jueves, 5 de agosto de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN JUEGO

Querida Mariana: las ferias invocan al niño interior. Me topé con esta fotografía en mi archivo. ¿De cuándo es? ¡No sé! Cualquiera diría: aún tenés cabello. Rosa dice que ahora todo lo que fue anterior a la pandemia se puede meter en la misma carpeta: A. P. (antes de la pandemia) Pues sí, la fotografía es de esos tiempos donde caminábamos con precaución, pero sin el agobio de estos tiempos que ya abarca el 2020 y lo que va del 2021, más lo que se vaya acumulando. ¡Dios mío! La fotografía corresponde a la feria de San Caralampio de un año antes de la pandemia. Si me atengo a mi vestimenta puedo decir que fue antes de 2018, porque todavía usaba pantalones de mezclilla, ahora uso pantalones de vestir, de algodón. Esa chamarrita azul todavía tenía el color original. La chamarra la conservo, pero ya está sin color, porque como era mi consentida sólo me la quitaba para dormir, por lo que el sol hizo estragos en su colorido. Sí, tenía más cabello. Estos tiempos se definen como la famosa película hollywoodense: lo que el viento se llevó. Se ha llevado mucho, mucho. Los sabios recomiendan soltar, abandonar todo; pero, para quienes no tenemos el don, resulta muy difícil ver cómo el viento se lleva cosas amadas. Cuánta ausencia en estos tiempos, muchos amigos y conocidos han fallecido. Y la cuenta es precisa: si no fuera por el Covid-19, la mayoría de ellos continuaría respirando el aire bendito que nos acaricia cada día. Seguiríamos acudiendo a las ferias y yo continuaría jugando este juego sencillo, casi simple, de aventar canicas, aunque fuera en estos tableros metálicos. Crecí con tableros de madera y has de comprender que el sonido de la canica rodando sobre la tabla era diferente al que provoca la canica sobre el metal. Crecí en un tiempo donde la madera era un elemento agradable al tacto, a la vista, al oído y al gusto. Sí. A mí me encantaba comer las jaleas de durazno que vendían en las zacatecas (así se llamaban los puestos en la feria). Esas jaleas las vendían en pequeños recipientes hechos con tejamanil. Uno partía la tapa por la mitad y una mitad servía como cucharita. Ah, qué diferencia. Esos contenedores de madera delgadísima deben considerarse en la relación de inventos geniales del siglo XX, de A. P. Esa tarde de feria de San Caralampio extrañé el sonido delicado de la canica sobre la madera, y ahora, ¡quién lo iba a decir!, extraño mares y olas el traqueteo de la canica sobre el metal. Extraño muchísimo las cosas mínimas que acompañaban los días de todos los días. Como soy un viejo en proceso de sanación me cuido. Nada garantiza mi inmunidad (Rocío le llama impunidad), pero camino por la orilla del círculo donde el fuego arde. El riesgo de una caída es latente. No existe certeza en el comportamiento abusivo, agresivo, de este virus. Por eso, San Caralampio bendito, extraño mucho las ausencias y los caminos que ahora no pisan mis pies. Por fortuna, ¡gracias, universo!, en casa tengo mucho trabajo. El día no me alcanza para completar las encomiendas. Me levanto a las cuatro y me acuesto a las ocho. En ese lapso estoy absorto en el trabajo. Pero, a pesar de que mi jornada cotidiana era humilde, extraño ir a mi oficina, comer esquites en el parque, caminar por el parque de San Sebastián, viajar, de vez en vez, a San Cristóbal. Extraño la ahora entrañable sensación de pararme a mitad del parque central y elevar mi mirada para llenarla de azul intenso. Extraño alzar la mano para saludar al amigo que camina en la banqueta de enfrente; extraño comprar tostadas en el mercadito del Cedro; extraño la ventana abierta, que hoy está cerrada; extraño el viento, el árbol, la flor, el balcón, el reloj, la mano, el vuelo. En el tiempo A. P. todo era frágil, pero nunca estuvo suspendido sobre el vacío. Nunca existió en forma tan brutal esa sensación de caída. Por momentos, la vida me cambiaba el sonido tenue de la canica rodando sobre la madera, pero jamás dejó de llover sobre ese árbol que se llama esperanza. Posdata: cuando había feria en San Caralampio bajaba una tarde para ver la rueda de la fortuna, la rueda de los caballitos, los carritos chocones, el puesto del chocomilk, el de los encurtidos, el chingolingo y el tiro al blanco (donde bailaba un esqueleto cuando el tirador acertaba en el punto metálico). Bajaba para llenar mis ojos con las hojas de laurel y los eques del jacal y para jugar a aventar canicas. El juego es muy infantil. Basta tirar la canica para buscar que se detenga en uno de los agujeros. No hay más. Es intentar una y otra vez. Una canica y un agujero. No hay más. La vida era eso. Ahora, a veces, el ser humano tiene una sensación de pérdida (no sabe bien a bien qué) y sólo mira agujeros. ¿Qué se juega con un solo elemento?