lunes, 16 de agosto de 2021
CARTA A MARIANA, CON LÍNEAS PATERNAS
Querida Mariana: Fui la niña de los ojos de mi papá. Yo, por mi parte, y a mi modo, lo amé mucho. Lo sigo amando, treinta y un años después de su muerte. No soy caso único. Hay millones de historias en el mundo, de padres que aman a sus hijos e hijos que aman a sus padres.
El 8 de agosto me llegó una sugerencia al WhatsApp. Un compa de Tuxtla Gutiérrez dijo a sus amigos que recomendaba la lectura del libro “El olvido que seremos”, de Héctor Abad Faciolince. Dejé el celular y fui al librero. No me preguntés el porqué de tal comportamiento. Fue como si el mensaje, en lugar de recomendar la lectura de ese libro me hubiera indicado que buscara en el librero. Ahora digo que tal vez fue el título lo que activó mi mente: el olvido que seremos.
¿Recordás el mensaje de la película “Coco”? Mientras el difunto siga presente en el altar de muertos sigue dando luz. El año pasado, en Día de Muertos, Esther, nieta de mi papá, me compartió una foto del altar que hizo en una esquina de su cocina, ahí estaba el retrato de mi papá. Seremos olvido, mientras el olvido no sea polvo cubriendo la memoria.
Y, como si una mano divina guiara mi mano, tomé un libro, lo abrí y hallé en medio de sus hojas ¡una carta! Una carta que mi papá envió a mi mamá en 1963. Mi mamá y yo (yo tenía seis años) viajamos a la Ciudad de México, porque mi mamá tenía una dolencia grave y necesitaba el auxilio de médicos más experimentados. El médico comiteco le había recetado cortisona. Un primo (Paco), médico también, le dijo: No, Hilda, eso te va a matar. Ve de inmediato a la Ciudad de México, para que te traten.
Mi papá se quedó en Comitán, mientras nosotros estábamos en el tratamiento de mi mamá, en el Hospital de La Raza.
Nunca había leído esa carta. Estaba extraviada, o más bien dicho: resguardada en las páginas de ese libro intocado desde hace años. La leí, cincuenta y ocho años después, y al lado de la despedida, hallé un borrón que aún puede leerse: Querido hijo, y luego una nota aclaratoria donde dice que iba a escribir un recado para mí, pero decidió mejor escribir una carta y junto a la carta de mi mamá apareció la carta que mi amado padre me mandó. Comienza así: Querido hijo. Comencé a leerla, con los ojos nublados, porque fue como si me hablara al oído, como si me abrazara y me dijera que yo era la niña de sus ojos. En la carta dice que recibió la carta que le envié, que al volver a casa le cuente las cosas que veo en la Ciudad de Los Palacios (así lo escribió), que salude a primos y tíos y que pida a Papá Diosito (así lo escribió) que cure a mi mamá. Y al final se despide así: “…te mando muchos besos y abrazos cariñosos, tu papá que te quiere. Augusto”. Todo escrito con su letra elegante, con una a mayúscula generosa, con horma de montaña altísima.
¿Mirás? Dice que yo había enviado una carta. Para ese momento ya estudiaba el primer grado de primaria, en la gloriosa Matías de Córdova. ¿Escribí la carta o mi mamá lo hizo y yo sólo la dicté? ¿Qué le dije? No sé qué tanto le conté. Por primera vez estaba en la gran ciudad, mis ojos pepenaban muchas esencias que no había en Comitán, pueblo pequeño provinciano.
Mi papá escribió cartas, mi mamá también lo hizo y yo, a los seis años, escribí cartas. Era la moda en esos tiempos. Ahora, pocas personas siguen haciéndolo. Yo sí escribo cartas, casi a diario te mando cartas a vos, niña de mis ojos.
Posdata: terminé de leer la amorosa carta que mi papá me envió en 1963 y que yo recibí en la gran ciudad. Papá Dios hizo el prodigio y curó a mi mamá. Ella siguió yendo durante todo un año, y un día la terrible enfermedad remitió. Algunos dedos le quedaron torcidos para siempre, no obstante, hasta la fecha, es una gran tejedora. La torcedura de los dedos no impide que haga verdaderas obras de arte con hilos y, antes de la pandemia, diera clases de tejido en la Casa Geriátrica, en Comitán.
Estoy seguro que cuando regresamos a la casa de Comitán mi papá me recibió con muchos besos y abrazos cariñosos y yo, sentado en sus piernas, le conté todo lo que había visto en la Ciudad de México y, si no lo hice, lo hago ahora, le dije que yo también lo amaba mucho, siempre, hasta el infinito.
Cuando cerré la carta, la metí al sobre, entré al portal de Amazon y pedí la novela de Héctor Abad. Tres minutos después tuve el libro electrónico en mi computadora. Comencé a leerla y hallé la historia amorosísima que el padre de Héctor dispensó a su hijo. El papá de Héctor fue asesinado, la historia de Colombia lo recuerda como un hombre que defendió los Derechos Humanos y realizó campañas de medicina preventiva. La historia íntima nos la cuenta Héctor, hijo que, igual que vos y yo, tuvo el privilegio de tener un padre bueno. Ahora, como lo hizo mi amigo tuxtleco, te sugiero que leás la novela “El olvido que seremos”. Sé que te gustará. Ahí está condensada la vida con toda su mierda y, también, gracias a Dios, con toda su carga de luz y de amor.