Es el mojol de vivir en esta tierra.
El tenocté también podía llamarse el árbol mojol. César Robles (no sé si en compañía de vecinos) sembró una serie de árboles de tenocté en la sexta avenida (en el par vial) y, me contaron, la calle se llenó de flores. Cuando esos árboles crezcan será visita obligada. Será un espectáculo tan fascinante como cuando los cerezos florean en Japón.
En la Universidad Mariano N. Ruiz también sembraron un modesto árbol de tenocté. Este año llenó de luz el espacio, en un diálogo infinito con el árbol que el químico Raúl Leonel tiene en su quinta. Comitán, este año, se llenó de blanco. En algunos espacios se dio el contraste (el enamoramiento) con los árboles de jacaranda. El morado con el blanco matizando el cielo azulísimo de Comitán fue una mezcla sensacional.
Ernesto Núñez, en su canción “Comiteca”, dijo que las muchachas comitecas tienen un bello símbolo “en la flor del tenocté” y terminó bien bonita la rima: “Se nota que eres mimada, yo también te mimaré”; es decir, la naturaleza, de por sí pródiga en Chiapas, en Comitán se sublimó y le regaló a las mujeres cositías el mejor símbolo en la flor del tenocté. Núñez fue un compositor generoso y las comitecas así deben entenderlo porque el blanco, lo sabemos, es el color de la esperanza y de la pureza y de la virtud.
Que ahora, como en cualquier lugar del mundo, las muchachas huyan con el novio a la hora que se les calienta el horno no resta que sean chicas con virtudes señaladas, y si bien no son puras al ciento por ciento poseen un misterio que las hace florecer con la misma dignidad y belleza con que lo hacen los tenoctés. ¿Quién es puro al ciento por ciento?
¡Ah!, qué bonita flor corona estos árboles, con qué deleite sobamos esas imágenes en nuestro corazón. ¡Qué hermoso mojol para Comitán!
Diez días después, las flores blancas se lanzan al vacío, caen al piso (sin paracaídas) y toman un color amarillo cirrótico. Ahí mueren. Doña Lulú, con escoba en mano, rezonga: “¡Qué símbolo ni qué ocho cuartos! Fábrica de basura es este árbol.”
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