martes, 7 de enero de 2025
CARTA A MARIANA, CON UN REFUGIO EN AVENIDA CUAUHTÉMOC
Querida Mariana: hablo de los años setenta; hablo de la Ciudad de México; hablo de un templo del béisbol.
Nosotros, digo Quique, digo Roge, digo Miguel, digo César, digo Rodolfo, digo tu amigo, vivimos un tiempo en un edificio al lado de Avenida Cuauhtémoc. ¿Qué colonia era? La colonia donde también estaba la llamada Octava Delegación. ¿Era colonia Narvarte? Tal vez sí.
Nosotros vivíamos en la casa de huéspedes de los famosos Don Robert y Doña Rome, pero un día, una mañana, me enteré que los Erre-erre (los Román y los Robles) fraguaban irse a vivir a un departamento (tal vez para vivir la experiencia de sentirse solteros en comunidad). Me enteré y levanté un dedo que decía, a gritos, como si fuese personaje del Chavo del Ocho: ¡yo quiero, yo quiero, yo quiero! Ellos hicieron una reunión donde deliberaron mi caso, por supuesto que su reunión la acompañaron con unas cervezas, cuando vi que habían agotado la dotación, me presenté ante ellos con una caguama, bien helada, los vi salivar y pregunté qué habían decidido, vi a los Erre-erre extender los brazos, como zombis, y dijeron que sí, que estaba bien, que me aceptaban en su clan y yo, siempre agradecido, pensé que me darían un abrazo, pero ¡no!, sus brazos extendidos reclamaban la botella.
Una tía de los Román firmó como aval y ellos firmaron el contrato. El edificio estaba (todavía está) en el número 521 de la Avenida Cuauhtémoc y nos tocó el departamento 201. Como debía ser, para inaugurar el departamento los Erre-erre organizaron un bailongo, llegaron amigos y amigas, las bebidas circularon en medio de las parejas danzantes, la marimba se escuchó fuerte, gracias a casetes y no faltó el que, ya a medios chiles, se paró en la estancia y declamó “Chiapas es en el cosmos, lo que una flor al viento…”, y al final hubo lágrimas y gritos de ¡cotz!, por la nostalgia enredada en nuestros cuerpos y espíritus.
Al día siguiente comenzamos, como boy scouts, a recorrer las cercanías, a cruzar corriendo la avenida. Hallamos a dos cuadras un mercado y ahí, ah, qué bendición, un local donde preparaban tortas, las cubanas se volvieron nuestras favoritas (hablo de tortas, digo, de tortas de comer), y en otro local hallamos una escenografía con unas redes para pescar y con pinturas de peces y estrellas de mar. Los Erre-erre sonrieron, como si estuvieran en la playa, y pidieron cocteles de camarón. Me encantó encontrar en el centro de la mesa, aparte del servilletero, una botella con un interior lleno de hojas, Quique me explicó que era un aderezo. A mí me encantó esa botella, porque era como un pequeño universo marino. Me sentí como si estuviera en un acuario, mientras el dueño del local, con un mandil blanquísimo, servía los ceviches y los cocteles, me puse a mirar a través del cristal, tomé la botella y la moví, como si fuera un caleidoscopio.
Más tarde nos atrevimos, muchachos intrépidos, a ir un poco más allá. Después de caminar dos o tres cuadras, llenos, satisfechos por la comida, oímos algo que nada tenía que ver con el ruido de los autos que corrían desaforados o las chorchas de los caminantes, el ruido era potente, como un altísimo vendaval, como cientos de aleteos. ¡Nos paramos y lo vimos! Era un estadio, el gran templo del béisbol, el reconocido Parque Delta. Casi casi bailamos sobre la ancha banqueta, porque cuando estudiábamos en la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz habíamos formado parte del glorioso equipo de béisbol, “Los Comet’s”. Ahí era la casa de los Diablos Rojos del México, el espacio que reunía a miles de fanáticos, de gente conocedora de ese maravilloso deporte, único. El rumor gigantesco salía como globo de la parte superior de ese edificio lleno de tribunas que circundaban el diamante, sembrado con una alfombra verde, de pasto recortado, sólo interrumpido por pequeñas líneas de tierra roja, que indican la ruta donde están las bases, donde se para el pitcher, donde el cátcher espera la pelota. Ahí, adentro el ruido intenso de miles de fanáticos, el zumbido de miles de abejorros, competía con el ruido atroz de la gran ciudad, y lo superaba, porque cuando un bateador le pegaba a la pelota y la lanzaba por encima del límite, llegaba hasta los fanáticos y se daba el jonrón, los gritos de miles de gargantas pinchaban el globo de expectación, la emoción contenida y esto sólo se daba en ese espacio tan cercano a nosotros.
Posdata: ya descubriste que nosotros fuimos fieles asistentes a ese templo, el Dios de los Deportes nos lo había puesto cerca de nuestros pasos, disfrutamos esa indecible emoción, la bebimos, acompañada con cervezas frías.
¡Tzatz Comitán!