viernes, 28 de julio de 2023

CARTA A MARIANA, CON ESPACIOS ENTRAÑABLES

Querida Mariana: hay espacios entrañables. ¿Ya viste en dónde estoy? Casi estoy seguro que vos nunca has estado ahí. ¿Querés una pista? Mirá las imágenes que están detrás de mí. ¡Son ángeles! No, niña, no, no estoy en el cielo; tampoco soy integrante de un grupo musical, pero estos ángeles no son azules. Claro, con la pista ya podrás deducir que estoy en un lugar religioso. Te comparto la foto, porque sé que muchos amigos de mi generación sí identificarán el espacio. Nací en 1957, varios niños que nacieron en ese año o un poco antes, vivieron este espacio en los años sesenta. ¿Ya diste qué espacio es? En los años sesenta, la mayoría de comitecos era de religión católica, no existían las múltiples religiones que ahora hay en el pueblo. Los mayores habían recibido la religión católica de sus padres y éstos la transmitían a los hijos. No fui la excepción. Mi mamá y mi papá habían heredado la religión católica y a mí me la heredaron, así que uno de los espacios que visité con frecuencia fue el templo mayor de nuestro pueblo, el templo de Santo Domingo de Guzmán. En ese tiempo existía la manzana que hoy se conoce como la manzana de la discordia, que fue derruida para hacer la ampliación del parque, tal como hoy se conoce. Un día, no sé cómo, me convertí en acólito del templo, caminé detrás del sacerdote llevando el incensario, ayudé a efectuar la ceremonia de bautizos, recibí monedas que entregaban los padrinos y, en varias ocasiones, trepé al campanario para avisar que la misa estaba por iniciar. Ya te conté que había algo como un descanso, inmensa recámara, al finalizar la escalinata de piedra en forma de caracol, donde estaba colocada una escalera de madera que conducía al lugar donde se tocaban las campanas, era de vértigo. Yo, siempre tutuldioso, trepaba con temor, le decía a mi amigo que la detuviera bien, porque se movía mucho, él insistía que el temblor de la escalera era propiciado por el intenso temblor de mi cuerpo. En fin, lo que quiero decir es que fui acólito del templo mayor, en los años sesenta. Cuando subía a tocar las campanas no necesitaba un vestuario especial, pero cuando ayudaba en la misa o en bautizos, me vestía como los demás compañeros, que consistía en una sotana roja que poníamos arriba de nuestra vestimenta diaria y que era completada con una capa de tela blanca tejida con bordados. Todo esto para decirte que los niños acólitos entrábamos a este espacio, porque ahí estaba colgada la vestimenta. Llamaba mi atención ese protocolo. Estudiaba en la primaria Matías de Córdova y cuando había desfile usábamos el traje de gala, un traje que cada uno de los alumnos tenía en su casa. Acá no, el traje de acólito era propiedad del templo y el niño que ejercía el oficio llegaba y lo usaba temporalmente. Hoy, dicho espacio no sirve como clóset y vestuario, hoy casi casi es usado como bodega, pero la luz de los vitrales se cuela y otorga el mismo ambiente de serenidad que tenía en mi infancia. No todo mundo tiene acceso a este lugar. La mayoría de fieles acude a escuchar la misa o a orar, se hinca en medio de la nave y desde ahí agradece o solicita favores a la divinidad. ¿En dónde se pone la vestimenta el acólito de estos tiempos? No lo sé. Como este sitio está dividido en dos, tal vez en el otro espacio está el lugar donde guardan la vestimenta. Vi los ángeles y noté que ellos tienen las manos y brazos en posición de sostener algo. Parece que ellos sostenían los pedestales de unas lámparas, ahora están ahí sosteniendo columnas de aire. Posdata: solicité permiso para entrar, para rescatar algo de mi espíritu de niño, y una persona, muy amable, me permitió que pasara por el presbiterio y entrara a este espacio, donde se aprecia la espalda del altar, del retablo. ¿Ya viste la escalinata de madera? Da acceso al nicho donde se encuentra la imagen de Santo Domingo de Guzmán, quien ahora anda ya entrajinado porque se acerca el día de su cumpleaños. ¡Tzatz Comitán!