martes, 24 de agosto de 2021

POR PASILLOS LUMINOSOS

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que arden como árboles en medio de la tormenta, y mujeres que son como libros en una librería. La mujer libro en librería espera que alguien la abra. La misión de su vida se cumple en el instante que alguien la toma de un librero o de una mesa de novedades. A veces son manos inexpertas, manos que sin quehacer entraron a la librería y hojean a lo bobo, como quien mira el agua del río desde lo alto de un puente. A veces son manos expertas, que tienen experiencia en pasar y repasar las hojas y que disfrutan lo que ella muestra: palabras, imágenes, fotografías, caricaturas, bocetos, cuadros. La mujer libro en librería contiene todo el conocimiento del mundo, como si fuese espíritu de Jung, en su inconsciente colectivo posee todo el presente, el pasado y el porvenir de la humanidad. Sus mariposas y sus orugas reconocen cada hoja del árbol. Por lo mismo, no es soberbia, es humilde, como humildes las líneas que forman sus oraciones. Cuando ella se baña, abre los brazos y recibe los rayos húmedos de sol; cuando camina por las calles recibe la luz del día con la misma caricia que el café bulle en la olla. Ella reconoce todas las esquinas del mundo, sabe cómo se forman las orillas de los ríos y cómo serpentean las líneas de las montañas. Se pone de puntillas para ver por la ventana, o para recibir un beso de su amado, o para tocar la campanilla a la hora del recreo. Viaja en motocicleta cuando el fastidio del tren la agobia; viaja en bicicleta cuando la nube del autobús huele a huracán; viaja en balsa cuando la taza del café se consume en la barra. A ella le gusta limpiar los objetos con esencia de vainilla o con hojas de menta. Limpia la pluma que usa para la firma del contrato con el aire; limpia el peine que emplea para arar la mente del niño dispuesto al vuelo; limpia el plato que recibe el maná del cielo; limpia el lente con el que observa el cielo sin estrellas; limpia la vía para el paso del tren; limpia la puerta que da paso al vacío; limpia el vaso que contiene el agua pura. Le encanta soñar. Sueña con alondras que cantan el Aleluya; sueña con ventanas que se abren en el cielo y con pasos que avanzan por el campo sin prisa, que no corren, que tienen tiempo para jugar rayuela o para saltar la cuerda. La mujer libro en librería no soporta al amante que se moja el dedo con saliva para darle vuelta a sus hojas; ni tolera al amante que le mete un separador entre las piernas o el inútil que dobla una esquina de la página para señalar que ahí dejó la caricia interrumpida. No soporta a los que cambian de lectura de la noche a la mañana, ni a quienes la dejan olvidada en la mesa de noche o en el sofá de la sala o en el asiento del autobús. Por el contrario, ama y se entrega completa con quienes, al conocerla, la huelen con la emoción del libro nuevo. Abre las puertas y ventanas para que la luz del conocimiento vuele como papalote por el aire de su cuerpo. Basta un verso bien dicho para que ella coja la cuerda que excita al dedo y al labio. Su experiencia le ha demostrado que esas dos sustancias son las que propician el prodigio de la carne y del espíritu: el dedo y el labio. Tiene palabras consentidas. Estas palabras las conserva en una cajita hecha con sándalo, las echa a volar en cuanto mira que la lluvia del deseo moja su campo. ¿Cuáles son las palabras amadas? Una de ellas es Llamada, por lo que tiene de llama y de hada; otra es Almohada, por lo que tiene de alma y de hada; una más es Habitación, porque es el espacio idóneo para volar papalotes sin necesidad de viento. Le gusta caminar por bosques, detenerse, ver el cielo, observar los pájaros en vuelo, los helicópteros, las hojas secas, el polvo celestial, la bandada de palabras y la columna de gritos que se derrumba a la hora del ángelus. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que siempre preguntan si el otro está bien; y mujeres que cuentan los instantes con la avaricia del que cuenta monedas.