jueves, 24 de mayo de 2018
DEFINICIÓN DE BANCO
Sí, lo sé. Lo primero que llega a la mente cuando escuchamos la palabra banco es la imagen de una institución bancaria. Esto es así (nos explican los que saben) porque los primeros banqueros, en Italia, usaban un banquito para sentarse y, en la calle, hacían operaciones financieras.
A mí me encanta la palabra banco, pero no la que alude a esas instituciones donde le prestan dinero sólo a las personas que tienen dinero y con ello garantizan el pago de intereses. ¿En qué mente socialista crece la idea de prestar dinero al que tiene dinero y no al que no tiene? En fin.
Digo que me gusta la palabra banco, pero la que designa al asiento. Joaquín (quien era socialista de hueso colorado) decía que cuando se sentaba en un banco siempre se pedorreaba; es decir, Joaquín usaba el concepto para pitorrearse de las instituciones bancarias y de sus honorables y distinguidísimos miembros de cuello blanco.
Los urbanistas saben de estas cuestiones, pero yo, en mi bobera (diría maestro Jorge) pienso que un espacio público está cojo si no tiene bancos. A mí me encanta hallar parques y plazas con bancos por doquier.
Me gusta ver a las parejas cuando caminan por los espacios públicos, pero me gusta más verlas sentadas en los bancos, platicando, comiendo una paleta de hielo o besándose. El banco es el espacio ideal para la pausa; es el pretexto para bajarse un instante del fragoroso tren. Como no tengo espíritu policial disfruto mucho cuando una muchacha bonita sube las piernas al banco y las enreda en su cuerpo como si hiciera un moño de regalo. Los espíritus policiales son aquéllos que amonestan: “¡Niña! ¿Esa es la educación que te dieron en tu casa? Baja los pies. Los bancos son para sentarse.” Los espíritus policiales (siempre con cara de doberman) creen que los bancos sólo sirven para colocar encima las sentaderas. ¡No! Los bancos son el columpio para el espíritu.
Vi la otra tarde una fotografía donde una chica (con playera y el cabello corto) estaba acostada sobre un banco en Central Park, en Nueva York. Ella tenía las plantas de los pies casi pegados al asiento, las piernas las tenía flexionadas y en las manos sostenía un libro que leía con atención. A mí me impresionó ver a una chica recostada sobre un banco en una actitud de gran armonía en una ciudad tan llena de trajín, como aquella urbe. Pensé que si los bancos de todo el mundo fueran tan pródigos como ese banco de Central Park el mundo fluiría con tranquilidad.
Los bancos del mundo, por desgracia, no son como los bancos de los parques y de las plazas. ¡No! Los bancos del mundo son castrantes y soberbios. Hay por ahí (todo mundo lo ha escuchado) un llamado Banco Mundial, que se abroga (como el nombre sugiere) ser el propietario de todo el mundo. Este banco es como un pulpo que ahoga con sus tentáculos a todos los cogotes del mundo subdesarrollado. No deja que alguien suba los pies o lo use para descansar o para leer. ¡No! Su lógica es sencilla, si el mundo deudor imita a Joaquín y quiere pedorrearse sobre él, este banco contraataca y caga al mundo. Vivimos en un mundo cagado por culpa de ese banco.
Y, de igual manera, hay millones y millones de personas que viven sometidas a los dictados brutales de los bancos.
El mundo olvidó que el banco, en un inicio, no fue más que un asiento para descansar, para colocar en el portal y sentarse a presenciar cómo el sol se ocultaba en el horizonte y matizaba el cielo con maravillosos colores.
A mí me encantan los bancos. Los que se encuentran en los parques y en las plazas. Esos que las personas emplean para dar una pausa de cristal a la vida.