lunes, 14 de mayo de 2018

SE LA CLAVÉ




Quienes ignoran la ortografía no advierten que la tilde hace diferencia. En el Facebook aparece, con cierta frecuencia un ejemplo que es rotundo: “Sé la clave” o “Se la clavé”. ¡Claro!, la tilde hace la diferencia. Si jugamos tantito podemos decir que en el primer caso hay una persona que sabe cómo abrir la caja fuerte; y en el segundo, hay una persona que fanfarronea por haber hecho suya a la muchacha que desea medio mundo (dije que jugáramos). Rocío (quien también es juguetona), cuando está con sus amigos tomando una cerveza, siempre pregunta: “¿Qué diferencia hay entre lástima y lastima?”. Cuando algún inocente dice que es la tilde, ella dice que no, que la diferencia entre alguien que da lástima y alguien que lastima son ¡treinta centímetros! A veces, el inocente sigue sin entender, mientras los demás festejan la procacidad de Rocío.
El tío Andrés siempre puso un ejemplo menos prosaico. Él decía que no era lo mismo escribir “Mirada lúbrica”, que “Mirada lubrica”, y nos preguntaba si entendíamos la diferencia. Antes que alguien hablara él explicaba que esa era la diferencia entre un verdadero seductor y un pobre perverso.
Sí, entendíamos. El tío decía que nosotros (estudiantes de bachillerato) debíamos aspirar a evitar lo primero; decía que las miradas lúbricas son propias de seres menores. A las chicas, nos explicaba, no les gusta esas miradas. Ellas se sienten ofendidas, amenazadas. En cambio, quienes tienen una mirada lubrica, las deshacen con un sutil encanto.
Romeo (quien siempre fue el más inocente de nosotros, pero también el más sagaz para cuestiones de ortografía) decía no entender lo que el tío explicaba, porque la segunda expresión era incorrecta. Lúbrico es un adjetivo, por lo que mirada lúbrica estaba bien dicho, pero mirada lubrica era una incorrección, ya que lubricar es un verbo.
Nosotros nada le decíamos al tío, porque sabíamos cuál era su intención. El ejemplo se nos hacía muy bello.
Yo, por desgracia, por más que lo intenté, nunca logré evitar la primera. Cuando veía a una muchacha bonita en el parque, con blusa de escote generoso, mi mirada era lúbrica. ¡No podía evitarla! Era (perdón por el ejemplo tan burdo) como los ojos que ponía mi prima Amanda cuando le ponían un pedazo de pay de queso frente a ella. Su mirada derramaba saliva, que era como baba de diablo.
Una tarde, que estaba solo con el tío en la cocina de su casa, mientras tomábamos café y comíamos tostadas, el tío me dijo que él, cuando era joven, era muy lúbrico, pero comenzó a darse cuenta que si su calentura (así lo dijo) se pasaba al territorio de la ternura, tenía más éxito con las muchachas, porque éstas reconocían que su cuerpo despertaba admiración y pasión sana en ellos. Porque (dijo) sabrás que existen pasiones sanas y pasiones insanas. Cuando un hombre mira como perro a la chica la está rebajando al nivel de perra, pero cuando hay pasión humana, la chica se sabe amada con la mirada. Por eso (terminó esa tarde) cuando dijo que hay que cambiar la mirada lúbrica por la mirada lubrica les estoy diciendo a ustedes, muchachos de porra, que no babeen por los ojos, sino que manden tal energía que sean ellas las que se lubriquen, las que se “mojen” toditas.
Esa tarde me sorprendió el tío. Jamás había explicado de esta manera su ejemplo. Yo me reí y él también lo hizo. Sí, dijo, se sobó las manos, y agregó: “Ellas sienten mojadas sus cositas y sienten bonito”.
Ah, pensé, si Romeo hubiera escuchado eso. Yo jamás le conté esto a Romeo. Se me hacía que le iba a encontrar, tal vez, incorrecciones morales.
Esa tarde yo me sentí muy cerca del tío, como nunca. Entendí que sabía perfectamente que su ejemplo no era un dechado de virtud ortográfica, pero sí era un ejemplo de vida.