viernes, 1 de marzo de 2024

CARTA A MARIANA, CON ESQUINEROS

Querida Mariana: no me sorprende que alguien diga: “doblé la esquina”, porque hago lo mismo. Sí, también doblo las esquinas de las páginas de los libros, así sé dónde quedó mi lectura. No doblé el primer libro que mi tía Emelina me trajo de la Ciudad de México, en un viaje. Aún no sabía leer, así que mi mamá me leyó los textos brevísimos y me mostró las imágenes a color. De una sentada nos echamos ese libro, así que no hubo necesidad de señalar dónde había quedado la lectura pendiente. Esa vez fue un instante sublime. Ah, mi primer acercamiento al libro. Jamás imaginé que el libro iba a ser el gran acompañante en todas las vueltas de la vida. Tampoco doblaba las esquinas de las revistas de monitos, porque, de igual manera, las leía de un jalón. Pero, cuando entré a la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz y compré mi primer libro en la Proveedora Cultural (“La tía Tula”, de Unamuno) hice mi primer “doblamiento”. Leí un buen fragmento, alucinado, y cuando fue la hora de la cena, busqué la manera de indicar dónde había quedado mi lectura, como estaba recostado en la cama, dejé el libro como casita de campaña, ah, fue una imagen bonita. Desde la puerta vi cómo la casa de campaña quedaba sobre la campiña. Fui a cenar un tamal de dulce y chocolate. Caminé por el corredor, con una luz de luciérnaga cansada, y continué con la lectura. Cuando el sueño llegó, como si ese conocimiento me hubiese sido injertado por mis ancestros lectores, tomé una esquina de la página del libro y la doblé tantito. Cerré el libro y comprobé que la marca había quedado, cuando, al día siguiente, tomara de nuevo el libro buscaría la muesca y la lectura seguiría cabalgando. No pensé (como muchos piensan) que estaba dañando al libro, que lo estaba desacralizando. No pensé que lo dañaba, no. Siempre vi a los libros como mis compañeros, como mis juguetes. Los carritos y los soldaditos y las pelotas se llenaban de polvo y lodo a la hora de jugar con ellos y eso no significaba no quererlos, no cuidarlos. Se me hace que sería una incongruencia que un juguete permaneciera impoluto, sin mancha. La vocación real de un juguete es la de saltar la cuerda, trepar los árboles, bajar a los zanjones, deslizarse por los toboganes. Así mis libros, desde siempre. A la mañana siguiente abrí el libro, hallé la esquinita doblada y busqué la línea donde había quedado mi lectura. Pensé, juro que lo pensé, tener un lápiz a la mano, para poner una flechita en la línea leída, eso me daría el lugar exacto, pero luego pensé que no siempre anda uno con lápices, además la relectura era como volver a caminar un sendero ya conocido. Yo, que soy tan de memoria escasa, me servía como recordatorio, volver a sentir el calorcito de la senda. Desde entonces (hablo de más de cincuenta y cinco años) he sido un gran doblador de esquinas de página, todos mis libros tienen huellas del camino andado. Si, de chavo, me hubiera topado con un “separador”, tal vez me habría acostumbrado, ya mirás que las personas somos animales de costumbres, pero no lo topé. Fue ya hasta muchos años después que me topé con un libro que traía integrado un “señalador”. Se me hizo la cosa más sensacional del mundo, como si de pronto descubriera que los grandes velices que usábamos los viajeros podían ser sustituidos por maletas con rueditas. El libro que saqué en préstamo de la Biblioteca Central Universitaria (como todos) era encuadernado, pero el encuadernador le había agregado el mojol de una cinta de color rojo que servía para colocarla en medio de las páginas donde se había suspendido la lectura. Por primera vez no tuve necesidad de doblar la esquinita superior, me bastó tomar con índice y pulgar la cinta y dejarla caer a mitad de las páginas antes de cerrar el libro. ¡Qué maravilla! El gran descubrimiento. Pero resulta que los libros que compré desde entonces a la fecha no están encuadernados ni tienen esa cinta maravillosa, así que he continuado doblando esquinas, he sido un gran doblador de esquinas, a veces, cuando el tiempo es magro leo dos o tres páginas y doblo esquina; en ocasiones (domingo, sobre todo) la lectura avanza y la doblada de la esquina la hago una o dos horas después. Posdata: mis calles de lectura, entonces, son de distancias diversas. A veces son calles pequeñas, a veces son calles que parecerían interminables. Ah, cuántas calles he caminado, con un gran disfrute, con disfrute inigualable. Cuando debo suspender, entonces, “doblo la esquina”. Pero esto es ficticio, porque al regresar a mi lectura continúo caminando por la misma calle. Lo de doblar la esquina es un mero ejercicio, como si diera un paso en la avenida y luego retrocediera. ¡Tzatz Comitán!